Jakob von Gunten

por Alejandro Zambra I 2 Mayo 2019

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En marzo de 2001 me convertí en el profesor de Lenguaje de un desgraciado colegio de Vitacura. Pero antes de seguir con este relato quiero compartir con ustedes una buena noticia: gracias a una minuciosa búsqueda en internet estoy en condiciones de afirmar, con total seguridad, que ese colegio ya no existe.

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“La idea es básicamente mantener a los niños en las aulas”, me explicó la directora en la entrevista preliminar. En su boca la palabra aulas sonaba aún más a jaulas, y creo que la mujer se llamaba Paula. No, no me acuerdo de su nombre, pero recuerdo que hablaba como deletreando y que distinguía de forma ridícula la b de la v y que incluso evitaba supersticiosamente las sinalefas. Era una rubia de apariencia monjil, de unos 40 años, aunque de eso no estoy seguro, porque en ese tiempo yo era harto malo para calcular la edad de la gente.

En cada curso había entre 10 y 15 estudiantes, pero hacer clases era, en efecto, prácticamente imposible. En ese colegio recalaban, en su gran mayoría, las ovejas negras de familias ilustres o poderosas, un puñado de niños hoscos, gritones y farmacodependientes. En todas las clases había al menos un par de estudiantes durmiendo, lo que me venía bien. Por desgracia los demás chillaban sin cesar y me ignoraban con el mismo descaro con que, en un mundo menos injusto, los hubiera ignorado yo de vuelta.

Recuerdo una mañana en que entré a la sala del cuarto medio y Goyeneche saltaba como loco sobre la mesa del profesor. “¡Lo que pasa profesor es que soy tímido, soy tímido, soy tímido!”, gritaba, a manera de explicación. Igual Goyeneche era uno de mis alumnos más simpáticos. El más pesado, aparentemente una estrella del entonces pujante (creo) waterpolo chileno, era Torresteros, un gigantón de tercero medio que una vez me dijo: “A quién querís engañar, si erís profesor es porque fracasaste en la vida”. En otra ocasión me ofreció, directamente, sacarme la concha de mi madre.

De nada servía reportar esas insolencias, que por lo demás eran innumerables. “Pégales unos cachuchazos, es la única manera”, me decía el profesor de Educación Física, un gordo casi idéntico a Tony Sirico que andaba siempre con un inmenso crucifijo colgado al cuello y lo acariciaba animadamente durante toda la misa. A mí me parecía más un tic que una muestra de devoción.

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La misa tenía lugar en la capilla contigua al colegio y no era opcional, por el contrario: las campanadas decretaban, a las ocho am, el comienzo oficial de cada jornada. Yo conozco bien la misa, fui católico entusiasta hasta más o menos los 12 años, por lo que en principio esa versión resumida de media hora me sonaba atarantada e incorrecta, pero a decir verdad el cura –un señor bigotudo y rosáceo, de proporciones mandolinescas– era bastante bueno. En sus breves homilías había siempre alguna pincelada luminosa, alguna salida de tono, algún chistecito reconfortante. Le pondría cuatro estrellas (de un máximo de cinco).

Yo no participaba activamente en la misa, en todo caso. Ni siquiera me ponía de pie y mucho menos de rodillas durante el servicio, y hacía lo posible para que mis alumnos notaran mi disidencia. Estaba ahí, pero no era parte de ese rito, salvo para el saludo de la paz, porque era tal la pasión que esos niños sentían por el saludo de la paz que me parecía demasiado drástico dejarlos con la mano extendida.

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Cuando llevaba ya un par de semanas trabajando en ese colegio fui a ver a mi amiga Tatiana, de quien era fácil enamorarse, por eso mismo yo, que era voluntarioso y quería a toda costa ser distinto a los demás, había decidido no enamorarme nunca de ella. Cuando le conté de mis desventuras pedagógicas, Tatiana sacó de sus repisas una traducción reciente de Jakob von Gunten, la novela de Robert Walser, de quien entonces yo nunca había oído hablar. “Es un libro genial y desquiciado”, me dijo, “solo así vas a soportar esta experiencia”. Le pregunté si era un préstamo o un regalo. Me dijo que era un regalo y entonces por primera vez pensé que yo le gustaba o que no le desagradaba del todo o que tenía alguna oportunidad con ella, y por lo tanto revertí de inmediato mi decisión tan práctica y tan saludable de no estar enamorado de ella.

