Berger y Piglia: oficios de la escritura y la vida

Ambos autores, fallecidos en enero pasado, compartieron una mirada descreída sobre el oficio de escribir. En una época en que todos se definían a sí mismos como escritores, Berger veía en el quehacer literario tan solo una actividad solitaria e independiente. En ningún caso, una profesión. Por su parte, Piglia opinaba que se trataba de un acto ridículo, “una manía, un hábito o una adicción que al final se convierte en un modo de vivir, en un modo como cualquier otro”.

por Federico Galende I 16 Junio 2017

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El mismo año en que Piglia comenzó a escribir sus Diarios (fue una tarde sombría de otoño, tenía 16 años, estaba a punto de mudarse para siempre de su Adrogué natal), se retiraban de todas las librerías de Inglaterra los ejemplares de una novela notable y primeriza. Se titulaba A Painter of Our Time y en su trama había también un Diario: un pintor húngaro exiliado en Londres, defensor de la causa comunista, lo había abandonado en su apartamento tras desaparecer y alguien reconstruía ahora sus días a partir de esas anotaciones sueltas sobre la responsabilidad del artista en los tiempos de la revolución y la Guerra Fría.

El “alguien” era John Berger, quien por algún motivo había tomado el riesgo de debutar como escritor narrando la historia en primera persona, desdibujando desde el arranque el reparto convencional entre lo que es ficción y lo que no lo es. El puñadito de lectores que alcanzó a tener el libro en sus manos pensó que en realidad se trataba del “diario íntimo” del escritor, y la poderosa asociación de abogados anticomunistas de Londres se apuró a cursar las presiones necesarias para que el material saliera de circulación.

Berger aclaró a medias el malentendido, derivado en parte del hecho de que al igual que Piglia, a quien le llevaba exactamente 16 años, no distinguía con precisión las razones que convierten a una persona que escribe en un “escritor”. Escribir no era para un marxista como él, dotado con antelación de una mirada integral sobre las prácticas heterogéneas del hombre, una profesión; era “una actividad independiente, solitaria, en la que nunca se gana un grado de veteranía”.

En una época en la que no pocos se definían (se definen) a sí mismos como escritores, el mesurado John Berger le restaba a ese oficio cualquier territorio propio. También se lo restaba Ricardo Piglia Renzi, otro marxista de cepa, quien ya en los primeros cuadernos de los Años de formación, volumen inicial de los tres que componen sus Diarios, aseguraba que escribir era para él menos una profesión o una vocación, que un acto apenas ridículo, “una manía, un hábito o una adicción que al final se convierte en un modo de vivir, en un modo como cualquier otro”.

El mismo año en que Piglia comenzó a escribir sus Diarios, se retiraban de todas las librerías de Inglaterra los ejemplares de una novela notable y primeriza, A Painter of Our Time, de John Berger.

Con ese mismo modo empezó a familiarizarse John Berger el año que Piglia nació: tenía también 16 y corría una helada mañana del mes de noviembre cuando decidió dejar atrás el colegio de infancia (un cruel internado en Oxford) para entregarse de lleno a los oficios del arte y de la vida. A partir de entonces se enroló en el ejército, fue soldado, enseñó dibujo, escribió poemas, atendió un restaurante, trabajó como periodista para subsistir y se marchó una tarde, sumido en la discreción más absoluta, al pueblecito de Quincy, en los Alpes franceses, donde devoró uno tras otro los libros de Walter Benjamin.

A Benjamin por esa época Piglia no lo leía, pero sí leía a Bertolt Brecht, con quien Benjamin jugaba Metrópoli en Dinamarca y de quien Renzi asimilaría más tarde no solo la afición por el mundo de los maleantes (Brecht era su Arlt europeo, su gran ticket procedimental), sino también el cariño por el oficio autónomo. “Yo hice todas las cosas que hace un escritor para sobrevivir: trabajé en periodismo, fui editor, escribí guiones, di clases, todo para mantener cierto tipo de autonomía”. Fue la condición con la que se encontró Piglia a la hora de construir su voz propia.

Esa voz propia no se la debía, sin embargo, solo a los granujas desamparados que deambularon por las páginas de la serie policial que partió dirigiendo para la editorial Tiempo Contemporáneo, indiscutido abono de su posterior Plata quemada; se la debía también a un tono en el que se entreveraban el bar, la intriga académica, la tradición literaria argentina y las inflexiones del pueblo, elementos de los que su obra no logró jamás prescindir. Tampoco lo logró la de Berger, inclinado como estuvo desde un principio a conjugar al lumpen retratado por Caravaggio (su pintor predilecto) con la vida extenuada del campesino, el obrero o el inmigrante pobre, a quienes dedicó una célebre trilogía y con quienes entretejió uno de los trabajos más consistentes sobre el pesar humano.

Precisamente por esto Berger solía reprocharle a la literatura, incluida la que él mismo hacía, una incapacidad para captar la vida real, lo que explica que en novelas como G. se viera obligado a intercalar cada dos o tres párrafos algún correctivo sobre el artificio incómodo de su prosa. Era su manera sutil de confirmar que la ficción no era para él una categoría, que “si uno quiere contar una historia –como lo señaló en la última entrevista que dio-, entonces simplemente lo que hace es escuchar a los demás”.

Escuchar a los demás (cualquiera que lo conociera lo sabe) es lo que jamás dejó de hacer Piglia, quien justamente por ver en la “realidad contada” una ficción previamente constituida, mantuvo sus oídos intactos hasta el último minuto de vida, incluso cuando ya no podía moverse y se despedía en silencio, como John Berger, un día de enero, después de haber coincidido con él viniendo al mundo un mes de noviembre.

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