Textos carcelarios

Esta es la historia de un médico penquista que, por temor a la Inquisición, fue obligado a volverse cristiano. Pero no duró mucho: Francisco Maldonado de Silva abrazó la ley de Moisés y, tras ser delatado por su propia familia, fue enviado a una cárcel secreta de Lima para ser juzgado por el tribunal eclesiástico. Allí, como posteriormente lo harían Cervantes o Gramsci, escribiría su doctrina en “muchos remiendos de papelillos que juntaba”. No abundan por estas tierras casos como este, donde el coraje se conjuga con la convicción y el amor a la letra con la fe religiosa.

por Gonzalo Peralta I 10 Abril 2018

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Existe una antigua tradición literaria, tan persistente y venerable como el ejercicio mismo de las letras: la escritura carcelaria. Cervantes languidece en la cárcel Real de Sevilla y escribe los primeros trazos del caballero imposible. Sade redacta en La Bastilla los infortunios de la virtuosa Justine. Wilde, desde la cárcel de Reading, examina minucioso los eventos que lo llevaron a ese amor trágico y vergonzante. Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel devela los mecanismos del poder fascista desde las entrañas de la bestia. La escritura carcelaria está determinada, qué duda cabe, por las condiciones de encierro.

La privación de libertad y, en muchos casos, el sufrimiento extremo y cotidiano, marcan esta escritura en sus temas y estilos. Pero las condiciones materiales, tan limitadas y angustiosas, estrechan las posibilidades mismas de escribir. Falta de tiempo y espacio, de luz, de los materiales más elementales, muchas veces la prohibición expresa de escribir, producen obras singulares. Remiendos, miniaturas, camuflajes y contrabandos que marcan el contenido y la forma del libro. Aquí el contexto es ineludible. En la mayoría de los casos, los escritores carcelarios se afanan en testimoniar la dura experiencia. Más aún en la prisión política, donde la denuncia se impone como un deber. La dictadura de Pinochet fue pródiga en estas producciones, cruce de informe político y bitácora infernal. Sin embargo, hay algunos autores, pocos en este ámbito, que escriben de otra cosa, como si pretendieran escapar de la atroz rutina mediante textos ajenos a ese dolor. De esta índole es el primer libro escrito en la cárcel del que se tenga registro en nuestra historia.

De la Biblia a la Torah

Valladolid, España, fines de 1884. El erudito historiador y polígrafo chileno José Toribio Medina desciende los escalones de un remoto sótano del castillo de Simancas, vetusta fortaleza que gasta sus piedras desde la época de los romanos. En sus palabras: “Dentro de aquellos muros, en un subterráneo lóbrego y húmedo, verdaderamente fúnebre, oliendo a cadáver putrefacto”, encuentra un tesoro invaluable y estremecedor: los papeles de la Inquisición de todas las colonias del imperio español. Estos documentos estaban perdidos desde la abolición de ese tribunal. Más aún, nunca habían salido a la luz pública, en vista del carácter secreto de los procesos inquisitoriales y de la pretensión del Santo Oficio de condenar a sus víctimas “al eterno olvido, contra su memoria y fama”. De estos documentos terribles rescata el proceso judicial levantado contra del bachiller Francisco Maldonado de Silva, médico penquista y judío quemado en la hoguera de Lima.

En Chile –valga la aclaración– nunca hubo tribunal de la Inquisición. La sede estaba en Lima, y aquellos desventurados compatriotas que padecieron este tribunal, fueron juzgados y castigados en el Perú.

El bachiller Francisco Maldonado de Silva se había establecido en la ciudad de Concepción en las primeras décadas del 1600, donde ejercía como cirujano. Era hijo del licenciado Diego Núñez de Silva, médico portugués de origen judío, quien descubierto por la Inquisición, había abjurado del judaísmo para abrazar la fe de Cristo. Por ello el joven Francisco había sido bautizado cristiano, cumpliendo escrupulosamente los mandamientos de la iglesia católica hasta sus 18 años. Pero entrando en la edad adulta, comenzó a dudar de algunas enseñanzas y le pidió a su padre que lo instruyera en la Torah.

Conmovido por las ansias del muchacho, el padre le reveló cómo había continuado practicando la fe en secreto. Desde entonces, auxiliado por el estudio de la Biblia y de los profetas, el joven Francisco se fue apartando de la ley de Jesucristo para abrazar la ley de Moisés. Padre e hijo fueron cristianos en la forma, pero judíos en el fondo, guardando para ellos el peligroso secreto. Ya habiendo avanzado en la formación judaica, el padre murió, dejando al hijo como único heredero de su fe clandestina. Agobiado por este secreto, en un viaje hecho con su hermana Isabel a unas termas cerca de Santiago, el joven médico se animó a confidenciarle el secreto familiar.

