Claude Debussy: el gran insolente

por Rodrigo González

por Rodrigo González I 8 Marzo 2018

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Enemigo de la tradición germana y austríaca, Claude Debussy renovó la música del siglo XX apostando al color, a las atmósferas y al placer de las sonoridades nuevas. El 25 de marzo se cumplen 100 años de la muerte del compositor que influyó desde Stravinsky hasta los jazzistas bebop.

por rodrigo gonzález

Alemania, aquella nación de soberbia artillería y magníficos zepelines que ya había humillado a Francia en la guerra franco-prusiana de 1870 a 1871, arremetía nuevamente contra París con un arma del demonio, el llamado “cañón del káiser Guillermo II”. Era marzo de 1918 y sus atronadoras descargas se escuchaban en las calles de la capital francesa. Son las últimas de los germanos, las más mortales. Al mismo tiempo, en una gran casa de dos pisos y antejardín, cerca del Bosque de Boulogne, vive sus últimas horas Claude Debussy, el compositor francés que revolucionó la música del siglo XX al oponerse a la invencible e influyente escuela germano-austríaca. Mejor, al rechazar las sonatas y sinfonías.

La ironía querría que su muerte, el 25 de marzo de 1918, fuera opacada por un contraataque de los germanos. Es decir, por una verdadera sinfonía de disparos, explosiones, muertes y miseria. Su funeral tuvo la sobriedad y la escasa pompa que tal situación de emergencia ameritaba: el detalle fue otra vez sarcástico, considerando que de cierta manera era lo más adecuado para Debussy, eterno enemigo de los fuegos artificiales y el sentimentalismo. Un año después, con Francia victoriosa y Alemania hundida y humillada tras el Tratado de Versalles, Claude Debussy sí tendría lo ritos fúnebres que su estatura artística merecía.

Entró a los 10 años al Conservatorio de París y pasó los 11 siguientes enfadando a sus profesores, rindiendo medianamente en los exámenes y, casi siempre, aprovechando la mejor oportunidad fuera de las clases para tocar el piano como él lo deseaba y no como sus maestros se lo pedían.

En este 2018 se celebran los 100 años de la muerte del compositor francés más influyente de la historia, un artista capaz de liberarse de las armaduras de la tonalidad tradicional, de prever el futuro a través de creaciones que influirían en el minimalismo y el jazz, y de conectar con la literatura y las artes visuales como pocos. Es más, es probable que Debussy le deba más a los poetas simbolistas franceses de la segunda mitad del siglo XIX (varios de ellos, amigos personales) que a sus antecesores musicales.

Precisamente su insolencia y su rechazo a las fórmulas están en la génesis de su genio. Claude-Achille Debussy, nacido el 22 de agosto de 1862 en París, entró a los 10 años al Conservatorio de París y pasó los 11 siguientes enfadando a sus profesores, rindiendo medianamente en los exámenes y, casi siempre, aprovechando la mejor oportunidad fuera de las clases para tocar el piano como él lo deseaba y no como sus maestros se lo pedían. Aun así, pasados los 20 años, obtuvo el Gran Premio de Roma, que era la coronación de los esfuerzos a los mejores alumnos del conservatorio y que se traducía en una estadía de cinco años en la capital italiana, en la Villa Medici.

A Debussy, que difícilmente podía tener interés en la ópera italiana, aquella beca le resultó poco estimulante y es probable que hasta haya desarrollado ciertos arranques de depresión. Solo el encuentro con Franz Liszt y el estudio de los compositores renacentistas Orlando di Lasso y Giovanni Pierluigi da Palestrina le aliviaron su estadía en el sur europeo. Pocos años después retornó a París, donde comenzó a vivir una existencia de bohemia distribuida entre buhardillas de pensiones pobres, presentaciones en cafés y comunión intelectual con los poetas Pierre Louÿs, Stéphane Mallarmé y Louis Verlaine, todos bajo la influencia tutelar de Charles Baudelaire y Edgar Allan Poe. Debussy fue un asiduo lector del cuentista estadounidense y dos de sus obras inconclusas fueron las óperas El diablo en el campanario y La caída de la casa de Usher, basadas en los relatos homónimos de Poe. El trabajo en esta última fue penoso, pues durante sus últimos nueve años de vida bregó incansablemente por concluirla, sin resultados satisfactorios, aquejado por el cáncer colorrectal que lo llevaría a la tumba y con una nociva tendencia a identificarse con el misterioso Roderick Usher del relato original.

