El urinario que cambió la historia del arte cumple 100 años

por Matías Hinojosa

por Matías Hinojosa I 6 Abril 2017

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En abril de 1917 Marcel Duchamp compró en una ferretería el urinario que luego envió, con seudónimo, a la exposición que organizaba en Nueva York la Sociedad de Artistas Independientes. El shock fue inmediato –la pieza fue rechazada–, pero su influencia dura hasta nuestros días: además de resultar desconcertante que un objeto de uso cotidiano y realizado en serie entrara en el museo, el urinario cambió la noción de gusto y los valores que nos permiten distinguir qué es arte y qué no.

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En 1913, ensamblando la rueda de una bicicleta sobre la superficie de un taburete, Marcel Duchamp dio forma a su primer ready-made. Este término, que fue acuñado por el artista recién en 1915, designa una forma de arte que vino a cambiar para siempre las reglas del juego, planteando que cualquier objeto podía convertirse en arte. El gesto de Duchamp, que hasta 1912 se había dedicado a la pintura de caballete, marca su renuncia a la creación plástica dirigida exclusivamente a la vista (arte retiniano), articulando desde entonces una obra cuya ambición es el intelecto. Tras la aparición de Rueda de bicicleta, su búsqueda prosiguió con los ready-made Portabotellas, Peine, Un ruido secreto y Trampa. Pero fue en abril de 1917, con su famoso urinario titulado La fuente, cuando sus artefactos lograron el remezón definitivo, al intentar exponer este objeto en una muestra de arte moderno.

“El hecho de que el señor Mutt realizara o no La fuente con sus propias manos carece de importancia. La eligió. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado utilitario desapareció bajo un título y un punto de vista nuevo. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”, se leía en la editorial del segundo número de la revista The Blind Man, publicada un mes después de la exhibición.

“No me comportaba en absoluto como un pintor que presenta un cuadro, que quiere que lo acepten y que, a continuación, quiere que lo alaben los críticos”, señaló Duchamp a Pierre Cabanne en 1966, consultado por el alboroto ocasionado por su urinario dentro de la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York, quienes rechazaron exhibir su obra en la primera exposición anual organizada por el grupo.

El artista, que había ayudado a fundar aquella organización y que además fue jurado de la muestra, envió el urinario de cerámica de manera secreta, firmándolo con el seudónimo de R. Mutt. “Las autoridades oficiales no sabían que lo había mandado yo; firmé con el nombre de Mutt precisamente para evitar que intervinieran los aspectos personales. Pusieron La fuente sencillamente detrás de un panel y no supe dónde estaba mientras duró la exposición. No podía decir que era yo quien había presentado ese objeto, pero creo que los organizadores lo sabían por rumores. Nadie se atrevía a mencionarlo. Reñí con ellos y luego me retiré de la organización”, contó Duchamp a Cabanne en sus conversaciones.

El impacto de La fuente, como suele ocurrir con los actos de esta naturaleza, no fue comprendido inmediatamente. Hubo que salir a explicar el chiste. “El hecho de que el señor Mutt realizara o no La fuente con sus propias manos carece de importancia. La eligió. Cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado utilitario desapareció bajo un título y un punto de vista nuevo. Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”, se leía en la editorial del segundo número de la revista The Blind Man, publicada un mes después de la exhibición, donde Duchamp y un grupo de dadaístas emprendieron una acalorada defensa de la obra, dejando así constancia del hecho y del concepto que la motivaba.

El urinario constituye un punto de inflexión en el camino hacia la desmaterialización del arte. Pese a tratarse todavía de objetos, la estimación de los ready-mades pasa fundamentalmente por una anulación de los criterios estéticos. No es posible observar su envergadura desde una perspectiva plástica, pues su valor se revela en un plano superior al artefacto. Como escribe Octavio Paz en Apariencia desnuda: “Sería estúpido discutir acerca de su belleza o su fealdad, tanto porque están más allá de belleza y fealdad como porque no son obras sino signos de interrogación o de negación frente a las obras. El ready-made no postula un valor nuevo: es un dardo contra lo que llamamos valioso. Es crítica activa: un puntapié contra la obra de arte sentada en su pedestal de adjetivos”.

