Xampurria

¿Es posible reimaginar un país mestizo o híbrido, considerando que la violencia en los territorios mapuche ha escalado tanto por el lado de los comuneros como del Estado? ¿Posee la violencia de Estado una dimensión racista? Y si retrocedemos en el tiempo, ¿no fue la “ocupación” de La Araucanía un proceso violento por medio del cual se construyó el Estado chileno? Con estas preguntas, el autor de este ensayo quiere contribuir a un debate que se ha vuelto más crispado en el último tiempo.

por Fernando Pairican I 4 Septiembre 2020

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Con el estallido social del 18 octubre de 2019, una de las preguntas que escuchamos los mapuche fue: “¿Por qué en el sur no estábamos movilizándonos por una nueva Constitución?”. Había un dejo de crítica en la pregunta, al dar por hecho cierto desinterés por los acontecimientos que estaban sucediendo en el país.

Poco después, en una conversación con Ana Llao para el libro Wallmapu. Plurinacionalidad y nueva Constitución (Pehuén, 2020), le comenté que, ante los hechos ocurridos en Santiago, miembros del movimiento se reunieron para manifestar en la plaza Teodoro Schmidt, de Temuco, sus puntos de vista políticos. Durante la concentración, luego de marchar en dirección a la cárcel y exigir la libertad de los prisioneros políticos, algunas estatuas fueron derribadas. Lo mismo sucedió en Concepción con la imagen de Pedro de Valdivia y con la de Cornelio Saavedra en Collipulli.

Por otro lado, en la capital, donde vive un porcentaje significativo de la población mapuche, los grafitis y rayados daban cuenta de la presencia mapuche en las manifestaciones. La académica Elisa Loncon constató que esta presencia no se suscribía solo a la wenüfoye (bandera), sino también al mapuzungun (idioma) en los muros de la capital. La mapuchización del 18 de octu­bre concluyó con la instalación de un Rewe en Plaza Baquedano a las pocas semanas del estallido social, símbolo de la lucha por el reconocimiento y el fin a la exclusión política.

La pregunta latente era: ¿será posible reimaginar un nuevo país?

Los datos entregados por el Centro de Estudios Interculturales Indígenas (ELRI) el año pasado, dan cuenta de un aumento en la identificación en Chile como indígena. En este fenómeno, las políticas públicas de afirmación identitaria y la conformación del movimiento mapuche han contribuido a un cambio de imaginario en la población. Lo interesante es la identificación de las nuevas generaciones con una pertenencia étnica que no excluye, en algunos, asumirse como parte de la comunidad “chilena”; se trata más bien de la convivencia, en una perspectiva intercultural, de las identidades po­líticas (ELRI da cuenta de que sobre un 85% de andinos y mapuche se identifican como chilenos).

A las pocas semanas del 18 de octubre, el alcalde de Tirúa, Adolfo Millabur, viajó a Santiago a comprender lo que estaba ocurriendo. A juicio del edil, la nueva Constitución debía ser plurinacional, con perspectiva intercultural. Según él, frente a la ausencia de derechos indígenas se vuelve necesario desmantelar algunas políticas públicas que fomentan la segregación. Si retomamos la idea de Norbert Lechner, es necesario un nuevo orden que responda a la desafección hacia la democracia. Un modo distinto de pensar la política.

Los desajustes entre los Estados nacionales, quie­nes deberían tutelar los derechos humanos indígenas, negados en reiteradas oportunidades, han terminado por crear ensayos políticos en los cuales la democracia no concuerda con las representaciones simbólicas existentes. Eso fue lo que sucedió el 18 de octubre del año 2019: múltiples culturas e identidades en pos de crear un nuevo país como sujeto de derechos que se unen para un cambio constitucional.

La emergencia indígena en América Latina a par­tir de los años 90 aspiraba a ampliar los horizontes democráticos a través de la Autonomía. La intención última era conciliar la situación de las naciones indí­genas a través de la plurinacionalidad. A ese proceso lo hemos llamado “vía política” a la Autodeterminación. Sin embargo, la vía democrática para consolidar las rebeliones indígenas en la década del 90 dio un giro hacia las revoluciones armadas, como lo constatan las insurrecciones del Ejército Guerrillero Tupak Katari en Bolivia y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México.

¿Por qué se optó por la violencia en Chile?

En primer lugar, porque la política indígena de los gobiernos de la Transición no logró canalizar los derechos políticos de los pueblos originarios dentro de la institucionalidad. Los indígenas quedaron como sujetos clientelares, debían recibir y ser acríticos ante las políticas públicas de los gobiernos.

