El profesor Vladimir Nabokov

por Rodrigo Olavarría

por Rodrigo Olavarría I 27 Octubre 2017

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El paso del autor de Lolita por las aulas norteamericanas ha sido fijado en los tres volúmenes que reúnen sus clases y constituyen, estemos o no de acuerdo con sus postulados estéticos o históricos, una forma privilegiada de acompañar las lecturas de La muerte de Iván Ilich, “La dama del perrito”, Almas muertas, Por el camino de Swann, Ulises y Madame Bovary. La lectura de estos cursos es una experiencia apasionada y libre de convenciones académicas.

por rodrigo olavarría

La llegada de Vladimir Nabokov a las costas americanas y los casi 20 años que vivió en Estados Unidos se han convertido en un período mítico, donde pasó de ser un inmigrante que vestía chaquetas regaladas, a ser uno de los escritores más importantes en lengua inglesa y el autor de un best seller que removió la cultura y la sociedad de su época. O, como él lo diría, 20 años en que pasó de ser un delgado conferencista fumador de 63 kilos, a ser un profesor titular de 93 kilos adicto a los caramelos. Un período en que ganó un tercio de humanidad americana.

En 1918 la familia Nabokov huyó de la naciente Unión Soviética para asentarse en Berlín. Ahí el joven Vladimir se casó con Véra Slónim, una mujer de origen judío que, como él, había nacido en San Petersburgo. Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, las crecientes políticas antisemitas de la Alemania de Hitler los hicieron moverse en dirección a París, lugar hasta donde los siguió el mismo clima racista del cual estaban huyendo y donde se vieron obligados a volver a pensar en un lugar menos hostil, quizás Inglaterra, quizás EE.UU. Afortunadamente, en mayo de 1940, los Nabokov consiguieron abordar un barco con destino a Nueva York. De no haber sido así, tras la ocupación alemana de París, probablemente Véra y Dmitri, el hijo de ambos, habrían tenido como destino los campos de concentración.

A simple vista, pareciera que la huida fue preparada desde siempre. Nabokov aprendió a leer inglés antes de aprender a leer ruso, tuvo un padre liberal y constitucionalista que lo llenó de sueños anglófilos y de fantasías ambientadas en el Viejo Oeste norteamericano. Sus estudios en Cambridge y la composición de su primera novela en inglés, The Real Life of Sebastian Knight, escrita en Francia en 1938, apuntan también a un destino en tierras angloparlantes, pero la verdad es que en ese punto de sus vidas, la situación de los Nabokov era tan precaria que cualquier oferta podría haberlos hecho cambiar de dirección.

La noticia de que Nabokov fue recomendado para hacer clases de literatura rusa en Stanford proveyó a la familia de visas y pasajes en dirección a Nueva York. Así, una vez más, las circunstancias parecieran estar funcionando como una orquesta bien aceitada, pues Nabokov llevaba bastante tiempo preparando las que llegarían a ser más de 100 conferencias sobre literatura rusa, un material que podría asegurarle un futuro como profesor y como proveedor de su familia. La leyenda, repetida en más de una entrevista por el propio Nabokov, cuenta que estos apuntes sumaban más de dos mil páginas mecanografiadas, un trabajo de coloso que sería el preludio del período más activo de su vida, una aventura académica donde la ayuda de Edmund Wilson sería fundamental, tanto desde el punto de vista práctico como en la formulación misma de los cursos. En primer lugar, fue él quien aconsejó la inclusión de Casa desolada de Charles Dickens en el curso sobre literatura europea y, más importante aún, de Mansfield Park de Jane Austen, pese a que Nabokov no ocultaba su prejuicio contra las novelas escritas por mujeres. La verdad es que jamás habría siquiera leído Mansfield Park si no hubiese estado siguiendo el consejo de Wilson.

Nabokov logró sobrevivir su primer invierno en EE.UU. sin un trabajo estable, haciendo clases particulares de ruso a estudiantes de Columbia y escribiendo reseñas para el New York Sun y el New York Times. Esta faceta de freelancer no era nueva: durante sus años en Berlín, apremiado por la necesidad, hizo clases de cinco materias inesperadas: inglés, francés, boxeo, tenis y prosodia. Podríamos decir que estaba particularmente dotado para pasar sin esfuerzo de una disciplina a otra. De hecho, en medio del invierno neoyorquino, mientras daba forma a las conferencias que serían la base de su trabajo académico, se las arregló para aprender a diseccionar los genitales de las mariposas como voluntario en el Museo de Historia Natural y publicó sus primeros escritos serios sobre lepidópteros, uno de los cuales está dedicado a la descripción de una mariposa desconocida que había capturado dos veranos antes en los Alpes marítimos.

