El maestro Rivano, sonrisa del desencanto

El pensamiento de Juan Rivano (1926-2015), tan accesible como desatendido, muestra su pesimismo más alegre en El Eclesiastés, Diógenes, Montaigne, compendio de tres ensayos en los que dialoga con ilustres disidentes de la tradición occidental, o si se quiere, con los grandes maestros de la tradición paralela: los estoicos, los que no se la creen, los que eligen bastarse a sí mismos aunque necesitan de los otros para llevarles la contra.

por Daniel Hopenhayn I 3 Mayo 2018

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No hay más sabiduría que bastarse con lo que hay, vienen a decir, cada uno a su modo, Diógenes, el Eclesiastés y Montaigne. Consejo de doble filo que ya hemos escuchado en boca de tiranos y tacaños, pero que en este caso no pretende abusar de nuestra ingenuidad sino liberarnos de ella. Notificarnos del ridículo que hacemos al correr detrás de ilusiones que no son cosa de este mundo (la verdad, la felicidad, la permanencia), como quien intenta dar caza al viento. Apenas somos bestias que Dios agita en su mano antes de arrojarlas al polvo del cual las recogió, descubre Koheleth, el autor del Eclesiastés. Ningún filósofo es tan libre como una rata que duerme al descampado, acusa Diógenes en la Atenas de Platón. El hombre, incapaz de crear una pulga, ha decidido que puede crear a los dioses, se ríe el católico Montaigne. Juan Rivano, como ellos, encuentra el placer del conocimiento en liberarse del “laberinto de naderías”, por el cual confiesa haber peregrinado.

Legendario profesor de filosofía en la Universidad de Chile de los años 50 y 60, el “maestro Rivano” quedó expuesto al olvido por los efectos del exilio y, según algunos, del rol crítico que ejerció al interior del campus en los años previos a la dictadura. Ateo y materialista, matemático de formación, creía en una filosofía llana, de claustro y de café, pero lejos de la retórica y más interesada en poner a prueba las ilusiones que en exaltarlas. Se resistió a que la universidad fuera instrumentalizada por los partidos de la Unidad Popular y, a esas alturas, había tomado cierta distancia del marxismo doctrinario que profesó en los 60, para acercarse, por ejemplo, a las ideas de McLuhan. La DINA lo detuvo en 1975 y después de un año de prisión pudo exiliarse en Suecia, donde vivió y escribió hasta su muerte.

Las ideas de Rivano son apuntes de lecturas, ocurrencias al paso que dejan un hilo suelto por aquí y lo retoman más allá, como formando círculos en cuyo centro prefiere no encallar.

El Eclesiastés, Diógenes, Montaigne se lee como la bitácora de un descreído que navega sin rumbo fijo junto a sus mejores amigos, embriagado con ellos de un liviano desencanto. Las ideas de Rivano son apuntes de lecturas, ocurrencias al paso que dejan un hilo suelto por aquí y lo retoman más allá, como formando círculos en cuyo centro prefiere no encallar. Es indudable que quisiera hablar de sí mismo cuando caracteriza de este modo a Montaigne: “Siempre charlando de cosas que interesan, siempre tratándolas como al pasar porque no es para tanto, va y viene con sus autores queridos sin soltarlos ni por nada. Haciendo maravillas de lo pequeño, ironías de lo grande”. Sumemos a esto una imaginación que no pierde ocasión de divagar. Cualquier escena de Diógenes en Atenas le sirve a Rivano para pintar un cuadro que él le habría encargado a Tiziano. Mejor, a Bosch. O bien se figura a Koheleth como un joven que “habiendo reducido al absurdo toda escolaridad, tira lejos sus lápices y tablillas y dice ¡adiós! a gritos y se va de danza y jolgorio por las terrazas y bajo los parrones de Jerusalén”.

Al Eclesiastés, libro escéptico y hedonista que alguien coló en la Biblia con el falso pretexto de que lo había escrito el rey Salomón, le debemos el proverbio “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, que anuncia una noticia buena y otra mala. La mala es que a todos, sabios y necios, héroes y villanos, nos esperan el mismo polvo y olvido: la vida no tiene propósito. La buena es que, siendo así, no nos queda más que disfrutarla.

Otras palabras de Koheleth: “Sigue los impulsos de tu corazón y los deseos de tus ojos”.

Y: “No seas pues demasiado justo, ni sabio con exceso, ¿por qué destruirte?”.

No por nada hay quienes dicen que los fariseos inventaron la inmortalidad del alma para cerrar la caja de Pandora que había abierto el Eclesiastés. Y Rivano se deleita mostrando cómo Koheleth, para colmo del sinsentido, abunda en contradicciones que vuelven estéril la exégesis de su libro, pues sobre cada asunto que toca es posible desprender la contraria: “Constata, juzga, lamenta los antagonismos, pero no busca reducirlos a una armonía”.

