Banalidad

por Lorena Amaro

por Lorena Amaro I 3 Diciembre 2016

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Cuando un libro pretende abordar –con citas de Wittgenstein y otros guiños filosóficos– cuestiones como la memoria y el asombro, es intolerable la frivolidad. Alma, la tercera novela de Matías Correa, está construida con materiales muy precarios: desde su lenguaje, plano y repetitivo, hasta sus personajes, insípidos.

por lorena amaro

Ene Lorca está enferma del Mal de Searle, especie de Alzhéimer temprano. Es por esto que le pide a su pareja que narre no la historia de su vida, sino la de su familia. Esta historia debe ser contada a Alma, su pequeña hija, utilizando para ello el método creado por “la Vivi”, madre de Ene, consistente en crear biografías a partir de un algoritmo que recoge toda la información sobre una persona en el mundo virtual. Estas biografías constituyen una suerte de “fantasmas digitales”, que en la empresa de Vivi son editadas y entregadas, postmortem, a los deudos. Tal es la premisa de Alma, la tercera novela de Matías Correa, construida con materiales muy precarios: desde su lenguaje, plano y repetitivo, hasta sus personajes, insípidos.

La familia de Ene es insistentemente presentada como una clan de personajes geniales, “los milagrosos Lorca”: un pintor, Ignacio (cuyos autorretratos son descritos sin brillo alguno en largas, abusivas páginas), aquejado del mismo mal que Ene; su hijo menor, Martín, filósofo que investiga en el ámbito de la neurociencia y que consagra su enorme inteligencia al hallazgo de una cura; el hijo mayor, Gerardo, verdadero protagonista de la novela, un mago que produce “milagros” con el método creado por su madre y con la ayuda de Ene. Él realiza sesiones en que los asistentes voluntarios pueden ver momentos decisivos de sus vidas reflejados en los ojos del mago, gracias a unas sofisticadas lentillas. Y, por supuesto, “la Vivi”, quien es vista por su hija como una mujer con fama de “genio”, “extravagante” y “bromista”, que no hace ni un chiste pasable en toda la novela y que parece querer para Ene una existencia “promedio”: “Un trabajo estable, de medio tiempo tal vez; un marido sano, fiel si fuera posible; y un par de niños a medias bien portados, que no dieran tanto problema”.

Por cierto, Alma no desarrolla el abismo entre las expectativas de los personajes y sus realidades: son planos psicológicamente y sus “genialidades” no solo aburren; molestan. Tampoco es alentadora la prosa que sostiene las reflexiones sobre la vida y la memoria: se entrampa en frases relamidas (“la luz de esa mañana prístina”) y en extensas peroratas sobre qué es una biografía: “Da igual qué tan simplona pueda parecer una biografía, siempre puedes encontrar en ella auténticos pedazos de vida…”.

almaLa narradora es la pareja de Ene, y esta relación lésbica, apenas delineada, es otro de los desaciertos del libro. Se la pone al mismo nivel de curiosidad o rareza que los “milagros” de los Lorca: “Teníamos algo así como un ornitorrinco de vida. Una biografía en común, armada a cuatro manos como si estuviera hecha con cabeza de pato y aletas de dodo (…) cola de castor, lomo de nutria y una cama compartida. Es eso lo que ahora deberías estar contemplando en tu cabeza: una imagen que desconcierta sin amedrentar”. La voz de la narradora, que enfrenta sin duda los estragos de la devastadora enfermedad de su compañera, es banal: “Por eso el encargo de Ene me intrigó tanto. Aunque las dos fuimos, ya sabes, muchas cosas –colegas, amigas, amantes, esposas y madres–, nunca llegué a figurármela como un posible cliente”.

Supongamos que las cosas suceden así en este mundo de “Identity Editors” y management biográfico. Cuando un libro pretende abordar –con citas de Wittgenstein y otros guiños filosóficos– cuestiones como la memoria, el lenguaje, el asombro, son intolerables su precariedad narrativa y su frivolidad. Hoy circulan bellísimos textos sobre la pérdida de la memoria o el lenguaje y sus consecuencias: ahí están los poemas de Tamara Kamenszain en El eco de mi madre, o la desgarrada y sucinta Desarticulaciones de Sylvia Molloy. Frente a esos libros, el de Correa parece un chiste hueco, un relato incompetente y desencaminado, en que no acompaña ni tan siquiera la redacción, como en este párrafo en que la palabra “cosa” aparece una y otra vez: “Así va a entender que estas cosas raras que le han pasado a su mamá también han pasado antes y que está bien, está bien que pasen cosas malas como esta enfermedad. Porque, además, siempre ocurren cosas peores, como la muerte o que te rompan el corazón o sentir que nadie en todo el mundo te entiende (…) Pero hay cosas lindas entre tantas cosas que dan pena (…) estoy segura de que también va encontrar [sic] pequeñas cositas lindas cuando ella te escuche hablar sobre mí y sobre ti”.

A la voz de la narradora se suma el relato aparentemente neutro de los “archivos” o “milagros” del mago, los que parecen salidos de un libro de cuentos sin terminar, además de una serie de chistes visuales insulsos, que reafirman la nadería de una historia que requería más reflexión. En suma: una novela esnob, banal… y sin alma.

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