Pero entremos en materia: a fines de 1941 Nabokov se trasladó al Wellesley College en Massachusetts, donde enseñó ruso básico y literatura rusa en un cargo hecho a su medida, que desempeñó hasta 1948, cuando inició sus 12 años como profesor en la Universidad de Cornell (período que comenzó con una cómica carta al decano de artes y ciencias sobre lo que podía esperarse de él como profesor: “Siento decepcionarlo, pero carezco totalmente de talento administrativo. Soy un pobre e irremediable organizador y mi participación en cualquier tipo de comité sería, mucho lo temo, bastante inútil”).

La inseguridad de Nabokov ante la presión de hacer clases en inglés es visible en su obsesiva preparación de las conferencias y su afirmación de que nunca entregó a sus estudiantes “un átomo de información sin haberlo preparado, mecanografiado y leído bajo la luz de un atril”. Esa es la técnica que pulió durante todos sus años de enseñanza, leer sus conferencias y apenas fingir que las leía. Este rasgo también asoma en su temor a ser entrevistado en vivo (“Pienso como un genio, escribo como un escritor distinguido y hablo como un niño”, afirmó).

Las clases lo enfrentaron a las traducciones de los clásicos rusos, que a su juicio eran pésimas. Por lo mismo, pasaba horas mejorando las traducciones que sus estudiantes tendrían que leer, porque deseaba que estos pudieran acceder a la música de Un banquete durante la peste de Pushkin y El capote de Gogol, que pudieran experimentar la literatura como un todo y como él más la valoraba, en las obras de Pushkin, Tyutchev, Gogol, Lérmontov, Tolstói y algunos otros.

Una vez que su hijo Dmitri estuvo matriculado en un prestigioso internado, las clases de Nabokov se transformaron en grandes producciones en equipo y Véra Nabókova, en una mezcla de profesora ayudante y asistente de mago. Las clases mejoraban semestre a semestre, gracias a los guiones con que Nabokov armaba cada una de sus clases, incluyendo chistes y la forma de hacerlos efectivos. Un estudiante recuerda que un día de nieve, Nabokov apagó todas las luces de la sala y que, de pronto, empezó a prender interruptores de luz gritando: “¡Este es Pushkin! ¡Este es Gogol! ¡Este es Chéjov!”, hasta llegar al fondo de la sala, donde abrió las persianas de golpe dejando entrar el sol y anunciando: “¡Este es Tolstói!”.

La inseguridad de hacer clases en inglés es visible en su obsesiva preparación de las conferencias y su afirmación de que nunca entregó “un átomo de información sin haberlo preparado, mecanografiado y leído bajo la luz de un atril”.

Los estudiantes que sobrevivieron a las clases de Nabokov nos informan que, al contrario de lo que se podría suponer, las moldeaba según su público. Por ejemplo, si tenía un número importante de estudiantes de español, les hablaba del entusiasmo de los disidentes rusos por Don Quijote; si le tocaban estudiantes de zoología, buscaba ejemplos de mimetismo en los lepidópteros; y si había estudiantes italianos en la sala, se explayaba sobre Leonardo.

En 1951 logró el que fuera su objetivo desde que supo que viviría en EE.UU.: dictar clases en Harvard. Este fue el lugar donde impartió su curso sobre Don Quijote de La Mancha y donde se dedicó a la destrucción sistemática de la noción de esta novela como un juego sobre la realidad y las apariencias. Lo primero que se propuso fue acabar con el significado que se da comúnmente al adjetivo quijotesco, entendido como una cruzada idealista, y darle a la palabra un significado adecuado, algo más cercano a la alucinación o un choque con la realidad. Nabokov afirmaba que esa lectura primitiva, la que atribuye a Don Quijote un idealismo exaltado y a Sancho Panza un sentido práctico, era tomada como una verdad inamovible desde Sainte-Beuve y que, precisamente por esta razón, debía ser atacada con vehemencia. Yendo más lejos, afirmó que varios académicos nunca habían leído Don Quijote y, para probarlo, se dedicó a refutar “libro en mano” ideas como las que aseguran que el Quijote no vence en ninguna de sus batallas. Para hacer esto analiza los 40 episodios en que Don Quijote actúa como caballero andante y lleva un marcador como el de un partido de tenis de cinco sets que acaba 6–3, 3–6, 6–4, 5–7, es decir, en un empate declarado por la muerte, ya que el último set nunca llega a jugarse.

