El fin de los sueños

Quizás ahora que la consciencia pública de los abusos de todo tipo ha permeado a nuestras sociedades, la lectura de Entre hombres, novela publicada primero el 2001 y rescatada ahora por Estruendomudo, se convierta en un acto radicalmente contemporáneo. Porque en la historia del argentino Germán Maggiori desfilan no solo los personajes habituales de los bajos fondos, sino también jueces, policías y congresistas que tienen algo que esconder (o mucho que perder). Reproducimos el texto que el escritor Pablo Toro leyó durante la presentación en la Estación Mapocho, donde calificó este libro como “una especie de ultimátum en clave policial que solo podemos abordar desde la perplejidad y que nos golpea con extrañeza, como un ataque de risa en la mitad de una pesadilla”.

por Pablo Toro I 21 Noviembre 2018

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Parece normal asociar la palabra “decadencia” con el género de la novela negra. Quizás entramos en este tipo de libros para confirmar algunas sospechas sobre el estado de las cosas. La sensación ominosa y constante de que bajo la alfombra de una aparente normalidad cívica se acumula el polvo y la mugre de fuerzas caóticas y barbáricas, ajenas a nuestra vida cotidiana, que amenazan con derrumbarlo todo. Aun siendo consciente de esto, es difícil preparar a un lector para los niveles de abyección humana que recorren las páginas de Entre hombres, de Germán Maggiori. Un desfile carnavalesco de personajes masculinos definidos por su violencia extrema, misoginia rampante, angustia permanente, motivaciones mezquinas, desesperanza asumida y corrupción desatada. Todo esto potenciado por el consumo indiscriminado de cocaína que dota a sus escenas y secuencias de un ritmo frenético, incluso en los momentos menos frenéticos.

La búsqueda de una grabación secreta que muestra una orgía entre hombres poderosos, prostitutas y un travesti, es lo que entrecruza los intereses de una amplia gama de personajes: traficantes de poca monta, ladrones de autos, proxenetas híper violentos, políticos desideologizados y entregados al marketing, agentes de inteligencia y policías corruptos que buscan la grabación para usarla de algún modo truculento. Aquí conocemos al Loco Almada, un policía hastiado de su propia inclinación a la violencia, que tiene el hábito de recitar párrafos del código penal para frenar su impulso de matar a todo lo que se le cruce por delante; y al Mostro Garmendia, su compañero, ex torturador con el rostro quemado, nostálgico de la dictadura militar y adicto enfermizo a todo tipo de sustancias.

En estas páginas se derrumba por completo esa idea tan chilena o quizás latinoamericana del Buenos Aires cosmopolita, civilizado, letrado, lleno de cafecitos y bares encantadores y taxistas cultos que ofrecen agudos análisis del acontecer político.

Los hechos policiales se cruzan, mediante la persistencia del azar y el equívoco, con las vidas de un grupo de amigos cesantes, perdidos y entrañables, conocido como “el club del fernet”, cuyo único plan de vida consiste en tomar alcohol y consumir drogas en un bar del barrio. En las conversaciones de estos amigos, a veces muy divertidas, a veces cargadas a la desesperación y a la completa ausencia de perspectivas para el futuro, se configura una especie de poética del macho reventado, una ética del desborde que permea todo el resto de la novela y que logra captar ese estado de ánimo tan propio de los años 90 en Argentina, el ocaso del menemismo y su culminación en la brutal crisis del 2001.

La acción se mueve entre diversos barrios centrales o marginales de la ciudad, que conforman el esqueleto de una urbanidad arrasada. En estas páginas se derrumba por completo esa idea tan chilena o quizás latinoamericana del Buenos Aires cosmopolita, civilizado, letrado, lleno de cafecitos y bares encantadores y taxistas cultos que ofrecen agudos análisis del acontecer político. El conurbano es presentado como un territorio en permanente descomposición, con vínculos comunitarios frágiles, plagado de rincones inhóspitos que son el escenario adecuado para la destrucción de sus códigos de convivencia.

