Identidad versus ciudadanía

Mark Lilla expone en El regreso liberal que el Partido Demócrata al reivindicar sucesiva y simultáneamente diversas causas dejó de hablarle al ciudadano y corrió a atrincherarse en la narrativa de la identidad. Nadie sabe para quién trabaja: era precisamente a lo que Reagan y los neocons, en otro sentido, estaban exhortando. La política como imperio no del nosotros sino del yo.

por Héctor Soto I 5 Febrero 2019

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Aunque tal vez no sea otra cosa que un panfleto, el nuevo libro de Mark Lilla, El regreso liberal, tiene más inteligencia, pólvora, agudeza y provocación que mucho de lo que se ha escrito dentro y fuera de Estados Unidos para explicar la escena política actual. La verdad es que el tema de Lilla no fue ese. Lo que él pretendió fue encontrar una explicación al porqué una colectividad política grande y compleja como el Partido Demócrata, agrupación que canalizaba un denso entramado de intereses territoriales, étnicos y sectoriales a lo largo y ancho del país, cayó presa de grupos –casi siempre minoritarios– que anteponen sus propias identidades a la noción de bien común. Identidades étnicas, sociales, sexuales, culturales o de cualquier otra índole. Identidades además lastimadas, porque se autodefinen a partir de su exclusión del festín del capitalismo y la globalización. Y, por lo mismo, identidades victimizadas, que sienten tener un título perentorio para exigir al resto de la ciudadanía, además de reconocimiento, una pronta reparación.

Historiador del pensamiento político, profesor de Columbia, académico desengañado del conservadurismo que defendió en otra época, cuando estudiaba el nexo entre religión y política, Mark Lilla asume que antes las cosas fueron distintas. Sobre todo en la época de Franklin D. Roosevelt, en lo que él llama la primera gran dispensación de EE.UU. La dispensación entraña un arreglo o plan, y es una categoría teológica. Roosevelt efectivamente se encontró con un país herido a raíz de la crisis del 29 y lo que el mandatario hizo fue convocar al Nuevo Trato, un esfuerzo gigantesco de recuperación –recuperación de las lealtades, de la actividad, de los vínculos rotos, del sentido de país, de fe en América y particularmente en la acción del gobierno– que le permitió no solo remontar la depresión sino también emerger como la primera potencia mundial terminada la Segunda Guerra. Según Lilla, en mayor o menor medida, el Partido Demócrata estuvo girando a cuenta de esa épica por varias décadas. Lo hizo al menos hasta que Lyndon B. Johnson convocara a la nación a su proyecto de la Gran Sociedad, dentro del cual se insertaba la ley de libertades civiles para acabar con la discriminación y el racismo (ley que por lo demás extenuó a tal punto las lealtades de los demócratas sureños con su propio partido, que esos estados pasarían a ser controlados por los republicanos).

La colectividad se llenó de activistas asociados a distintas causas, chicas y chicos que son mandados a hacer para hacer ruido en las redes sociales, realizar marchas, vestir camisetas con logos de campaña y acudir a los medios de comunicación, pero no para ganar elecciones, que a fin de cuentas tiene muy poco que ver con todo eso.

El libro plantea que la segunda gran dispensación sobrevino con Ronald Reagan en 1980. También él se encontró con un país herido, a punto de tocar fondo, tras una década de alto endeudamiento, inflación descontrolada y bajo crecimiento. También era un país humillado y caído: en Vietnam primero, en Irán después, con una embajada completa secuestrada, y derrotada en la batalla cultural del siglo XX. Aunque la épica de Reagan compartió algunos rasgos con la de Roosevelt –la fe en EE.UU., el patriotismo, el sentido de urgencia– en realidad siguió el camino opuesto: más sociedad y menos Estado; menos sindicatos y más individualismo; más emprendimiento y fin al asistencialismo. El Estado para Reagan era el problema. El país estará bien –asumió– si tú estás bien, épica que de una manera u otra llegó en la política norteamericana hasta Obama.

Para el autor, el problema es que la conciencia liberal estadounidense –y particularmente el Partido Demócrata– fue incapaz de oponer al relato de Reagan un discurso que, además de persuasivo, mantuviera encendido el fuego del sentido de nación, de ciudadanía y de la vida en común. Todo lo contrario: a su modo, la opción por las minorías fue otra palada más de tierra sobre la tumba de los viejos ideales colectivos del Partido Demócrata y, sin quererlo, se convirtió en aliado de los vientos de individualismo y fragmentación que estaban soplando en Washington. La tesis de Lilla es que al reivindicar sucesiva y simultáneamente la causa afroamericana, la causa de los gays, de las lesbianas, de los trans, de los discapacitados, del animalismo, del ambientalismo verde, en fin, el Partido Demócrata dejó de hablarle al ciudadano y corrió a atrincherarse en la narrativa de la identidad. Nadie sabe para quién trabaja: era precisamente a lo que Reagan y los neocons, en otro sentido, estaban exhortando. La política como imperio no del nosotros sino del yo.

