Bélgica Castro y Alejandro Sieveking: parecido a la felicidad

“Él es de carne, tú eres de aire”, dice un personaje de Ánimas de día claro a la mujer que en su calidad de espíritu no puede entregarse a su enamorado: un ser del mundo de los vivos. Bélgica y Alejandro fueron de carne por 85 años (él) y 99 (ella). Y por unas poquitas horas uno fue de aire sin el otro. Pero la errata fue reparada velozmente y hoy los versos del valsecito que escuchamos en la obra de 1961 cobran sentido: “Nosotros nos juramos amores con delirio / sea en esta vida o en la eternidad”.

por Alejandra Costamagna I 7 Marzo 2020

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“Somos mutuamente dependientes”, decían. A veces lo decía ella, a veces lo decía él.

A veces Bélgica Castro, nacida en Concepción el 6 de marzo de 1921; a veces Alejandro Sieveking, nacido en Rengo el 5 de septiembre de 1934.

Al decir “mutuamente dependientes” querían decir “inseparables”, “aunados”, “compinches”, “compañeros”.

Lo decían mirando el cerro Santa Lucía, que se asomaba por la ventana del departamento que compartieron desde su regreso del exilio en Costa Rica, en 1984.

Lo decían acariciando a Aliosha, a Tamar o a Kliban, los gatos que fueron parte de la familia, acaso hijos postizos, y que la pareja llevó incluso al cine como miembros del elenco en la película Gatos viejos, dirigida por Sebastián Silva y Pedro Peirano.

Lo decían, quizás, caminando por Santiago, entrando a un cine del centro, jactándose de ser peatones, de no ser adictos a las redes sociales, de llevar en el cuerpo la historia del teatro chileno del siglo XX y parte del XXI.

No lo decían aún –porque no podían sospechar que estarían juntos por tantas décadas– cuando en los años 50 ella hacía clases de historia del teatro en la Universidad de Chile y él era su alumno. Cuando ella, en calidad de fundadora, formaba parte del Teatro Experimental, que más tarde sería el Teatro Nacional Chileno, y él daba sus primeros pasos como actor y dramaturgo, después de haber pasado por la carrera de arquitectura unos años.

Quizás lo empezaron a pensar a mediados de los 50, cuando se hicieron pareja. O a fines de esa década y comienzos de la siguiente, cuando los llamaban “el clan Castro” para referirse al equipo teatral que formaron junto a Víctor Jara, compañero de generación: Alejandro escribía las obras, Bélgica las actuaba y Víctor las dirigía. Así fue con Parecido a la felicidad, en 1959, el debut en la dirección de Jara. O con Ánimas de día claro, de 1961, o con La remolienda, estrenada en octubre de 1965 en el Teatro Antonio Varas, como inicio de la temporada oficial del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile.

Lo pensaron, probablemente, cuando se casaron, en 1962. O cuando fundaron juntos el Teatro del Ángel, en 1971. O cuando compraron una pequeña sala en el centro de Santiago y la bautizaron con el mismo nombre de la compañía.

No sería raro que lo haya pensado ella al decirlo en escena, que lo haya pensado él al escribirlo: “Yo creí que esto era la felicidad”.

Que eran inseparables, que eran compañeros, que eran mutuamente dependientes. Lo pensaban y lo transmitían sin necesidad de decirlo cada vez que estrenaban una obra juntos. Cuando el humor fino, la capacidad de dibujar rasgos del carácter popular chileno, cierta ternura en los personajes o el esbozo de lo absurdo presentes en las más de 40 obras escritas por él eran magníficamente consumados por ella en el escenario, siempre chispeante y aguda.

Lo pueden haber pensado también tras el asesinato de Víctor Jara, cuando intentaron averiguar si su amigo estaba en la morgue. Así lo recordaría Bélgica años más tarde: “En la puerta había dos pacos con metralletas y en el muro había una lista con unos cuatrocientos N.N. Le explicamos a uno de los pacos que creíamos que un amigo estaba ahí y que no queríamos avisarle a su mujer antes de estar seguros. El paco se puso muy violento. Nos preguntó qué hacíamos. Y cuando le respondimos que éramos actores dijo: ‘Ah, ustedes son los artistas comunistas que iban a minar el parque para que voláramos el 19’. Alejandro reclamó enojado y yo le pegué una patada disimuladamente porque ya veía que nos ametrallaban. Entonces le dije al tipo: ‘Mire, el asunto es que no quiero avisarle a la señora si no es seguro que murió su marido. Por eso solo queremos verlo’. Mira mi ingenuidad: creer que iba a entrar a ese lugar donde estaban todos los muertos amontonados. Y él me respondió: ‘Claro, como no puede venir la mujer viene la amiguita’. Ahí me dio escalofríos. Nos dio tanto susto que le dijimos que no se preocupara, que estaba bien y nos fuimos”.

Quizás lo pensaron seis meses más tarde, cuando la desesperación fue tan grande que no soportaron quedarse en el país y el 1 de abril de 1974 dejaron el Teatro del Ángel, armaron maletas y se fueron de gira por Latinoamérica. Lo pensaron cuando arrendaron un galpón céntrico que había sido una fábrica de papas fritas en San José de Costa Rica, pidieron un préstamo, arreglaron el local y lo bautizaron como Teatro El Ángel. Lo pueden haber pensado cada vez que dudaban sobre si regresar o no a Chile, hasta que finalmente volvieron el 31 de diciembre de 1984.

Que eran inseparables, que eran compañeros, que eran mutuamente dependientes. Lo pensaban y lo transmitían sin necesidad de decirlo cada vez que estrenaban una obra juntos. Cuando el humor fino, la capacidad de dibujar rasgos del carácter popular chileno, cierta ternura en los personajes o el esbozo de lo absurdo presentes en las más de 40 obras escritas por él eran magníficamente consumados por ella en el escenario, siempre chispeante y aguda. Una mujer que imantaba al público con su sola presencia y que actuó en más de 200 obras y una veintena de películas y series. Uno de sus roles más memorables: la madrina garabatera en Palomita blanca, de Raúl Ruiz.

Lo deben haber pensado cuando en 2017 él ganó el Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales, el mismo reconocimiento que ella recibiera en 1995. Los dos, a esas alturas, como una pieza clave de la memoria cultural chilena. Pero acaso ese día también pensaron en la felicidad y la desgracia que inevitablemente le pisaba la cola. “Me invade una alegría rara”, dijo él. La misma tarde del anuncio del premio, ella sufrió una caída en la calle que sería el comienzo de un deterioro sin vuelta atrás.

Él, cáncer a la piel; ella, alzheimer avanzado.

“Si uno de los dos se muere, el otro se va a morir un poco también”, había dicho él. O ella. O los dos. Era otra forma de decir lo mismo.

Si los muertos pensaran, acaso esa frase sería la que rumiarían juntos hoy, 7 de marzo de 2020, cuando han partido con pocas horas de diferencia y son velados en ataúdes contiguos, en la sala Antonio Varas del Teatro Nacional Chileno.

“Él es de carne, tú eres de aire”, dice un personaje de Ánimas de día claro a la mujer que en su calidad de espíritu no puede entregarse a su enamorado: un ser del mundo de los vivos. Bélgica y Alejandro fueron de carne por 85 años (él) y 99 (ella). Y por unas poquitas horas uno fue de aire sin el otro. Pero la errata fue reparada velozmente y hoy los versos del valsecito que escuchamos en la obra de 1961 cobran sentido: “Nosotros nos juramos amores con delirio / sea en esta vida o en la eternidad”.

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