La idea original de Nabokov sobre Don Quijote de La Mancha era que se trataba de un becerro de oro, un caprichoso caos estructural, por lo que no podía compararse a Cervantes con Shakespeare. A medio andar, sin embargo, descubre que el verdadero fraude no era el libro, sino su reputación y la epidemia que constituían quienes se dedicaron a estudiarlo. A medida que descubría simetrías dispersas en la estructura del libro, empezó a admirar lo que llamó “la intuición armonizadora del artista” y la forma en que el protagonista pasa de ser un objeto de parodia a un ejemplo, casi un santo.

Para Nabokov no había nada tan importante como la lectura. A sus alumnos les decía: “Ustedes son los turistas enérgicos y emocionados, yo soy solo el guía de pies adoloridos que no deja de hablar”. Esa era precisamente la habilidad que buscaba estimular en sus alumnos, la lectura activa, la búsqueda del detalle, la maravilla de lo particular por sobre lo general y del individuo por encima de la masa. Un ex alumno, Ross Wetzsteon, recuerda a Nabokov diciéndoles: “¡Acariciad los detalles, los divinos detalles!”. Y es esta lección, que liga la habilidad de observar la naturaleza y la capacidad de seleccionar los elementos de la realidad capaces de comunicar la profundidad de la experiencia humana, la que aprendemos cuando compara el oficio de Flaubert con el realizado por la selección natural en las alas de una mariposa; cito: “Cuando la mariposa debe adoptar el aspecto de una hoja, no solo tiene bellamente representados todos los detalles de la hoja, sino que muestra generosamente señales que imitan los agujeros causados por las larvas”. El objetivo era conseguir esta magia mimética, ya fuera mediante la escritura o la lectura.

En este punto uno puede preguntarse cuánto influyeron en la escritura de Lolita la repetición obsesiva de ese principio y su trabajo como profesor. Y la respuesta es evidente. Nabokov usó a sus alumnos y alumnas como objetos de estudio, los observó detenidamente en su estado natural para moldear el lenguaje de la nínfula Dolores Haze, y con frecuencia los interrogaba sobre nuevos usos lingüísticos. Y, ya en clases, les repetía: “Percibid los datos seleccionados, impregnados, agrupados”. Quizás el mejor ejemplo de esta aglomeración de datos, clásica a estas alturas, es la mezcla de sensualidad motora y descripción anatómica en las primeras líneas de Lolita o la forma en que Nabokov relata cómo dio con el nombre de Lolita, quien también es Dolly Haze, un nombre donde “brumas irlandesas se mezclan con la imagen de un conejito alemán, mejor dicho, una pequeña liebre alemana”.

Por supuesto, la línea de pensamiento que concede un valor absoluto al detalle, lo conduce al rechazo de cualquier programa social o político en la literatura. Nabokov afirmaba que las novelas eran “cuentos de hadas”, queriendo decir que sus acontecimientos corrían en paralelo a la realidad, sin toparse con ella en ningún minuto. Insistía en que los estudiantes abandonasen todo intento de reconciliar los hechos del mundo con los hechos de la ficción, señalando que sin estos cuentos de hadas el mundo no sería real. Toda su sensibilidad estaba dirigida a la apreciación del arte individual y solitario, libre de todo compromiso, pues en él existía una convicción similar a la que motiva las líneas del poema “Carta de año nuevo” de Auden: “La intención del arte es la mímesis / Pero, una vez conseguida, el parecido se detiene; / el arte no es la vida y no puede ser / la partera de la sociedad. / El arte es un hecho consumado”.