 

duchamp

 

Esta subversión también fue una arremetida contra la vieja idea del creador y la necesidad de una obra de arte manufacturada. Formas, colores y texturas no eran importantes para Duchamp, ya que el valor de una obra se juega en el significado que encierra el acto del artista. Con este predominio de lo intelectual por sobre lo plástico, el francés pretendía revitalizar los valores que se habían perdido durante el período romántico, cuando el arte deviene en una expresión del espíritu individual en desmedro de una manifestación que históricamente había sido simbólica. “Hay una gran diferencia entre una pintura que solo se dirige a la retina y una pintura que va más allá de la impresión retiniana (una pintura que se sirve del tubo de colores como de un trampolín para saltar más lejos). Esto es lo que ocurre con los religiosos del Renacimiento. El tubo de colores no les interesaba. Lo que les interesaba era expresar su idea de la divinidad, en esta o aquella forma. Sin intentar lo mismo y con otros fines, yo tuve la misma concepción: la pintura pura no me interesa en sí ni como finalidad. Para mí la finalidad es otra, es una combinación o, al menos, una expresión que solo la materia gris puede producir”, afirmó Duchamp en una entrevista.

“En el comienzo estuvo Duchamp; casi podría decirse que fue el mito de origen, y como todos los mitos, no se limitó a dar el movimiento inicial sino que realizó todo el camino que no queda más que seguir recorriendo de ida y vuelta”, señala César Aira en su ensayo “Sobre el arte contemporáneo”.

Esta toma de posta con la tradición encarnaba indudablemente una paradoja: el artista que más lejos había llevado los contornos del arte moderno, punta de lanza de las llamadas vanguardias de principios del siglo XX, era quien reivindicaba al mismo tiempo un rescate de esa perspectiva clásica del arte. Este juego de contrarios (afirmar a través de la negación) es una actitud típicamente duchampiana. Como Cervantes desarticulando la novela de caballería por medio de la adquisición de sus códigos al escribir el Quijote, Duchamp hace lo propio insertándose en el arte de vanguardia, llevándolo hasta un extremo, para así poder negarlo.

Como puede desprenderse de sus afirmaciones, el rechazo al arte retiniano no era absoluto. Por el contrario, defendía a los artistas, como lo demuestra su opinión sobre los pintores del Renacimiento y su filiación con el movimiento surrealista, que eran capaces de trascender la expresión puramente visual. Se oponía, antes que a la obra retiniana, a la obra vacía de concepto. Como le dijo a Cabanne: “Para que algo me guste, no es que tenga que ser muy conceptual. Lo que no me gusta es lo no-conceptual por completo, que es lo puramente retiniano; eso es algo que me irrita”.

Los ready-mades incluso debían cumplir con cierta condición retiniana. Con el propósito de echar por tierra las categorías dominantes del gusto (que para Duchamp implicaba siempre un aspecto negativo, porque constituía la repetición de modelos previamente aceptados), estos objetos tenían que rehuir la contemplación del espectador. En otras palabras: pasar desapercibidos a la vista. Otra cita del libro de Cabanne: “Es muy difícil escoger un objeto, porque al cabo de 15 días o te gusta mucho o lo aborreces, hay que llegar a algo de tal indiferencia que no sientas ninguna emoción estética. La elección de los ready-made se basa siempre en la indiferencia visual y, al tiempo, en la ausencia total de buen gusto o de mal gusto”.

Por otra parte, además de esta pretendida neutralidad estética, otra condición regía en su selección: pese a su insignificancia cotidiana o quizás justamente por ello, era preciso que estos artefactos ocasionaran un shock. El arte que no cumplía con esto no valía la pena. Para Duchamp, las obras fundamentales de los grandes pintores de la historia tenían como punto común esta característica. Aquellas que no eran chocantes conformaban el “relleno” dentro de la producción de un artista.

Este último elemento, al cual se podría adjudicar buena parte del reconocimiento que tiene su obra fuera del circuito del arte, fue la lección que mejor atendieron los artistas que siguieron su estela a partir de la segunda mitad del siglo pasado, cuando sus planteamientos comenzaron a irradiar. El llamado arte contemporáneo vive en esta permanente carrera por afectar las sensibilidades, cada vez menos vulnerables, de los espectadores. A veces, hasta deviniendo en su peor expresión: el shock por el shock.

Pero a un siglo de la aparición de La fuente, el acto de Duchamp sigue allí, incombustible. Así lo expresa al menos César Aira en su notable ensayo “Sobre el arte contemporáneo”: “En el comienzo estuvo Duchamp; casi podría decirse que fue el mito de origen, y como todos los mitos, no se limitó a dar el movimiento inicial sino que realizó todo el camino que no queda más que seguir recorriendo de ida y vuelta”.

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