Tatiana tenía toda la razón, porque ese mismo domingo me devoré esa novela deslumbrante, que empecé a releer altiro. Me pareció que era uno de esos libros que uno puede no solo leer sino también usar, casi como un manual o un libro sagrado, incluso como un amuleto: el Jakob von Gunten podía ser mi I-Ching o mi Biblia o mi patita de conejo. Una mañana abrí la novela en plena misa, a la altura del salmo responsorial. La directora me lanzó una mirada fulminante, pero me mantuve impasible. Quiero decir: cerré el libro y me mantuve impasible. Igual, haber leído media página del Jakob von Gunten en medio de la misa es una de las cosas heroicas que he hecho en la vida. Hasta podría dar lugar a mi epitafio.

Mi transgresión fue muy comentada y me granjeó cierto mínimo respeto entre el estudiantado, así que aproveché el vuelo y dediqué toda la semana a leerles a los chicos fragmentos de la novela. La recibieron con diversos grados de extrañeza, lo que estaba muy bien: era mi objetivo. En el segundo medio estaba Lehuedé, un niño alto y momentáneamente horrible –era posible imaginar para él una belleza futura, pero por el momento en su cara confluían todas las espinillas del mundo, buena parte de ellas a punto de reventar–, el único de todos mis alumnos que declaraba su gusto por la lectura. Consecuentemente, Lehuedé mostró interés en la novela y me preguntó dónde podía comprar un ejemplar. Le respondí que era un libro importado de España, difícil de conseguir en librerías. Solo para humillarlo le pregunté si hablaba alemán y su respuesta fue muy buena: “Todavía no, profesor”. Le pregunté si estaba estudiando alemán y su respuesta fue incluso mejor: “Todavía no, profesor”. Me vino la culpa instantánea. Me sentí estúpido, si yo mismo no hablaba alemán (ni hablo). Un poco para castigarme a mí mismo, le prometí que le prestaría la novela pronto. Me arrepentí enseguida, pero me tranquilicé pensando que Lehuedé olvidaría muy pronto mi promesa.

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Ahora siento como si hubiera trabajado años en ese colegio, tengo que repetirme que fueron solo unos cuantos meses. Mi principal aliciente para mantenerme en el puesto era, por supuesto, la necesidad de dinero. Era el único motivo, en realidad. También gravitaban, pero en un grado marginal, las deliciosas hamburguesas que daban al almuerzo, de las mejores que he probado en mi vida. No sé de dónde las sacaban. Y también estaban los niños, pero por supuesto que no todos, en realidad a la inmensa mayoría los despreciaba y casi los odiaba. Pero a los niños de séptimo, los más chicos del colegio, no solo no los odiaba sino que los quería. Me había encariñado con ellos, me parecía absurdo que los hubieran matriculado ahí. Había dos repitentes, que convalecían de un mismo trauma: su expulsión de los colegios en que sus hermanos mayores o menores seguían triunfando. Los demás chicos tenían 11 o 12 años y eran inquietos y desconcentrados y flojonazos, pero aún no perdían el brillo en los ojos, la curiosidad, la voluntad de juego.

Había también, en el séptimo, un niño de sexto. Tal cual. “El niño de sexto”, me había explicado la directora, “es pariente de un apoderado muy importante para nosotros”. Iba a preguntarle quién era ese apoderado tan importante, pero el tono de la directora no era misterioso ni esquivo, solo cortante (después supe que era el empresario X y me desilusioné, esperaba una revelación menos previsible). La directora me explicó que tenía que hacer mi clase normalmente, pero preocupándome de bajar un poquito el nivel para que el niño de sexto no quedara tan colgado. Claro que sabía yo bajar el nivel, por supuesto que sí: era un especialista en bajar el nivel, pero la situación me parecía aberrante y estúpida. Y también un poco cómica, porque al niño de sexto curiosamente le gustaba eso de ser el niño-curso. Yo hacía frecuentes bromas tontas, del tipo “todos los niños de sexto básico están presentes hoy, felicitaciones”, o bien pasaba lista mencionando una y otra vez su apellido, para que él dijera, cagado de la risa, todas esas veces “presente, profesor”. También a los niños de séptimo les gustaba tener un compañero de sexto, quizás los hacía sentir grandes o superiores.