El desconcierto de la hermana fue tan grande como su terror. La pobre mujer replicó que a los judíos los quemaba el Santo Oficio y que la fe de Cristo era la más santa y buena. Ante aquello, Francisco respondió que el cristianismo era simple idolatría, y que “el decir que la Virgen había parido a Nuestro Señor era mentira, porque no era sino una mujer que estaba casada con un viejo y se fue por ahí y se empreñó…”.

Abrumada por la terrible revelación, Isabel descargó su conciencia en otra hermana, soltera y beata de la Compañía de Jesús, la cual no halló mejor auxilio para sus angustias que su confesor. Este, como era de esperar, la conminó a declarar ante el comisario del Santo Oficio. Interrogada por el funcionario inquisitorial, la mujer afirmó que había visto a su hermano Francisco ayunar y no comer carne, diciendo que estaba enfermo, pero que a ella le parecía cosa de judíos. Y que sus sospechas aumentaron porque algunos sábados su hermano se ponía camisa limpia. Con estos antecedentes, Francisco Maldonado de Silva fue mandado encarcelar con secuestro de bienes el 12 de diciembre de 1626.

Acto seguido, recitó de memoria largos pasajes de la Biblia para sostener sus actuaciones sobre la base de la más firme y santa de las fuentes bibliográficas. Los inquisidores quedaron estupefactos ante una doble revelación. El desparpajo suicida del reo al admitir su judaísmo y su vasta erudición en los textos sagrados.

El reo fue enviado a las cárceles secretas de la Inquisición de Lima y el 23 de julio de 1627 comenzaron los interrogatorios de los inquisidores. El prisionero declaró sin tapujos su condición de judío, afirmando que ayunaba en la cárcel todos los días, menos los sábados, todo por devoción a la ley de Moisés. Acto seguido, recitó de memoria largos pasajes de la Biblia para sostener sus actuaciones sobre la base de la más firme y santa de las fuentes bibliográficas. Los inquisidores quedaron estupefactos ante una doble revelación. El desparpajo suicida del reo al admitir su judaísmo y su vasta erudición en los textos sagrados.

Comenzó entonces un verdadero desfile de calificadores del Santo Oficio: catedráticos, canónigos, maestros y lectores en teología, todos ellos afanados en convertir al terco Francisco Maldonado de Silva a la fe católica. Incluso se podría aventurar que Maldonado asistió durante su prisión a la más excelente escuela de teología, adelantando en sus estudios bíblicos en constantes controversias con los más afamados teólogos del hemisferio, haciendo así de sus verdugos sus maestros.

Para hacer una mejor defensa y en la promesa de que si lo convencían de las bondades del cristianismo, abandonaría a Jehová por Jesucristo, pidió libros y papel para redactar sus dudas teológicas. Los inquisidores, en la obligación de convertir al judío, le proporcionaron esos materiales. Así, por largo tiempo, Maldonado de Silva fue escribiendo su doctrina religiosa, en combate singular contra una legión de canónigos. Como evidencia del interés religioso de las argumentaciones, su abogado simplemente renunció a su defensa y el reo concluyó por hacerla él mismo. Es que no era un juicio, era una larga controversia teológica sostenida en bibliografía de consulta, discusiones de expertos teólogos y escritura de textos especializados.

A cierta altura de la controversia, los inquisidores fueron perdiendo las esperanzas de convertir al contumaz. En audiencia celebrada en enero de 1633, los calificadores de la Inquisición afirmaron que: “Pedía libros y papel para escribir sus dudas y dándosele todo y escrito el reo muchos cuadernos, que todos se mostraron a los calificadores, y quedan con los autos, y al cabo de las dichas disputas se quedó el reo en las mismas pertinencias que antes, habiendo pedido las dichas disputas más para hacerme ver ostentación de su ingenio y sofisterías más que con deseo de convertirse a nuestra santa fe católica”.

Camino a la hoguera

Tras seis años de disputas teológicas, los inquisidores habían capitulado. El 26 de enero de 1633 Francisco Maldonado de Silva fue condenado a ser relajado al brazo secular. Esta curiosa denominación refiere a que la Iglesia entregaba al reo a la justicia civil, para que ella y no la religión, lo quemara vivo en la hoguera.

Enervado y casi delirante, el judío cayó enfermo, agravando los tormentos propios de ese encierro con sus constantes ayunos y penitencias, alimentándose de una mazamorra de harina y agua que lo dejó al borde de la muerte. Según consta en el proceso: “Se debilitó de manera con que no se podía rodear de la cama, quedando solo los huesos y el pellejo, y ese muy llagado”.

