Sobre la inmisericordia

por Daniel Hopenhayn

por Daniel Hopenhayn I 31 Octubre 2018

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En Rebaño, libro indignante y oportuno, Óscar Contardo ofrece numerosas claves para comprender cómo el deseo sexual y las relaciones de poder encontraron en la iglesia católica el ambiente ideal para procrear sus semillas más perversas. La compilación de antecedentes permite identificar muchos de los patrones de conducta que hicieron posibles los abusos, y una radical ausencia de piedad que el clero, tarde o temprano, tendrá que salir a explicar.

por daniel hopenhayn

Una abogada católica, que en los años 80 solía acompañar a sacerdotes a las protestas callejeras, le cuenta a Óscar Contardo que Cristián Precht llegó un día a la capilla de un barrio popular para proteger a los jóvenes que se habían refugiado allí de la policía. De pronto, entre los gritos de los pobladores contra la represión, se distinguió la voz de una mujer: “Cura desgraciado, deja de manosear a mi chiquillo”. El incidente no fue motivo de comentario. Todos, incluida la abogada, asumieron que esa madre era una agente de la CNI que intentaba desprestigiar al vicario de los perseguidos.

Contardo recopila innumerables maniobras de encubrimiento que no solo protegen al victimario, sino que le abren el camino a encontrar nuevas víctimas.

La anécdota ilustra apenas una arista del fenómeno que Rebaño pretende desentrañar: qué clase de códigos, qué nebulosa cultura interna, hicieron de la iglesia católica un enclave reproductor de abusadores sexuales. Pregunta que Contardo, hilvanando archivos de prensa con sus entrevistas a víctimas y testigos, aborda desde tres frentes en simultáneo: las relaciones de poder que los sacerdotes generan con sus feligreses, las dinámicas de encubrimiento –culturales e institucionales− que les garantizaron hasta hace muy poco la impunidad y, quizás lo menos explorado hasta ahora, “la manera en que el abuso se transforma en la vía de expresión de la sexualidad de esos hombres. La forma en que esos sujetos conviven con su deseo”.

Aunque la investigación examina muchos de los casos que han salido a la luz pública, su hilo conductor es la pavorosa historia de Rimsky Rojas, sacerdote salesiano (la congregación que peor lo pasa en este libro, seguida de los jesuitas) que se ahorcó el 28 de febrero de 2011, al verse acorralado por las denuncias de sus víctimas y en su calidad de principal sospechoso de la desaparición de Ricardo Harex, alumno del Liceo San José de Punta Arenas –que Rojas dirigía−, cuyo rastro se perdió en 2001 a la salida de una fiesta.

A la manera de Karadima, pero en ambientes de clase media provincial (Valdivia, Punta Arenas y Puerto Montt fueron sus principales destinaciones), el padre Rimsky era un estricto director espiritual que sabía ganarse la admiración de la comunidad y la lealtad de sus “preferidos”, adolescentes que sacaban ventajas de su cercanía con él, lo integraban a su intimidad familiar y se sometían a su régimen de protección e intimidación. Incubarle a la futura víctima el sentimiento de una deuda implícita, emocional o material (darle comida y techo fue la estrategia de varios), se revela en Rebaño como el método más recurrido para dejar a esa víctima perpleja, sin reacción, al momento de pasar del espíritu a la carne. “Con mucha frecuencia –escribe Contardo− los abusos cometidos por sacerdotes eran vínculos profundos con la persona abusada, que duraban años y que fundían en una misma historia sentimientos de cariño y lealtad, por un lado, con la angustia del sometimiento silencioso”.

Cuando el arzobispo Cox fue recluido en Alemania por sus reiteradas conductas pedófilas, el comunicado público de la Iglesia atribuyó la medida a una “afectuosidad un tanto exuberante”.

Una expresión radical de esa relación es la fantasía paterna por parte del cura, consignada en diversos testimonios. “Hijo, yo te quiero, esto es amor de padre, siente que estoy pariendo”, le susurraba a un alumno del San Ignacio El Bosque el jesuita Juan Miguel Leturia, “Lorito”, al momento de tocarlo y besarlo. “Yo para ti soy tu papá”, le advertía a uno de los suyos el también jesuita Eugenio Valenzuela. El propio Rimsky Rojas, encarado años después por uno de sus alumnos de Punta Arenas, le explicó entre sollozos que su sentimiento por él “era amor de padre”. El mismo cura fue capaz de abrazar y besar a un alumno en la capilla del colegio después de comunicarle que su madre padecía un cáncer terminal.

La contracara de la autoridad que el rebaño les concede a sus pastores es la nula importancia que los fieles parecen tener para el clero cuando surgen las denuncias. Contardo recopila innumerables maniobras de encubrimiento que no solo protegen al victimario, sino que le abren el camino a encontrar nuevas víctimas. Son evidencias que trascienden el conflicto sexual y obligan a preguntar qué entiende la Iglesia por misericordia hacia el prójimo, o si el prójimo es una entelequia que solo puede concebir en función de su propia causa.