La diferencia entre Auden y Nabokov en este punto es central, principalmente porque ofrece una posibilidad de lectura del Curso de literatura rusa. Mientras Auden muestra un compromiso constante con su época, siendo parte de las numerosas reflexiones morales, políticas y sociales que se desprenden de ella, Nabokov da la espalda no a su época o a la reflexión sobre ella, sino a la relevancia del aspecto social en la novela y a esta como transportadora de verdades históricas: “¡Ay! He conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia”. La razón, sospecho, es que permitir una lectura de Madame Bovary como una crítica de la burguesía provinciana, habría sido el primer paso a avalar el realismo socialista soviético y la intervención del Estado en materias artísticas. Esa es la razón por la cual declara a Dostoievski un publicista y casi un pornógrafo social. Nabokov se aferra con dignidad a su condición de émigré ruso y ataca el arte social. Es parte de la consistencia ideológica necesaria para negar cualquier validez a quienes escribían desde la Unión Soviética y es, también, una forma de convertirse en la voz única de la literatura rusa, ambición que estalló dos veces en su cara, en 1958 y en 1970, con los premios Nobel de Literatura de Boris Pasternak y Aleksandr Solzhenitsyn.

En sus autores predilectos distinguía los rasgos de narrador, profesor y hechicero. En los mejores, estos elementos estaban combinados y los genios verdaderos se caracterizaban por ser hechiceros. A todos les ponía calificaciones, creando una jerarquía que sus estudiantes debían memorizar. Por ejemplo Turguénev recibía una A- y Dostoievski una C- o una D+, por creer que el sufrimiento aumentaba los sentimientos morales. De la lectura del Curso de literatura rusa se desprende que la novela le interesaba como un enfrentamiento entre el autor y el mundo, como un desafío que el autor plantea al lector reconfigurando realidad e ideas de una forma nueva, sin repetir las verdades tradicionales. Una forma en que el lector Nabokov se enfrentaba a los autores era diseñando mapas y planos para dar un sentido espacial a la acción. Así, contamos con los planos del coche dormitorio de Anna Karenina, de la casa de Mansfield Park, del Dublín de Ulises, de los molinos y la Castilla de Don Quijote de La Mancha y de la casa de los Samsa en La metamorfosis. Es esta búsqueda de exactitud científica la que lo lleva a identificar la supuesta cucaracha de la obra de Kafka con un escarabajo de caparazón redondeado que podría haber volado y huido del hogar paterno, si hubiera querido, haciendo aún más patética su situación. La misma importancia asigna al color de los ojos de Fanny Price de Mansfield Park y al pobre mobiliario de su habitación, recalcando que la suya es una teoría de la lectura, una actividad donde “cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora les digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el científico”.

Para Nabokov no había nada tan importante como la lectura. A sus alumnos les decía: “Ustedes son los turistas enérgicos y emocionados, yo soy solo el guía de pies adoloridos que no deja de hablar”.

En ocasiones, los prejuicios de Nabokov lo llevaron a ridiculizar pasajes de algunas obras, inexactitudes y generalizaciones que le hicieron afirmar, por ejemplo, que ni Gogol conocía Rusia, ni Cervantes conocía España. Incluso llegó a hacer lo mismo con fragmentos de Tolstói, figura con la cual era previsible que tuviera una relación compleja, pese a considerarlo el más grande escritor ruso. Pero Nabokov nunca perdió de vista la monumental perfección de la obra de Tolstói y tampoco olvidaba la ocasión cuando, a los 10 años, en San Petersburgo, mientras caminaba junto a su padre, este le pidió que esperara mientras hablaba con un “pequeño anciano de barba blanca”, intercambio tras el cual su padre le dijo: “Ese era Tolstói”.

Durante el período en Cornell trabajó de manera prodigiosa, escribió Lolita, Pnin y Habla memoria, cuentos, poesía y tradujo fragmentos de su propia obra. Además, realizó las traducciones de Eugenio Oneguin de Pushkin, Un héroe de nuestro tiempo de Lérmontov y El cantar de las huestes de Igor. Mientras él trabajaba, su esposa Véra se ocupaba de la vida diaria casi como su mayordomo, haciendo de chofer, ayudante en clases, ama de casa, agente inmobiliario y secretaria. Por entonces, Nabokov también empezó a acariciar la idea de publicar sus cursos sobre literatura rusa y europea, pero no alcanzaría a dar forma en vida a ese proyecto. Estos libros recién aparecerían a principios de los 80, y el curso de literatura norteamericana está definitivamente perdido. Se trata de una serie de conferencias que Nabokov compuso en 1952 para ser dictadas en Harvard y que incluían reflexiones sobre Moby Dick, La letra escarlata, el poema “Annabel Lee” y “La narración de Arthur Gordon Pym”, de Edgar Allan Poe.

