El mar de Santiago

por Iván Poduje

por Iván Poduje I 7 Febrero 2019

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Debido al interés de los santiaguinos por escapar a la costa cada fin de semana largo, el mercado inmobiliario quiso explotar el agua como gancho comercial. En pocos años se construyeron lagunas en San Bernardo, Colina y Lampa, creando playas artificiales en medio de la nada.

por iván poduje

Los fines de semana largos se han transformado en la postal de la irracionalidad para los especialistas en transporte. Colas de autos desesperados por salir de la ciudad a la misma hora y por las mismas rutas, sufriendo de tacos interminables, para llegar a balnearios congestionados y playas donde no cabe un alfiler.

Pero la gente no es tan tonta como los expertos creen. Su taco vale la pena al lado del magnetismo que genera el paisaje del agua en los habitantes de las ciudades mediterráneas, como Santiago. Las duchas y aspersores de Fantasilandia se repletan de niños y adultos que corren empapados, las piscinas públicas del cerro San Cristóbal se llenan, igual que la Fuente Alemana, mientras que en muchas comunas los grifos son reventados para refrescarse con ese chorro de alta presión.

El mercado inmobiliario también quiso explotar el agua como gancho comercial. El primer intento serio ocurrió el 2006, con el megaproyecto Piedra Roja, que para posicionarse en un descampado Chicureo construyó una laguna de ocho hectáreas, que se promovió con una foto a página completa donde aparecía un tipo pescando con gorro mientras el sol se ponía. El mensaje: “Ud. puede disfrutar este Santiago si vive en Piedra Roja”.

Hasta hoy, la laguna es el emblema del proyecto. La vegetación creció, se puede comer o comprar con vista al agua, pasear en bote a remos e incluso pescar unos peces introducidos. Su problema era que no podía usarse para nadar, al igual que las lagunas de los parques, y esa restricción la alejaba del ansiado mar capitalino.

Sin embargo, ninguna de las lagunas tuvo el éxito de San Alfonso del Mar y varias ni siquiera lograron levantar las ventas de las viviendas. Para los que viven en primera línea, el paisaje es atractivo, aunque extraño.

El bioquímico Fernando Fischmann resolvió este problema cuando inventó una fórmula que limpia el agua a bajísimo costo y la implementó en un terreno que tenía al norte de Algarrobo, creando una laguna artificial gigantesca, de intenso color celeste. La idea sonaba loca. ¿Qué atractivo podía tener un condominio con un mar artificial, teniendo el verdadero a unos pocos metros? Para la gente, sin embargo, tuvo todo el sentido del mundo. El proyecto se llamó San Alfonso del Mar y fue un fenómeno de ventas. Era la ansiada playa privada con control de acceso y juegos marinos. Un mar protegido, donde niños y adultos podían nadar mirando el mar de verdad.

Debido al éxito de su invento, Fischmann creó una empresa y comenzó a vender lagunas celestes por todo el mundo. Se hicieron en sultanatos árabes, balnearios de jubilados gringos y resort italianos y españoles. En pocos años llegaron a Santiago, para tratar de levantar megaproyectos de casas periféricas que no vendían, ya que la gente privilegiaba cada vez más la cercanía del trabajo y la oferta de servicios. Además, las encuestas indicaban que estos proyectos no tenían atributos de paisaje: estaban en medio de espinos y malezas, con un calor agobiante del secano costero capitalino.

Las lagunas celestes de Fischmann parecían la solución ideal. La primera se construyó en un enorme proyecto de San Bernardo, de más de cuatro mil casas. Luego vinieron dos lagunas en Colina, otra en la calurosa Lampa y una gigante en la ciudad dormitorio de Padre Hurtado. Para potenciar su producto, los promotores inmobiliarios trajeron arena y quitasoles, y tal como el alcalde Lavín, crearon playas artificiales en medio de la nada. Se repetía la historia de Piedra Roja, pero para segmentos más masivos, con arena y posibilidad de nadar. Lo más parecido a un pedazo de mar.

Sin embargo, ninguna de las lagunas tuvo el éxito de San Alfonso del Mar y varias ni siquiera lograron levantar las ventas de las viviendas. Para los que viven en primera línea, el paisaje es atractivo, aunque extraño. Mirar una playa artificial, cuyo horizonte termina en un cerro u otro condominio, no es lo mismo que hacerlo frente al mar de verdad. La soledad de las tardes se hizo menos tediosa tomando sol, pero el viento marino nunca llegó. Al final, las playas se fueron secando de arena, la laguna terminó siendo una gran piscina. Lo más interesante fue las fotos que subían a redes sociales parejas de enamorados o novios que paseaban bajo una puesta de sol, mirando un horizonte celeste, con casas color pastel.

Así, pese a los intentos, los santiaguinos siguieron sin mar, hasta que las carreteras y la masificación del auto redujeron esa distancia, lo que explica las colas para llegar a un enorme frente costero que se extiende de Papudo a Santo Domingo, y que da cabida a todos los segmentos socioeconómicos. Es el gran patio de Santiago. Un mar de verdad, un mar que vale cualquier taco.

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