De Wagner a Indonesia

Antes de que Debussy entrara por la puerta ancha de la consagración, su figura respondió estrictamente al llamado enfant terrible, al muchacho inadaptado, bastante orgulloso de su talento y dispuesto a echar por la borda cualquier academicismo. Su rechazo a las fórmulas de la música alemana nace de una relación amor-odio hacia Richard Wagner (1813-1883), a quien primero admiró y luego rechazó. Quiso borrar sus influencias en Francia, pero insoslayablemente tomó al menos una enseñanza: su deseo de ir más allá de la melodía tradicional, de las armonías de todos los días y de las notas que los profesores repetían de memoria.

Debussy, como Wagner, expandió los colores de la música, los mezcló de otra forma y pintó un cuadro que nadie sospechaba. Ya no se trataría de crear estructuras con un desarrollo tradicional, sino que apreciar la estructura por sí misma, de solazarse con el color de las notas sin esperar que a uno le contaran una historia a lo Beethoven o a lo Brahms. No por nada, entre sus admiradores se encontraba el escritor Marcel Proust, contemporáneo suyo y también reformador de la tradición. De cierta manera Debussy se puso en la línea más avanzada a la que había llegado Wagner, dejando a un lado el ya gastado uso de la melodía y armonía, para enfatizar sensaciones, timbres, sugerencias, ritmos.

Su utilización de escalas pentatónicas (habituales en la música de Extremo Oriente), la recurrencia de las tonalidades homónimas (tonos mayores y menores al mismo tiempo) o las modulaciones no preparadas (sin un puente armónico, precediendo a lo que haría en los años 50 Charlie Parker con el jazz bebop) son algunas de las características de esta nueva manera de entender la música. O de sentirla, considerando que Debussy siempre se movió en términos intuitivos y no racionales. Porque a Debussy no le interesaba ordenar las notas para lograr efectos dramáticos, como en la tradición romántica que va de Beethoven a Wagner, sino que buscaba ordenarlas (o desordenarlas) por el solo efecto de jugar con ellas, de buscar colores, de saborearlas como un gran gourmet musical.

No dejan de ser sintomáticas las palabras de la soprano escocesa Mary Garden, que cantó el rol central de su ópera Pelléas et Mélisande en el estreno: “Honestamente no sé si Debussy alguna vez amó a alguien. Amó su música y, probablemente, también a sí mismo, pero estaba atrapado en su propio genio”.

A propósito de esta aproximación sensorial, dijo: “El principal objetivo de la música francesa es crear placer”,  todo lo opuesto a las causas perdidas o luchas titánicas por alcanzar a Dios como lo buscó el sufriente Gustav Mahler, su gran contemporáneo austríaco.

Aquel interés en la mezcla desenfadada de colores musicales lo emparentó con el impresionismo en la pintura (etiqueta que nunca le gustó) e hizo que muchos primeros críticos calificaran su obra de superficial, cuando en la práctica estaba abriendo nuevos caminos, lejos de la estructura que todos ya sabían de memoria. El supremo gusto y sensibilidad de Debussy lo movió además a trabajar de manera sutil, lenta, por arrebatos, buscando ideas, sin demasiado cálculo ni orden. No entendía a aquellos metódicos compositores alemanes o austríacos que creaban sinfonía tras sinfonía, enumerándolas, todos los días frente al piano, agendando horas de trabajo, de almuerzo, de trabajo otra vez y de cena. Por el contrario, él trabajaba lento, era disperso y solía dejar para mañana lo que podía hacer hoy.

Tampoco le gustaban demasiado los himnos, ni el recurso fácil a toda orquesta, ni las piruetas en el piano, ni los significados unívocos, ni nada que asociara a énfasis para deleitar a la galería. Al revés: su música es de claroscuros, a medio iluminar, sugerente, con muchos detalles y, sobre todo, con atmósfera y evocación.

Para Pierre Boulez (1925-2016), el gran compositor y director de orquesta francés, sin Debussy no se entiende a alguien como Stravinsky, que desestabilizó el panorama musical del siglo XX con La consagración de la primavera (1913).

La razón es simple. Debussy, que no respetaba la música de sus contemporáneos europeos, bebió de una sola gran copa de influencia: a los 18 años viajó a Rusia como protegido de la condesa y mecenas Nadezhda von Meck, le enseñó piano a sus hijos, fracasó en el intento de casarse con una de las muchachas Von Meck, pero al menos conoció de primera mano la música de Modest Mussorgsky (1839-1881), el malogrado compositor de Cuadros de una exposición. Los timbres y colores desaforados de Mussorgsky dejaron una huella indeleble en su manera de concebir la música.