Así llegó la fecha del martirio, el 23 de enero de 1639. Ese día la ciudad de Lima parecía adornada para una fiesta. Los habitantes se aglomeraron en las calles por donde iba a pasar la procesión, pues el elaborado protocolo de estas carnicerías provocaba sensación.

Reducido a un obstinado esqueleto, le fue negado el acceso a libros y papel. En esas condiciones, el 12 de noviembre de 1638 se efectuó la decimotercera y última discusión teológica entre el judío y los inquisidores. Por más de tres horas disputó con un triunvirato de doctos padres jesuitas. Según el expediente, cuando esta última controversia finalizaba, Francisco Maldonado de Silva “al levantarse del banquillo, sacó de la faltriquera dos libros escritos de su mano, en cuartilla, y las hojas de muchos remiendos de papelillos que juntaba, sin saberse de dónde los había, y los pegaba con tanta sutileza y primor que parecían hojas enteras, y los escribía con tinta que hacía de carbón, y el uno tenía ciento tres hojas y el otro más de ciento, firmados de una firma que decía ‘Helí Judío, indigno del Dios de Israel, por otro nombre Silva’”.

Así llegó la fecha del martirio, el 23 de enero de 1639. Ese día la ciudad de Lima parecía adornada para una fiesta. Los habitantes se aglomeraron en las calles por donde iba a pasar la procesión, pues el elaborado protocolo de estas carnicerías provocaba sensación. El magnífico despliegue iba encabezado por una muchedumbre de curas y cruces, y tras estos venían los condenados: hechiceros, bígamos y herejes, más otros sentenciados al azote, llevando una gruesa soga atada al cuello, y al final los condenados a la hoguera, con trajes adornados con demonios, serpientes y dragones.

Llegados al tablado de la ejecución, los infelices comenzaron a flaquear en un atroz espectáculo de miseria humana. Un tal Antonio de Espinoza se quiso retractar, otro llamado Juan Rodríguez se hizo el loco; otro más, Tomé Cuaresma, pidió misericordia a gritos… y por fin Francisco Maldonado de Silva, flaco, encanecido, con la barba y el pelo largos, apareció luciendo atados a su cuello todos los libros que había escrito en presidio.

Llegados al tablado de la ejecución, los infelices comenzaron a flaquear en un atroz espectáculo de miseria humana. Un tal Antonio de Espinoza se quiso retractar, otro se hizo el loco y uno llamado Tomé Cuaresma pidió misericordia a gritos… y por fin Maldonado de Silva, flaco, encanecido, con la barba y el pelo largos, apareció luciendo atados en su cuello todos los libros que había escrito en presidio.

Concluida la relación de las causas, el viento rompió el telón del tablado, justo frente a Maldonado de Silva, quien exclamó enardecido: “Esto lo ha dispuesto así el Dios de Israel para verme cara a cara desde el Cielo”. Acto seguido, fueron llevados al quemadero, acompañados de muchos religiosos que les iban predicando mientras eran conducidos a las llamas. Asistió el alguacil mayor de justicia, los ministros y el escribano público, quien no se apartó hasta que el secretario dio fe de como quedaron convertidos en cenizas.

José Toribio Medina trajo a Chile las copias de los procesos de la Inquisición en América. De este enorme trabajo archivístico compuso una serie de muy valiosos volúmenes: la Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, publicado en 1887; La Historia de la Inquisición en Chile, publicado en 1890, y las inquisiciones en las Islas Filipinas, Cartagena de Indias, México y las provincias del Plata, respectivamente.

En Chile, valga la aclaración, nunca hubo tribunal de la Inquisición. La sede estaba en Lima, y aquellos desventurados compatriotas que padecieron este tribunal, fueron juzgados y castigados en el Perú. Pero para efectos prácticos, Medina agrupó los procesos que involucraban a chilenos en dos volúmenes dedicados a nuestro país. Ahí se encuentra la copia del proceso de Francisco Maldonado de Silva. Los libros que confeccionó en la cárcel, como vimos más arriba, se quemaron en la hoguera junto con él. Los diversos cuadernos que en su momento redactó para sostener su doctrina, y que según informa el proceso, fueron adosados a los expedientes, no están disponibles en la obra publicada por Medina. Ignoramos si esos papeles se conservan hasta la actualidad, si Medina los copió o si, por fortuna, se encuentran los originales de puño de Maldonado entre los archivos conservados en España. En el Archivo Nacional de Santiago se preservan los 65 volúmenes que Medina rescató en Simancas.

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