La experiencia estética

por Federico Galende

por Federico Galende I 17 Septiembre 2016

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En Dadá, el cambio radical del siglo XX, Jed Rasula, emprende un recorrido fascinante por el movimiento vanguardista. Armado a partir de biografías breves de Tristan Tzara, Hans Arp, Hugo Ball y Janco, entre otros, con el correr de las páginas esta investigación acuciosa se convierte en un material literario tan bien preparado como servido, que deja al lector en condiciones de recorrer las calles de Zürich, Berlín, París o Nueva York como si fuese uno más de sus personajes.

por federico galende

En la portada aparece en blanco y negro una foto, en la foto dos hombres toman a un tercero que hace equilibrio en el aire. La pirueta no da la impresión de ser muy osada, pero traza en conjunto la imagen de una pirámide enclenque que está a punto de venirse abajo: los rostros de Hans Arp y Hans Richter sonríen mientras sostienen a Tristan Tzara. Y el rostro de este, juvenil y redondo, habla de su precocidad: se había acostumbrado desde que dejó su Rumania natal a ser el benjamín de la tribu. No le importaba que sus compañeros fueran más grandes que él ni haber tenido apenas 15 años la noche en la que llegó a alojarse en la pensión Altinger, la misma que su compatriota Janco, en la Zürich neutral durante la Primera Guerra Mundial.

La pensión quedaba a cuadras del viejo café que Hugo Ball había arrendado a un marino de Holanda con el fin de levantar allí un cabaret, el delirante Cabaret Voltaire, donde un grupo de amigos reunidos en torno a una dama que tenía dos mariposas tatuadas en sus nalgas improvisaba un espectáculo de variedades y en el que Tzara leía ante un público reducido poemas que iba extrayendo de los bolsillos. El viaje se lo habían pagado sus padres para evitarle el servicio militar (los judíos estaban obligados a realizarlo, pese a que en Rumania no se les reconocía la nacionalidad) y antes de llegar a Suiza, donde todo empezó, ya se había inclinado por esta vida de poeta atípico y payaso algo desventurado. Lo segundo quedaría plasmado en el seudónimo que escogió para sí mismo: Tzara es la traducción fonética de tara, que en Rumania significa “patria”, en circunstancias en las que Tristan, nombre de su poeta preferido Tristan Corbière, alude también a “triste”. Tristan Tzara, triste en su patria.

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La patria en la que Tzara estaba triste iba quedando por suerte cada vez más atrás, aunque por la mirada que aparece en la foto, había una porción de su tierra que el poeta todavía echaba de menos. La foto ilustra la portada de la edición castellana de Dadá, el cambio radical del siglo XX, escrito por Jed Rasula, quien a lo largo de casi 400 páginas despliega un fascinante ensayo novelado sobre la génesis imprecisa del mítico movimiento. El libro transcurre a través de un puñado de biografías breves bien calibradas, que se van montando unas encima de otras o cruzándose entre sí.

El autor esboza esas biografías, que a ratos asoman más bien como perfiles, por medio de frases vivaces y desaliñadas, soltadas un poco a la rápida, como si con ese método de desmoldes apresurados estuviera convencido de transferir al lector un conjunto de anécdotas fragmentarias más reales o inmediatas. Y es que la gracia de Rasula consiste precisamente en eso: en convertir una investigación acuciosa en un material literario tan bien rumiado como servido, que deja al lector en condiciones de recorrer las calles de Zürich, de Berlín, de París o de Nueva York como si fuese uno más de sus personajes.

A pesar de que en lugar de respetar una línea temporal los capítulos estallan o chocan entre sí, como si operaran a combustión o por medio de anécdotas que cesan y continúan, que se deshilachan en una página para volver a aparecer más adelante o para retroceder hacia una escena anterior, el libro tiene un principio y un final: comienza con las giras de los excéntricos Hennings y Ball tratando de atraer con sus números de vaudeville a una Europa concentrada en la crueldad de la guerra y se cierra con la pregunta acerca de si toda esta historia tuvo alguna vez algo de cierto.

La pregunta no está de más en un contexto en el que todas las vanguardias de principios del siglo pasado, con el dadaísmo a la cabeza, adolecieron de un ahora preciso. Mejor, su historia fue reconstruida de pronto por la imaginación,  una imaginación que terminó inventándolas en retrospectiva, cuando ya ni siquiera existían.