Joaquín Navarro-Valls, vocero de Juan Pablo II y numerario del Opus Dei, reflexionaba en 1993 ante las primeras denuncias conocidas en Estados Unidos: “Cabría preguntarse si el verdadero culpable no es una sociedad permisiva hasta la irresponsabilidad, que está repleta de sexo y es capaz de crear las circunstancias que indujeron a cometer graves actos incluso a personas que tienen una sólida formación moral”. En 2002, Cristián Precht cuestionaba la política de tolerancia cero a los abusadores propuesta por los obispos estadounidenses: “Aprender como Jesús a distinguir entre el pecador y el pecado sigue siendo un tema de la mayor urgencia”. Ese mismo año, cuando el arzobispo Cox fue recluido en Alemania por sus reiteradas conductas pedófilas, el comunicado público de la Iglesia atribuyó la medida a una “afectuosidad un tanto exuberante”.

No hay tal cosa como una red de homosexuales operando en bloque, sino un enjambre de chantajes recíprocos que garantiza el silencio de todos.

Si bien las similitudes entre los casos documentados impiden a Rebaño sostener el vértigo de sus 100 primeras páginas (a lo cual contribuye la copiosa descripción, no siempre necesaria, de diligencias reporteriles), el relato vuelve a sorprender cuando indaga en la sexualidad de los religiosos. Que el celibato ha servido de coartada social para jóvenes avergonzados de su homosexualidad es un dato de la causa (un ex sacerdote salesiano recuerda que en el seminario “el cuarenta por ciento eran homosexuales o habían tenido experiencia homosexual”), pero resulta tan insuficiente para explicar los abusos como lo sería la heterosexualidad de un agresor de mujeres.

De sus lecturas y entrevistas, además, Contardo concluyó que la mayor parte de ellos entran al seminario “sin un afán consciente de ocultamiento (…) sino empujados por una cultura que los iba convenciendo de que era el sitio adecuado para ellos”. Veían en la fe una fuente de comprensión, de alivio a sus culpas, que de paso les prodigaba el respeto de sus amistades y el orgullo de sus familias. “Vestir una sotana, por lo tanto, era un antídoto perfecto contra la vergüenza”.

Apenas ingresaban al seminario, sin embargo, se veían inmersos en una cultura jerárquica donde el secretismo y la subordinación –materias primas del abuso− formaban parte del modus vivendi. Y donde la homosexualidad se practicaba pero no se nombraba, adquiriendo así una doble condición de clandestinidad. El pacto de silencio lo aseguraba la propia extensión del tejado de vidrio: “Te vas dando cuenta de que si revelas algo, echas a perder la fiesta de todos”, cuenta el ex seminarista Alejandro Sandrock. Algo parecido ha planteado el periodista Gianluigi Nuzzi −que en 2012 destapó los Vatileaks− sobre el supuesto lobby gay en la curia romana: no hay tal cosa como una red de homosexuales operando en bloque, sino un enjambre de chantajes recíprocos que garantiza el silencio de todos.

Otro hallazgo significativo del autor es que a ninguno de sus entrevistados se les habló de sexualidad durante su formación en el seminario, pese a que tendrían que inhibir su deseo sexual de por vida e instruir a jóvenes sobre la materia.

Perseguidos desde siempre por el terror al juicio ajeno, el gozo que algunos sacerdotes parecen encontrar en la aplicación despiadada de su autoridad podría constituir también un modo de desquitarse con los débiles, siguiendo esta observación de Contardo: “Quienes sufren la amenaza crónica del repudio, a menudo conocen las reglas que conducen al castigo con mayor precisión”. Rimsky Rojas, por ejemplo, podía expulsar a un alumno del colegio al descubrir que su madre era soltera. “Es una manera de ponerse del lado de los más afortunados, aquellos que pueden hablar de sus deseos en público sin contratiempos”, concluye Contardo.

Otro hallazgo significativo del autor es que a ninguno de sus entrevistados se les habló de sexualidad durante su formación en el seminario, pese a que tendrían que inhibir su deseo sexual de por vida e instruir a jóvenes sobre la materia. El deseo, sencillamente, era ignorado como tema, lo cual se corresponde con la aproximación infantil al sexo, exclusivamente genital, que muchos curas exhibían en los colegios. Miguel Ortega les bautizaba el pene a sus alumnos. “¿Cómo van esas pajitas?”, les preguntaba “Lorito” a los suyos. Rimsky Rojas, en Valdivia, masturbaba a los escolares cronómetro en mano para ver si eyaculaban correctamente.

Más allá de las puertas que abre este libro, una de las conclusiones nítidas que deja su lectura es que la crisis moral de la Iglesia solo terminará de ser comprendida cuando los curas inocentes saquen la voz: ya no para denunciar a los culpables, sino para explicar cómo lidiaron con su propio silencio, si es que supieron; y si no supieron, por qué no quisieron saber.

 

Rebaño, Óscar Contardo, Planeta, 2018, 256 páginas, $13.900.

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