Montaigne pone paños fríos a la euforia renacentista, al mostrar que todo juicio se origina en la posición del observador, que la razón desvaría apenas cierra los ojos, que el intento de “establecer algo nuevo y grande” suele tener mal pronóstico.

Si Koheleth renuncia a mortificarse en vano, Diógenes el Perro renuncia a todo para que nada pueda mortificarlo. Rivano, aquí filósofo y guionista, emprende un fantástico recorrido por el anecdotario callejero que reveló su doctrina. Lo considera “un Sócrates práctico”, que en vez de razonar hasta el infinito toma el camino corto a la autarquía: la pobreza extrema de quien ha reducido sus necesidades a las vitales. Esta radicalidad lo desdobla en dos Diógenes que parecen oponerse: el asceta que vive en un tonel, fino teórico que refuta las ilusiones de Platón y merece “el desprecio admirado” de los doctos, y el licencioso que se masturba en público porque ahí mismo le dieron ganas, que desprecia a los viandantes y les escupe sus vanidades a la cara, a veces literalmente.

Con todo, “hay un solo Diógenes”, va a argumentar el autor, que defiende a su amigo hasta el final y lo acompaña hasta que su cadáver es devorado por los perros, escena que recrea en una estampa memorable.

La debilidad de Rivano por el pensamiento irreductible a un principio único (y hablamos de un eminente profesor de lógica) lo lleva a establecer casi un pacto de sangre con Michel de Montaigne (1533-1592), el aristócrata que, para desintoxicarse de su exquisita formación humanista, se encerró los últimos 20 años de su vida a escribir los Ensayos. “Enciclopedia sobre la nadidad de todo”, les llama Rivano. Su propio ensayo sobre Montaigne, de lenta entrada en calor, poco a poco desentraña el drama de un relativismo incurable, resultado de décadas de aguda observación. Lo más terrible en una cultura (matar al padre y comérselo, por ejemplo) puede ser testimonio de piedad en otra, y hasta el más piadoso de los hombres sabe lo que es gozar del sufrimiento ajeno.

Montaigne pone paños fríos a la euforia renacentista, al mostrar que todo juicio se origina en la posición del observador, que la razón desvaría apenas cierra los ojos, que el intento de “establecer algo nuevo y grande” suele tener mal pronóstico. Para Rivano, hombre de izquierda, eso significa revolución, y con todo el siglo XX detrás no puede más que conceder el punto. Más aún, declara que “dan ganas de palmotearlo y tomarse un trago con él” cuando Montaigne se burla de los juicios obstinados.

Los tres protagonistas de este libro quieren retornar desde el deseo artificial (pompa, riqueza, palabrería) a la necesidad natural (frugalidad, modestia, sabiduría). Los tres, sin embargo, necesitan lo espurio de la cultura para encontrar lo genuino de la naturaleza, y ahí es donde el círculo se niega a cerrar.

Los tres protagonistas de este libro quieren retornar desde el deseo artificial (pompa, riqueza, palabrería) a la necesidad natural (frugalidad, modestia, sabiduría). Los tres, sin embargo, necesitan lo espurio de la cultura para encontrar lo genuino de la naturaleza, y ahí es donde el círculo se niega a cerrar. Montaigne, por ejemplo, se explica la sabiduría de los campesinos por su ignorancia de cuanto aturde a los letrados. Y la felicidad de Diógenes es satisfacerse con las sobras de los demás, para lo cual requiere que produzcan en exceso.

Hay escritores que “renuevan nuestras convicciones simplemente detallando los absurdos que las contrastan”, sostiene Rivano. Pero también admite que la pura negación suele engendrar su propio dogma, y que el encierro de Platón en las ideas produce el mismo efecto que el de Diógenes en lo sensible: “Las cosas terminan por desvanecerse”.

Famosa es la respuesta que recibió Alejandro Magno el día que instó a Diógenes a pedirle lo que quisiera: “Que te corras, porque me estás tapando el sol”. Rivano se detiene en el comentario, no menos sugerente, que el ofendido rey habría hecho a continuación: “Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes”. De modo que Diógenes lo desprecia por su sed de grandeza, pero él, por la misma razón, admira la grandeza de Diógenes. Paradojas de la sabiduría que fascinan a Rivano. Tras la muerte de Diógenes, cuya causa aún se investiga (unos dijeron que se comió un pulpo vivo, otros que un perro lo hizo caer de un caballo, los más leales que decidió dejar de respirar), sus seguidores le dedicaron esta inscripción: “Supiste demostrar a los mortales cómo bastarse a sí mismo y vivir simplemente”. No tan simplemente: para bastarse a sí mismo, vivió dedicado a demostrar. Y para seguirle el juego, lo entendimos al revés: subordinamos el mundo sensible al idealismo de Platón, pero nos cuadramos con Diógenes cuando nos ponemos idealistas.

 

El Eclesiastés, Diógenes, Montaigne, Juan Rivano, Ediciones Tácitas, 2018, 361 páginas, $23.000.

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