De vuelta a Francia hubo otro gran acontecimiento que definió su estilo para siempre: en la Exposición Universal de París, la misma donde se presentó la Torre Eiffel, conoció a las orquestas gamelán, conjuntos musicales de Indonesia que contaban con una gran cantidad de instrumentos de percusión. Sus escalas musicales ajenas al canon occidental fascinaron al compositor, que hasta ese momento solo consideraba a Bach como referente.

Verlaine y los amores rotos

De estatura mediana, pelo rizado, ojos pequeños y cabeza en forma de cono (como él mismo se describía), Debussy arreglaba con su buen vestir lo que no tenía en el aspecto físico. El carácter algo hermético e irritable que recuerdan sus compañeros de conservatorio cambiaba totalmente si es que le tocaba cortejar a alguna mujer.

Tras ser despedido por la condesa Von Meck por sus avances con su hija de 16 años, el músico (en ese momento de 24) se fue al otro espectro etario y entabló relaciones con Marie-Blanche Vasnier, soprano 12 años mayor y esposa de uno de sus mejores amigos y mecenas. A ella le dedicó varias canciones inspiradas en poemas de Verlaine, Théophile Gautier y Alfred de Musset.

Grabaciones escogidas de Claude Debussy

Obra completa para piano. Walter Gieseking. (EMI)

El mar. Orquesta Nacional de Francia/Jean Martinon. (EMI)

Pelléas et Mélisande. F. von Stade/R. Stilwell/Filarmónica de Berlín/Karajan. (EMI)

Preludios para piano. Krystian Zimerman. (Deutsche Grammophon)

Preludio a la siesta de un fauno. Filarmónica de Berlín/Herbert von Karajan. (Deutsche Grammophon)

Es la época en que crea su obra más famosa, el Claro de Luna, inspirada en el poema de igual nombre de Verlaine. Luego, ya sobre los 30 años, compone Preludio a la siesta de un fauno, creación para orquesta donde todo suena a media voz, sin ruidos, sin tuttis, sin pirotecnia. La sutileza, ya presente en sus composiciones de piano, también se revelaba en sus orquestaciones. Si Stravinsky cambió paradigmas con obras que eran terremotos sinfónicos, Debussy lo hizo desde la sugerencia y las atmósferas.

Con las mujeres, eso sí, no habían demasiadas sutilezas. Tras el affaire Vasnier vendría su relación con Gaby Dupont, una chica bastante menos refinada que Madame Vasnier, con quien estuvo 10 años y a la que engañó varias veces con la cantante Thérèse Roger (“que canta como un hada”, según él). En 1899 pareció que su vida sentimental se enrielaba al comprometerse con la modelo Rosalie “Lilly” Texier, pero en 1904 la dejó por Emma Bardac, otra soprano de ojos claros. Bardac, como Debussy, tenía 42 años y era casada. Rosalie, avejentada antes de tiempo e incapaz de tener hijos, cayó en la desesperación absoluta y se pegó un tiro en la Plaza de la Concordia. Lilly sobrevivió, Debussy la fue a ver al hospital para cerciorarse que se recuperaría y luego escapó a Londres junto a Emma Bardac, donde finalizó los trámites del divorcio con Lilly.

Es probable que los franceses nunca le perdonaran el escándalo y la infamia con Rosalie a su compositor más ilustre, pero al menos su estadía en la capital británica sirvió para que completara El mar, su obra maestra en el campo orquestal.

De comportamiento impredecible, Debussy recién pudo lograr una vida regular con Emma Bardac, quien era hija de un banquero. Ella le dio su única hija, Claude-Emma Debussy, a la que el compositor llamó con cariño “Chou-Chou”. No dejan de ser sintomáticas las palabras de la soprano escocesa Mary Garden, que cantó el rol central de su ópera Pelléas et Mélisande en el estreno: “Honestamente no sé si Debussy alguna vez amó a alguien. Amó su música y, probablemente, también a sí mismo, pero estaba atrapado en su propio genio”.

Quizás la historia más certera acerca de la naturaleza inasible del compositor está en sus propias palabras. Proust, que tenía particular debilidad por las creaciones del autor de los Preludios para piano, organizó una vez una fiesta en su honor. Llegó la flor y nata de la burguesía intelectual de París, menos el compositor. Tiempo después, Debussy le explicaría a Proust: “Así es como estoy hecho”.

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