El drama, según Lilla, no termina ahí, puesto que adicionalmente ocurrieron otros fenómenos al interior del Partido Demócrata. Sus principales bastiones de resistencia pasaron a ser las universidades. Donde había sindicalistas y chimeneas comenzó a aparecer la figura de profesores recortados contra el telón de fondo de campus apacibles y bien cuidados. El viejo partido, que había sido una gran coalición de intereses regionales y sectoriales, y donde tenían cabida empresarios y sindicatos, grupos étnicos de las ciudades con granjeros de la América profunda y silvestre, trabajadores aguerridos de barrios peligrosos con gente WASP y tremendamente sofisticada del Este, de tanto tratar de ampliarla, finalmente redujo su diversidad. La colectividad se llenó de activistas asociados a distintas causas, chicas y chicos que son mandados a hacer para hacer ruido en las redes sociales, realizar marchas, vestir camisetas con logos de campaña y acudir a los medios de comunicación, pero no para ganar elecciones, que a fin de cuentas tiene muy poco que ver con todo eso.

No lo dice el libro, pero la política de la identidad tuvo otro efecto que es atendible, aunque difícil de dimensionar: transformó la política en un juego de suma cero entre las distintas minorías y grupos. Lo que pierden unos lo ganan otros. Lo que obtienen los animalistas no lo obtienen los gays. Siempre hay algunos o muchos que están perdiendo algo, y siempre son unos pocos los que están cumpliendo sus expectativas a costa de los demás. La política deja de ser el arte de la movilización de las mayorías y se transforma en el arte de la captura de las minorías. Sin embargo, siendo grave esta distorsión, quizás lo peor sea que el discurso de la identidad trajo a la discusión pública un hedor del cual al menos hasta ahora la política estaba libre: la pestilencia del victimismo.

El discurso de las identidades por sí solo no explica el tipo de fuerzas –el tipo de bestias, dirá más de alguien– que Trump despertó en su campaña y que todavía lo tiene con rangos de popularidad incomprensiblemente altos, atendidas las inestabilidades de su gobierno, a dos años ya de haberse instalado.

No hay minoría que, definiéndose como tal, no se considere discriminada, postergada, abusada, mancillada, invisibilizada, y que no tenga en la mochila de sus demandas una sufrida historia de infamias y cuentas pendientes. Cuentas difíciles de redimir e imposibles de perdonar. En esta dimensión la política, que nunca ha sido muy rica en racionalidades, se vuelve un terreno extremadamente propicio al gimoteo y el resentimiento. Sale Maquiavelo y entra Freud. Fuera los estrategas electorales; llamen a los terapeutas de la sanación.

Como marco de referencia para entender el hundimiento del Partido Demócrata, el libro de Lilla califica probablemente con voto de distinción. Para entender los Estados Unidos de Trump, sin embargo, es insuficiente. El discurso de las identidades por sí solo no explica el tipo de fuerzas –el tipo de bestias, dirá más de alguien– que Trump despertó en su campaña y que todavía lo tiene con rangos de popularidad incomprensiblemente altos, atendidas las inestabilidades de su gobierno, a dos años ya de haberse instalado. Podría haber, aun antes que la política de las minorías, una fractura mucho más profunda en el escenario cívico estadounidense y que pareciera relacionarse con el más antiguo de los ingredientes del populismo político: el desprestigio de las élites, un brutal déficit de confianza pública en los cuadros dirigentes, la idea de que se trata –en la caricatura, al menos- de un circuito insensible a las prioridades de la gente y que está capturado por intereses oscuros.

Probablemente, EE.UU. nunca vio una desconexión semejante entre las élites y la base social como la que vive ahora. El fenómeno Trump responde a eso y no hay duda de que ha sabido explotarlo. El país nunca había visto, tampoco, los actuales niveles de polarización, que la Casa Blanca, lejos de apaciguar, atiza porque el liderazgo presidencial florece en el conflicto.

El gran problema de esta composición de lugar es que tiene más de consuelo que de explicación. ¿En qué momento las élites pasaron a ser vistas como enemigas? ¿En qué momento se farrearon su prestigio y dejaron de liderar? ¿En qué momento la prensa –los 300 diarios que editorializaron hace poco contra el Presidente–, aparte de interpretar a sus lectores, dejó de conectar con el resto del electorado norteamericano, que había sido su gran fortaleza? ¿Tendrán los medios, la academia, la clase política, los propios partidos, alguna autocrítica que hacerse? Y si la tienen, ¿en qué están topando para no poner manos a la obra de inmediato?

 

El regreso liberal, Mark Lilla, Debate, 2018, 160 páginas, $9.000.

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