La publicación de Lolita en EE.UU. en 1958, tres años después de su publicación en Francia, trajo consigo un aumento de atención en la figura de Nabokov y un descenso en la atención que este dedicaba a sus cursos. Es más: ese año regresó a Cornell y abrió su clase sobre Mansfield Park diciendo a sus alumnos: “¡Sáltense esa introducción idiota!”. Poco después, las exigencias de sus editores y la prensa lo obligaron a pedir un año sabático del cual no regresaría. Lo primero que hizo ese verano fue tomar unas vacaciones de dos meses en el oeste para cazar mariposas, viaje que no comenzó sino hasta haberse asegurado de que su traducción de Eugenio Oneguin sería publicada por la Bollingen Press de Princeton.

El 19 de enero de 1959 Nabokov hizo clases por última vez en Cornell, ocasión que fue registrada por un fotógrafo especialmente enviado. En octubre del mismo año, la noticia de que oficialmente dejaría de hacer clases fue destacada por todos los medios. Algo que la prensa no podía calcular era la influencia que sus clases tendrían en aquellos alumnos que se convertirían en escritores. Por ejemplo, en Thomas Pynchon, dueño de una postura controversialmente anti-realista, quizás relacionada de alguna forma con el dicho del maestro: “Nada envejece más rápido que el realismo puro”. Otra postura ha querido verlo como un precursor de la literatura posmoderna en EE.UU., caracterizando su estética como una guerra con el lector, conciencia del autor en el texto, la búsqueda de una escritura no-histórica y un desinterés general por la comunicación de significados, todos estos rasgos presentes en sus últimas novelas Pálido fuego y Ada o el ardor.

El paso de Vladimir Nabokov por las aulas norteamericanas ha sido fijado en los tres volúmenes que reúnen sus clases y constituyen, estemos o no de acuerdo con sus postulados estéticos o históricos, una forma privilegiada de acompañar las lecturas de La muerte de Iván Ilich, “La dama del perrito”, Almas muertas, Por el camino de Swann, Ulises y Madame Bovary. La lectura de estos cursos es una experiencia apasionada y libre de convenciones académicas, una que puede fácilmente transportarnos a los salones de Cornell, a una evaluación matutina como la descrita por el mismo Nabokov en una entrevista de 1964 para la revista Playboy: “Exámenes desde las 8 AM hasta las 10:30. Casi 150 alumnos (muchachos desaseados, sin afeitar y muchachas razonablemente arregladas). Un sentimiento general de tedio y desastre. Pasan las ocho y media, pequeñas toces, gargantas nerviosas que se aclaran, todo llega en racimos de ruidos, páginas que se arrugan. Algunos mártires sumergidos en la meditación con los brazos cruzados detrás de sus cabezas. Enfrento una mirada aburrida dirigida a mí con esperanza y odio, la esperanza de un conocimiento prohibido. Una chica con lentes se acerca a mi escritorio y pregunta: Profesor Kafka, ¿quiere que digamos que…? ¿O quiere que respondamos solo la primera parte de la pregunta? La gran fraternidad de los mediocres, columna vertebral de la nación, escribe sin parar. Un rústico se pone de pie, simultáneamente, la mayoría gira una página de sus cuadernos azules, buen trabajo de equipo. Una muñeca acalambrada que se sacude, la tinta que se acaba, el desodorante que falla. Cuando veo ojos dirigidos a mí, son inmediatamente dirigidos al cielo en piadosa meditación. Los ventanales se cubren de neblina. Los muchachos se quitan los suéteres. Las muchachas mastican chicle con una rápida cadencia. Diez minutos, cinco, tres, se acabó”.

 

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Curso de literatura europea, Vladimir Nabokov, Ediciones B, 2016, 560 páginas, $15.900.

 

Curso de literatura rusa, Vladimir Nabokov, Ediciones B, 2016, 568 páginas, $15.900.

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