La narrativa de los sucesos ocurridos en la Ocupación de La Araucanía, tanto en el siglo XVI como XIX, al ser reinterpretada por los mapuche, derivó en una ‘reinvención de la tradición’. Al hacerlo, el uso de la violencia como instrumento de acción colectiva se fortaleció ante el retorno de los weichafe (guerreros).

La irrupción de la Coordinadora Arauco Malleco, en 1998, fue una crítica a las políticas indigenistas de aquella época; el uso de la violencia por parte de comu­neros mapuche, si bien nació como un acto espontáneo (quema de los camiones de Lumaco en 1997), con el tiempo se adoptó como una forma de hacer política.

El movimiento mapuche teorizó sobre el ejerci­cio de la violencia política como instrumento entre 1997–2010. El “legado” de los toqui fue recuperado, igual que la historia de la Resistencia a la Guerra de Arauco. La narrativa de los sucesos ocurridos en la Ocupación de La Araucanía, tanto en el siglo XVI como XIX, al ser reinterpretada por los mapuche, derivó en una “reinvención de la tradición”. Al ha­cerlo, el uso de la violencia como instrumento de acción colectiva se fortaleció ante el retorno de los weichafe (guerreros).

En poco tiempo, la violencia entre agricultores y mapuche fue escalando cada año un peldaño más. El Estado, a su vez, diseñó un plan de contrainsur­gencia a baja escala, que se denominó Operación Paciencia (2002–2006) y que luego tendría una segunda oleada con la Operación Huracán (2010–2014).

La consecuencia ha sido el surgimiento de nuevos movimientos mapuche de resistencia. A mediados del 2013 nació Auka Weichan Mapu y hace pocos años la Resistencia Mapuche Lafkenche. Ambas com­parten el uso de la vio­lencia política como instrumento de acción colectiva.

Aunque el contexto latinoamericano era propicio, la historia lo­cal también potenciaba la violencia: ¿no fue la “ocupación” de La Araucanía un proceso violento por medio del cual se construyó el Estado chileno? La consecuencia de la derrota mapuche atrajo la pérdida de las tierras y la pobreza; también un lugar racializado al interior de la estructura económica del país. A partir de esta tesis, como han dado cuenta los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto, la relación con el pueblo mapuche no sería distinta ni menos una excepción en los últimos años, sino una continuidad.

El mayor problema (o distinción) es que la vio­lencia de Estado adquiere dimensiones raciales, al criminalizar a los activistas por la Autodeterminación.

Se puede discutir cuál “vía” es la mejor para llevar adelante la Autodeterminación. Me inclino por la que sitúe la democracia como mecanismo de representación, aunque la porfía en avanzar en torno a los derechos fundamentales por el Estado chileno, que ha cerrado en todo momento la discusión para un cambio político, incluso ha hecho que la radicalización de ciertas facciones del movimiento autonomista sea considerada legítima por algunos miembros de su población.

Si sumamos el contexto de pandemia que vi­vimos, con los problemas de abastecimiento en la población mapuche y la ausencia de trabajo por una economía informal en Wallmapu, la radicalización étnico–política es muy factible. Y no hay que olvidar el encarcelamiento de los dirigentes.

En su último libro, la escritora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui hizo un llamado a recuperar el concepto de René Zavaleta Mercado de lo “abigarra­do”. Lo llamó un mundo ch’ixi es posible, es decir, mestizo. Aspecto similar ha emanado de Elicura Chihuailaf, quien ya en 1999 escribió de la ne­cesidad de fortalecer la “morenidad”. ¿Será que hemos perdido lo xam­purria (mestizo–híbrido) en detrimento de los ab­solutos políticos?

La historia mapuche de los últimos 30 años ha estado marcada por un crecimiento político–intelectual. El movimiento se convirtió en un laborato­rio de ideas de humanidad que oxigenaron la pos­dictadura. Sin embargo, la respuesta del Estado con una doble política de reconocimiento y criminalización ha terminado por acentuar las opciones radicales en el escenario polí­tico. Existen cicatrices, producto de los últimos 20 años de violencia estatal en las nuevas generaciones mapuche, que irrumpe hoy con mayor voluntad de operar en el territorio mapuche. En este contexto, es urgente un nuevo marco para las relaciones inter­culturales. Los gobiernos que vinieron después de la dictadura de Pinochet dieron pie a una época de mejores relaciones, pero hoy estamos en retroceso, a menos que se tome la opción de un nuevo acuerdo país: ¿Autodeterminación, Autonomía o un Estado Plurinacional? El debate está abierto. ¿Tendrá la élite la capacidad de comprender lo que está en juego en relación con los pueblos originarios? Parafraseando a Álvaro García Linera, aún es tiempo de repensar “un nuevo horizonte de época”.

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