Otro tiro de cámara

Diálogo de exiliados narra las pellejerías de los desterrados chilenos en París. La película no gozó del favor de la izquierda. Tampoco dejó contentos a todos los participantes del rodaje, amigos o conocidos de Raúl Ruiz la mayoría. Se trataba al final de un cineasta ladino e inasible, un aliado del azar sin ningún lazo con el cine militante.

por Manuel Vicuña I 27 Octubre 2020

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Filmada en 1974, aún no destiñe. La película Diálogo de exiliados, de Raúl Ruiz, tiene un humor difícil de extinguir. Ese humor que prescinde del chiste se aloja en una manera muy chilena de conversar y discursear, de irse por las ramas y, aun así, arribar a lo esencial. Ruiz tenía un oído privilegiado para los dobleces del habla local. Gran improvisador, le gustaba dejar en libertad al elenco de sus películas para rehuir lo actuado, que le resultaba tieso y declamatorio, y convocar el habla despelotada que termina robándose la escena porque no responde ante nadie.

Diálogo de exiliados narra las pellejerías de los desterrados chilenos en París. Los damnificados de la Unidad Popular todavía sueñan con el carácter pa­sajero de su condición. Gente de maletas hechas, de acomodos transitorios y renuente a aprender francés. Gente que vive en compás de espera, sin cortar ama­rras con lo perdido ni tender lazos fuertes con la so­ciedad de acogida.

La película no gozó del favor de la izquierda. Tam­poco dejó contentos a todos los participantes del ro­daje, amigos o conocidos de Ruiz la mayoría. Mucha gente le hizo la cruz. Ruiz era un cineasta ladino e inasible, un aliado del azar sin ningún lazo con el cine militante. En Diálogo de exiliados traza un retrato sin retoques de la comunidad chilena del exilio parisino. No se cuadra con los bandos en pugna. Ni con la dic­tadura ni con sus rivales, cuando solo se podía estar a favor o en contra, y cualquier resistencia a esas po­siciones implicaba una concesión al enemigo. En ese ambiente, Ruiz, militante socialista, se desmarca y lo hace con estridencia. Tanto el lote de los desterrados como el cantante de derecha en gira por París para promocionar las bondades de la Junta son enfoca­dos con un lente irónico, que se detiene en los gestos cotidianos, en los diálogos íntimos, en las formas de relacionarse, en los discursos políticos. Todo se tam­balea. Las cosas hechas “a la chilena” siempre quedan a medio camino, en un paradero donde impera el ab­surdo.

Ruiz decía haber vivido el go­bierno de Allende como si se tratara de una puesta en escena. Sentía que todos estaban actuando, que todos eran parte del reparto de una obra de teatro donde se derrochaban las palabras, y las acciones decisivas que­daban aplazadas con motivo del parloteo de cualquier perico exaltado por las circunstancias. Esa idea sigue presente en los diálogos de los exiliados que comen a la suerte de la olla.

Me parece que no hay, en toda la película, con­miseración por las víctimas. Los exiliados no son redimidos por la desgracia que les toca vivir. Ruiz no acusa el golpe del destierro. Con esto quiero decir que evita acercarse al tema con las medidas de higiene que reclaman las experiencias traumáticas. Ruiz, antipan­fletario y antisolemne por naturaleza, transforma la política en una farsa. Le pilla el lado cómico a cual­quier asunto. Cuando todo daba para producir una pe­lícula de la épica de la “resistencia”, como se decía en­tonces, Ruiz presenta el antiheroísmo de unas figuras (masculinas, sobre todo) que mezclan la desidia con los residuos de un voluntarismo político que se presta para la sátira, en la misma medida en que se lleva mal con el idealismo. En ese circo pobre, la sombra del pí­caro asoma con frecuencia, porque Diálogo de exiliados retrata, en el fondo, la picaresca del exilio. Ahí están esos personajes poco escrupulosos, a quienes les gus­ta sacar su tajada. Pillos, en buenas cuentas, que des­cubren en su condición de desterrados una treta para burlar a los franceses, y en la solidaridad, una excusa para el chantaje moral.

Atreverse a postular algo así, en esa época, suponía una independencia de juicio extrema. A Ruiz le gusta­ba hacer películas que no rimaran con nada, y este es el caso. En Diálogo de exiliados, la tortura y la prisión política pueden convertirse en logros curriculares que permiten avivarse cuando conviene. Las víctimas de la dictadura no son intocables. Y, por lo visto, tampo­co del todo inocentes. Ruiz decía haber vivido el go­bierno de Allende como si se tratara de una puesta en escena. Sentía que todos estaban actuando, que todos eran parte del reparto de una obra de teatro donde se derrochaban las palabras, y las acciones decisivas que­daban aplazadas con motivo del parloteo de cualquier perico exaltado por las circunstancias. Esa idea sigue presente en los diálogos de los exiliados que comen a la suerte de la olla.

Ruiz hace de la colonia del exilio un pequeño la­boratorio en donde sintetizar los rasgos del carácter chileno que sobreviven a las pasiones políticas, a los descalabros históricos y a las diferencias de clases. Junto a esa cualidad ontológica del “ser chileno”, ex­pone el lado bufo de las prácticas que justificaban la percepción del período de la Unidad Popular como el colmo del histrionismo. El éxtasis del asambleísmo y la pantomima de la democracia directa dejan de hacer sentido, y esa pérdida, que en Ruiz supone un duelo sin alharaca, se introduce como una larva en el tronco caído de eso que la voz en off de la película llama el “proceso chileno”.

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