Violeta Parra por sí misma

Materiales de mi canto es un recorrido en primera persona por la vida de la cantautora. A través de extractos de entrevistas, relata aquí aquellos pasajes biográficos que determinaron su camino artístico, dando a conocer también sus ideas y perplejidades en torno a la creación, la música y la sabiduría del campo chileno. Lanzado recientemente por Editorial Alquimia, cuando todavía se celebran los cien años de su nacimiento, compartimos a continuación una selección de estos fragmentos.

por Violeta Parra I 24 Noviembre 2017

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[Yo] vivía en Malloa, un pueblito situado por Chillán hacia el interior. Malloa era un pueblo perdido en el campo, casi incomunicado con el resto de Chile; solo un camino real lo unía con Chillán y había media hora a caballo yendo a galope tendido, y más de dos horas si se iba al paso.

 

 

Mi padre, aunque profesor primario, era el mejor folclorista de la región y lo invitaban mucho a todas las fiestas. Mi madre cantaba las más hermosas canciones campesinas mientras trabajaba frente a su máquina de coser; era costurera.

 

 

Mi primera expresión de actuación en público fue un día en que yo me di cuenta de que no había dinero para alimentarnos. Tomé mi guitarra (no tendría más de once años) y junto con mis hermanos menores salí a cantar al pueblo provista con una canasta.

 

 

Musicalmente yo sentía que mis hermanos no iban por el camino que yo quería seguir, y consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme. Yo tenía veinticinco canciones auténticas. Él hizo la selección, y comencé a tocar y cantar sola.

 

 

Mi primer trabajo: el canto, un pájaro silvestre que trata de cantar. Nunca satisfecha conmigo. Le pregunté a mi hermano por qué. Él es poeta y matemático; está en el centro, lo sabe todo. Él me mostró el camino verdadero, el del folclor.

 

 

Gracias a doña Rosa Lorca y a otras ancianas de la región recopilé quinientas canciones de los alrededores de Santiago y volví donde Nicanor con tonadas, parabienes, villancicos, además del canto a lo divino y a lo humano, y con las danzas campesinas el pequén, la refalosa y la cueca.

 

 

Tengo cajas llenas de cintas magnéticas grabadas en el campo con canciones interpretadas por los campesinos a los que acompaño con guitarra.

 

 

Cuando me iba a imaginar yo que al salir a recopilar mi primera canción, un día del año 53 a la comuna de barrancas, iba a aprender que Chile es el mejor libro de folclor que se haya escrito.

 

 

He buscado el folclor chileno en cada rincón del campo, de los pueblos, de las montañas; he grabado cerca de doscientos cantos. Estuvo bien: descubrí a mi pueblo. Desde entonces ya no tengo complejos, ni problemas ni preocupaciones. Ahora continúo con las personas. Cada persona me da la fuerza para trabajar, y es para mí como una flor. Me gusta toda la gente: hablarles, verlos vivir, escucharlos.

 

 

Trabajando como investigadora musical en Chile, me di cuenta de que la modernidad ha matado la tradición musical del pueblo. El arte popular se está perdiendo entre los indígenas, y en el campo pasa lo mismo. Los campesinos compran nylon en vez del encaje que antes ellos mismos fabricaban. La tradición es casi un cadáver.

 

 

En el arte me atrevo a todo: dialogar con una aguja, una guitarra un pincel o papel maché. Hay que probarlo todo, tener el valor de buscar todos los lenguajes.

 

 

Sentí la necesidad de bordar cuando estuve enferma, teniendo que quedarme en cama ocho meses. Y pensé que no podía quedarme en la cama sin hacer nada. Un día vi lana y un pedazo de tela, y me puse a bordar cualquier cosa, pero la primera vez no salió nada.

 

 

A veces, mientras realizo una arpillera una melodía me viene de pronto a la cabeza. Entonces me detengo, agarro la guitarra, y la melodía brota con la misma facilidad que… ¡si estuviera preparando sopa! Antes, cuando componía únicamente para guitarra, dibujaba con líneas y puntos para acordarme de las melodías, y podía releer esos dibujos que imaginaba.

 

 

La primera vez que vine a Europa, me sentí así de pequeñita, tuve vergüenza. Regresé a mi país para crecer un poco, a la escuela, para poder responder las preguntas. Para mí, la escuela es mi pueblo. Porque a la otra, con pupitres, no fui nunca: ¡tenía demasiado frío en los pies!

 

 

La Peña de los Parra es de una importancia incalculable para la difusión de la música chilena. Aquí llegan tanto el obrero como el ministro. Lo malo es que mis hijos salieron menos comerciantes que la mamá, que es cero comerciante. Ellos pagan el personal encargado de atender, y quedan con las patas y el buche.

 

 

Para mí no hay nada más hermoso que las cosas rústicas, quiero emplear todo lo que la naturaleza da y emplearlo tal como de ella nace.

 

 

La mayor penuria de un creador es hacer y guardar lo hecho en los cajones. El creador no debe mendigar jamás la oportunidad de ser oído. Y cuando se nos cierran tantas puertas, cuando hay tanta burocracia y tanta imbecilidad trotando por las calles y pintando sus uñas en las oficinas, hay que tratar de encontrar un medio, de inventar un medio para hacerse escuchar y comprender.

 

 

Hay días en que no hago nada con la guitarra, nada en tapiz: días en que no hago nada de nada, ni siquiera barro y no quiero ver nada. Entonces pongo mi cama delante de la puerta, y me voy… me pongo triste porque siento que no logré transmitir la vida a través de mi trabajo. Y la vida es más potente que una tela.

 

Materiales de mi canto, Violeta Parra (selección, edición y notas: Felipe Reyes), Editorial Alquimia, 2017, 80 páginas, $9.000.

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