“Viaje al fin de la revolución”: fascinación y desengaño

por Carlos Peña

por Carlos Peña I 20 Julio 2018

Compartir:

Mezcla de crónica periodística, narración histórica, testimonio, diario de viaje y por momentos ensayo de análisis político, el nuevo libro de Patricio Fernández se convertirá en un texto indispensable para comprender los avatares, vicisitudes, triunfos y sinsabores de Cuba.

por carlos peña

Cuando el año 2014 Patricio Fernández se enteró que Cuba y Estados Unidos habían decidido reanudar relaciones diplomáticas, luego de medio siglo de haberlas interrumpido, “entendió -dice- que comenzaba a escribirse el último capítulo de una larga historia. Fue entonces que partí a Cuba para ser testigo del fin de la revolución”. El resultado, como ustedes podrán ver, es un libro que narra en primera persona lo que Patricio Fernández, vio, escuchó y vivió durante largas estadías en Cuba, efectuadas desde el año 2015 y hasta este año 2018, que realizó el explícito propósito de ser testigo del fin de la revolución.

La revolución cubana, como todos saben, inflamó la imaginación política de artistas e intelectuales que vieron en ella un acontecimiento único, un chispazo de luz que iluminaba el horizonte histórico y cuyo destello podría guiar los esfuerzos del resto de las sociedades las que, de esa forma, y siguiendo su ejemplo, podrían sacudirse la explotación que el centro capitalista ejercía, como se decía entonces, respecto de la periferia subdesarrollada. Tenía la revolución todos los ingredientes para ejercer ese atractivo casi hipnótico y anestesiar cualquier distancia crítica: una dictadura despreciable de la que la revolución fue una venganza; una gesta militar que rodeó con un halo de heroísmo a quienes participaron de ella; un discurso epifánico y un líder con barba y porte de profeta; y un puñado de propósitos en los que parecían amalgamarse los viejos sueños religiosos de solidaridad con las demandas de justicia. Al cabo de 50 años ¿qué quedó de ella? ¿Qué quedó de ese proyecto que entusiasmó a tantos? Esa es la pregunta que Patricio Fernández -que si bien llegó tarde a esos sueños algo alcanzó de sus rescoldos y de la estela que dejaron- intenta responder para lo cual se propuso, como confiesa en las primeras páginas de este libro, “ser testigo del fin de la revolución”.

“Ser testigo del fin de la revolución”, creo que esta frase puede servir de punto de partida para comentar este libro espléndido.

¿Qué significa, cabe preguntarse, escribir un libro en calidad de testigo o, mejor todavía, proponerse ser testigo para escribir un libro?

Para advertir las características de un libro como este, nada mejor que compararlo con uno de memorias.

Todo lo que se constata en el libro como virtudes de la actual realidad cubana, la sensualidad de sus habitantes, el minimalismo de sus ambiciones, la alegría con esta o con cualquier cosa, aparecen en la lectura de este libro apenas como refugios, líneas de retirada, y por eso mismo confesiones mudas, de un gigantesco fracaso.

Un libro de memorias es un texto en el que se echa mano al recuerdo o se hurga en el desván del pasado a fin de reconstruir reflexivamente, lo que se vivió de manera espontánea, sin reflexión y sin ironía. En las memorias, a las que Freud llamaba la novela familiar del neurótico, hay por lo mismo una especie de falsificación, puesto que la escritura introduce distancia y reflexividad allí donde, al momento de vivir lo que se narra, no la hubo. Este libro, en cambio, recoge lo que se vivió explícitamente con la conciencia de ser un testigo. Mientras quien escribe memorias vive aquello que luego relatará en una actitud natural, espontáneamente, sin reflexión alguna, puesto que la reflexión solo aparece más tarde cuando se rememora lo que ocurrió mediante la escritura, Patricio Fernández, en cambio, asistió reflexiva y deliberadamente a aquello que relata. Vivió, en otras palabras, en cada uno de sus viajes a Cuba, en cada uno de los días que allí habitó, con la conciencia de escritura, alerta a lo que vio o vivió o, si ustedes prefieren, con la conciencia de ser un testigo. Hay entonces, podríamos decir, una doble reflexividad en el texto de un testigo: reflexividad al momento de vivir lo que se relata y reflexividad al momento de relatarlo.

Por esa doble reflexividad que el texto posee, Patricio Fernández aparece en las mejores páginas de este texto como una conciencia que mientras observa lo que tiene delante suyo, se observa a sí misma, atenta a lo que ocurre ante sus ojos, pero al mismo tiempo atenta a lo que le ocurre a ella mientras se sorprende con lo que ve o lo que le pasa.

Ahora bien, desde muy temprano, desde Tucídides para ser más preciso, se reconoce que todo testigo es más o menos parcial:

“Y en cuanto a los hechos acontecidos en el curso de la guerra (…)”, se lee en Historia de la Guerra del Peloponeso, “la investigación ha sido laboriosa, porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, sino según sus simpatías por unos o por otros o según la memoria de cada uno…”.

La inclinación afectiva del testigo, advierte Tucídides, es lo más importante a la hora de calibrar su testimonio. ¿Cuál es, cabría preguntarse entonces, la inclinación afectiva de Patricio Fernández por aquello que presencia?