Contra esas fabulaciones, la fórmula de Rasula no es proponer otra verdad, como si el pasado reconstruido tuviese un reverso o una faz literal que debe ser revelada, sino invitar a una lectura que se funda más en los animados cuadros de vida que el libro va describiendo, que en las teorías que insisten en compartimentar esas prácticas con el fin de devolverlas a una corriente estética en particular. Esto explica su proceso, consistente en que el tema propuesto termina por coincidir con el medio expresivo que el autor emplea para abordarlo. Quizá por esto las frases de Rasula se precipitan sin dar la impresión de responder a un plan previo o un guión premeditado, como si nacieran ya contagiadas por la reunión libre de materiales, cuerpos y prácticas que enumeran.

La tesis del libro, si hubiese que atribuirle una, es que ese conjunto de cuerpos, prácticas y materiales debe ser comprendido más como piezas de una experiencia estética heterogénea que como elementos de esa corriente prolija y afinada que en los manuales de historia del arte fue calificada con el nombre de dadaísmo. Se supone que lo que había nacido un día de 1916 en Suiza, por entonces inmune a la guerra a la que un Freud preocupado dedicaba ese mismo año sus reflexiones sobre el duelo y la melancolía, y Benjamin un conocido ensayo sobre la aflicción de la lengua humana, era un microbio distraído y vigente que se propagaría primero por la Alemania de Weimar para deambular por el resto de Europa después y por Nueva York al final.

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El microbio (la palabra la usó Tzara en el Manifiesto de 1918, escrito a dos años de que el Cabaret Voltaire se cerrara) había partido por introducir una típica guerrilla cultural de tocadores y gabinetes en el corazón solemne de la Primera Guerra. Y ahora se ramificaba por el planeta a caballo de contorsionistas, faquires, funámbulos, tragasables, un pianista y una cantante que compartían un solo objetivo: decir que “no” a todo. Ese “no”, por supuesto, podía ser tan enfático como un “sí”. Lo interesante es que “cuando ese sí-no se cargó de electricidad como una corriente alterna –escribe Rasula–, demostró ser ingobernable y desbarató todos los esfuerzos de inventores y patrocinadores por canalizar la contradicción hacia un resultado mínimamente predecible”.

En realidad, era difícil pensar en un resultado cuando la misma palabra que llegó para designar esa experiencia estética –la palabra dadá– podía aludir tanto al rabo de una vaca sagrada en una tribu remota de África, como a un sí-sí enunciado en rumano o en ruso o a una madre o un cubo en ciertas regiones de Italia. La palabra, dicho en breve, no significaba nada: era una papilla tan etérea como el movimiento al que refería, una suerte de espantapájaros indiferente, sembrado en la encrucijada de una catástrofe, como insinuó Hugnet.

Los artistas que formaron parte del movimiento desde el primer día (Ball, Hennings y Tzara, entre otros) no tardaron en emigrar a Berlín cuando en Zürich fue clausurado el Voltaire, donde se les sumaron artistas de la talla de Hans Richter, Hans Arp, Heartfield o el mismo George Grosz. La fundación del célebre Club Dadá, tan repentina y fugaz como casi todos los emprendimientos del grupo, no podía no coincidirse con un remolino tan enérgico como creativo, que se abría paso entre los soldados que comían salchichas sentados encima de sus tanquetas, los crímenes seriales que proliferaban en la Alexanderplatz, los emigrados rusos que anhelaban los tiempos del Zar, el cine expresionista de Murnau o Fritz Lang y el trabajo de los constructivistas que comenzaban a llegar desde Moscú.

Detrás de las performances realizadas en el Club Dadá se ocultaba un hombre discreto al que Rasula destina páginas memorables. El hombre era Rudolf Laban, un coreógrafo austríaco de origen húngaro que, anexando las experiencias de los bailes árabes y negros, de donde provenían muchas de las máscaras que Janco diseñaba para los actores y varios de los objetos orientales que poblaban el imaginario dadá, trabajaba para emancipar la danza de la esclavitud a la que había sido sometida tradicionalmente por los dictados del drama. Las coreografías que ahora preparaba para los dadá liberaban la exigencia expresiva de toda atadura a la música y anudaban los cuerpos a un uso libre del espacio y el movimiento. En 1936 cometería el “pequeño” error de componer la coreografía para la inauguración de los Juegos Olímpicos de Berlín, donde la notación particular de sus danzas (la cinetografía, pariente de la biomecánica que en la URSS había sido desplegada por Meyerhold) no parecía tener mucho que ver con la estetización del cuerpo de las masas de las que ese mismo año hablaba Walter Benjamin y que verían con precisión la luz en el cine de Leni Riefenstahl. Pero en el libro de Jed Rasula esto ya no aparece y las intrigas que siguieron a ese debate entre los modos de juntar los cuerpos fue ya suficientemente merecedora de otros ensayos y otras teorías.

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