Muchas cosas han cambiado desde su fecha de publicación, en el año 2001. Quizás el estado actual de la cultura, donde la consciencia pública de los abusos cotidianos de todo tipo ha permeado a nuestras sociedades, convierta la lectura de esta novela en un acto radicalmente contemporáneo. Y, por lo mismo, en un acto de cierto masoquismo literario. Una novela que sería prácticamente inabordable o imposible de soportar sino fuera por la vitalidad de su prosa y un inesperado sentido del humor. Es en este punto donde radica uno de los talentos centrales de Maggiori: la capacidad de equilibrar el horror con la risa, aligerar esa permanente disposición a la violencia con un extrañísimo sentido de la alegría. El tipo de alegría infantil y carente de moral que nada tiene que ver con lo bueno ni con lo deseable para un mundo mejor, pero que amplifica lo absurdo en sus personajes hasta convertirlo en algo no solo soportable, sino hilarante. La otra virtud de Maggiori es narrativa: la construcción de un entramado policial complejo cuya tensión no decae y que nos empuja siempre hacia adelante, incluso ante la constatación de que nada será resuelto. La idea misma de una resolución está anulada en este libro por el avance demencial de los acontecimientos, la sordera de las voluntades y la deriva inconexa de las motivaciones.

Una novela que sería prácticamente inabordable o imposible de soportar sino fuera por la vitalidad de su prosa y un inesperado sentido del humor. Es en este punto donde radica uno de los talentos centrales de Maggiori: la capacidad de equilibrar el horror con la risa, aligerar esa permanente disposición a la violencia con un extrañísimo sentido de la alegría.

Y está, por supuesto, su riquísimo lenguaje, un habla de los bajos fondos que no puede sino recordar a la literatura de Roberto Arlt y que mezcla el argot criminal con la vulgaridad intransable y una suerte de argentinidad al palo. En cualquiera de sus páginas se pueden encontrar frases como esta, parte de una anécdota que el Mosca, ladrón profesional de autos, le cuenta a su comparsa, el Zurdo: “Con el polaco una vez, yo recién empezaba, hicimos un supermercadito, una gilada de enrochado, los dos de caño, allá por Castelar. El chabón vio de toque que la cosa se ponía dura, en la caja no había un cobre y el coreano puto no quería largar el paco que tenía encanutado. El Polaco lo cazó del cogote y se lo llevó para la máquina de cortar fiambre”.

Este lenguaje, que a primera vista podría resultar críptico o excluyente para un lector no argentino, resulta ser todo lo contrario: es la materia prima que permite acceder con precisión a la idiosincrasia de sus personajes. Hombres que si bien parecen estar entregados al abismo, no están impedidos de vislumbrar las causas de su propio agotamiento vital.

Esto se puede ver claramente en los manuscritos del doctor Celedonio Reyes, una suerte de manifiesto teórico que corre por debajo de la historia, o en sus costados, y donde se analiza la composición del “Homo toxicus”, eslabón evolutivo que constituiría al hombre de este nuevo siglo. En uno de sus párrafos leemos lo siguiente: “Un pueblo sin sueños es como una autopista a ninguna parte, es un caos que termina en el embotellamiento, en la inmovilidad. Y donde no hay movimiento tampoco hay vida posible. Entonces, cuando se pierde el significado de los fines, también se pierde el significado de los medios: una autopista a ninguna parte definitivamente no es una autopista, es otra cosa. El resultado de haber transitado este camino es el habernos convertido en otra cosa”.

De eso nos habla esta novela. Del fin de los sueños. El fin de lo que debiera unirnos como especie. De esa “otra cosa” que habita en nuestros corazones y nos corroe desde adentro. Una especie de ultimátum en clave policial que solo podemos abordar desde la perplejidad y que nos golpea con extrañeza, como un ataque de risa en la mitad de una pesadilla.

 

Entre hombres, Germán Maggiori, Estruendomudo, 2018, 344 páginas, $14.000.

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