El narrador de este libro no logra ocultar del todo la fascinación que le produce la revolución y, a la vez, la estela de desilusión que le provoca darse cuenta que esa conciencia fascinada (que, como dije denantes, hechizó a una generación que no es la suya; pero Fernández alcanzó a ver su estela) es el producto de una fantasía grandiosa que no logró nunca hacerse realidad. En cada una de las líneas de este libro asoma la admiración por algo de lo que solo quedan los retazos, un remedo pálido, y a veces dramático, de lo que pudo ser y no fue. Todo lo que se constata en el libro como virtudes de la actual realidad cubana, la sensualidad de sus habitantes, el minimalismo de sus ambiciones, la alegría con esta o con cualquier cosa, aparecen en la lectura de este libro apenas como refugios, líneas de retirada, y por eso mismo confesiones mudas, de un gigantesco fracaso.

Me parece que el título de este libro subraya esa inclinación afectiva del narrador.

La palabra fin -en Viaje al fin de la revolución es, como sabemos, el título del libro, un título que parece tomado del de Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche– puede ser entendida en dos sentidos: el fin como propósito o el fin como término, como acabamiento.

El testimonio de Patricio Fernández versa sobre ambos sentidos del fin de la revolución, es el esfuerzo por comprender cuáles fueron los propósitos de la revolución y, al mismo tiempo, la constatación de su acabamiento, de su extinción.

En este sentido el libro es también un balance de un proyecto histórico, un proyecto que fue durante mucho tiempo el proyecto de la izquierda latinoamericana, un proyecto que no logró, ni siquiera por momentos, estar a la altura de los sueños que se tejieron para justificarlo. Ni siquiera los logros en educación, que Barack Obama, en un alarde retórico en La Habana, dijo que envidiaba, valen la pena porque ¿de qué puede servir una población educada en un país donde la prensa es un boletín oficial de noticias, la libertad de expresión no existe, y el derecho a la crítica está reemplazado por el castigo a la blasfemia contrarrevolucionaria? Pero lo que muestra este libro, en los testimonios que recoge, las historias de vida que relata, las peripecias minúsculas del día a día que en él se contienen, no es tanto el fracaso de una política transformadora, sino la delicuescencia, el languidecer de la fe que animó a la revolución. Por eso, como con acierto la describe Patricio Fernández, la cubana ha llegado a ser una revolución sin fe.

Ni siquiera los logros en educación, que Barack Obama, en un alarde retórico en La Habana, dijo que envidiaba, valen la pena porque ¿de qué puede servir una población educada en un país donde la prensa es un boletín oficial de noticias, la libertad de expresión no existe, y el derecho a la crítica está reemplazado por el castigo a la blasfemia contrarrevolucionaria?

La revolución cubana más que un proyecto histórico, especialmente si se lo examina a la luz del paso del tiempo, fue un asalto utópico a la imaginación política. Al igual que todas las olas revolucionarias de la modernidad -es cosa de recordar los movimientos europeos de mediados del XIX cuya influencia alcanzó incluso a los Estados Unidos- la revolución cubana descansó en la idea, incuestionablemente rousseaniana, de que los seres humanos estamos de algún modo corrompidos por estructuras sociales torcidas o mal diseñadas y que es cosa entonces de corregirlas para que nuestra verdadera naturaleza, el hombre nuevo como se dijo entonces, de naturaleza amable y cooperativa, pudiera brotar de nuevo. Para alcanzar ese fin ningún precio pareció demasiado alto y durante décadas, ninguna espera muy larga.

Ahora bien, esa revolución, se narra en este libro espléndido, ha muerto. Las premisas de la revolución, se constata en este libro, han muerto y solo sus consecuencias continúan en curso. La fe que la animaba, ese combustible que revestía de futuro histórico todos los sacrificios y todas las esperas, ya no existe y habría sido sustituida, si nos atenemos a los testimonios que este libro recoge, por algo que la suplanta: los retazos de un sueño heroico, por la picardía de la simple sobrevivencia; el heroismo por la épica doméstica de las colas en espera de abastecimiento; el liderazgo político por una figura imaginaria y patriarcal; las virtudes de la revolución por las vidas mínimas de los cubanos y cubanas; el análisis de los tropiezos y los fracasos, por una explicación simplista y unilateral, el bloqueo.

¿Valió la pena la revolución cubana? Parece injusto, por supuesto, juzgar la revolución a la luz de los resultados que, cuando se la llevó adelante con la imaginación inflamada de anhelos de justicia y de igualdad, ni siquiera podían sospecharse; pero si el problema se examina con cautela no lo parece tanto. La historia ya había mostrado el curso que seguían los procesos políticos cuando se inspiraban en visiones totalizadoras de lo humano y de la historia; pero es probable que a pesar de saberlo los seres humanos sientan, cada cierto tiempo, la pulsión de rebelarse contra eso que Hans Blumemberg llama el absolutismo de lo real.

Quizá por eso una forma de resumir el punto de vista que este libro recoge acerca de Cuba y la revolución, sea citar las primeras líneas de Historia de dos ciudades, de Dickens, con que Sergio Ramírez inicia Adios muchachos, sus memorias del sandinismo, otra de las experiencias fallidas de la región:

“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos pero no teníamos nada. Caminábamos derecho al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.

Quizá Cuba sigue fascinando todavía porque sospechamos, y no cabe duda que Patricio Fernández lo sospecha también, que en ella se resumen esas dos ciudades que describe Dickens y entre las cuales, y aunque no solemos reconocerlo, oscila toda historia y toda política.

 

Cuba, viaje al fin de la revolución, Patricio Fernández, Debate, 2018, 450 páginas, $15.000.

 

* Este texto fue leído durante la presentación del libro realizada ayer en el MAVI.

Palabras Claves

Relacionados