A las pocas semanas llegó un nuevo niño de sexto al séptimo básico. “Como usted ya hace el esfuerzo de bajar el nivel”, me dijo la directora, “nos pareció plausible aceptar a este nuevo estudiante”. Me indigné, pero sonriendo. Le dije que debían abrir un sexto básico. Ella no dijo nada. Me quedé en silencio, como esperando cortésmente una respuesta. “Váyase de mi oficina, oiga”, me ladró. Esa misma mañana, a manera de torcida venganza, decidí organizar en el séptimo elecciones presidenciales. Les expliqué el procedimiento, la campaña, en fin: la democracia. Se entusiasmaron. Acordamos que habría un presidente del séptimo y otro del sexto. En el séptimo se impuso uno de los repitentes, por seis votos contra tres. Tal como yo esperaba, la elección en el sexto fue más espectacular, porque ambos niños quisieron ir de candidatos y votaron por sí mismos tanto en primera como en segunda, tercera, cuarta y hasta creo que hubo una décima vuelta. Acaso por cansancio el niño nuevo cedió y el gobierno quedó en manos del niño viejo (así le decían ahora sus compañeros, supongo que yo debería haber reprimido ese sobrenombre, pero igual era divertido).

Las noticias sobre esta verdadera fiesta de la democracia alertaron a la directora, quien me llamó a su oficina y me sermoneó como dos horas. Insistía en que ella no había autorizado las elecciones y yo me defendía argumentando que eran básicamente un juego. Me recordó el incidente de la misa y de paso me reprochó mi política de no mandar tareas para la casa. Yo le repetí, porque ya habíamos hablado varias veces de esto, que las tareas para la casa me parecían innecesarias, y ella volvió a decirme que los niños eran demasiado inquietos y que los propios padres las pedían. Le dije que seguro que las pedían porque no sabían qué hacer con sus hijos en la casa y porque no se soportaban a ellos mismos. Ahí se enojó mucho más. Y luego siguió enojándose porque algo agregué, no me acuerdo qué, probablemente en mala onda, pero en respetuosa mala onda, porque yo necesitaba ese trabajo.

Salí de su oficina con la sensación de que mis días estaban contados. Hablé de eso, el sábado en la tarde, con Tatiana. Ella me escuchaba con atención o con dulzura, o quizás simplemente con respeto. Yo miraba sus ojos achinados y pardos, su nariz puntuda y graciosa, su pelo negro azabache cayendo sobre sus escuálidos pechos. No sé por qué pensé que era el momento perfecto para besarla. Pero no lo era. Me devolvió una cachetada y me miró como diciendo “otro más” o “yo creí que éramos amigos” o “feo” o “qué buena que me salió esta cachetada” o todo eso al mismo tiempo. Solo atiné a preguntarle si quería de vuelta el libro de Walser. Negó con asombro o con rabia, como si mi pregunta fuera insultante.

***

¿Es cierto que va a empezar a mandarnos tareas para la casa, profe?, me preguntó un alumno, saliendo de misa, el lunes siguiente.

¿Quién te dijo eso?

Eso andan diciendo.

¿Quiénes?

Todos.

Entonces debe ser cierto, le respondí.

Medio influido por la magnífica novela de Walser pero también por la decepción amorosa, esa mañana me dediqué en todas mis clases a mandar tareas para la casa: decidí que no serían para los chicos sino para sus padres, literalmente: cada papá sería responsable de escribir una composición de al menos 10 páginas, en letra Times New Roman tamaño 10 y a espacio simple, sobre alguno de los siguientes temas:

-Mi primer millón de pesos

-Qué es ser chileno

-Vida y obra de Karl Marx

-El 11 de septiembre de 1973

-¿Los Prisioneros o Soda Stereo?

-Cómo, cuándo y dónde conocí a tu mamá

-Mi relación con el vino

***

Es curioso, pero a los padres no les pareció tan rara la tarea. Algunos reclamaron un poco, pero nadie dio aviso a la dirección. Todos los padres, incluso aquellos que tenían a más de un hijo en el colegio y por lo tanto debían escribir no 10 sino 20 páginas, entregaron la tarea más o menos en el plazo estipulado. Recuerdo haber pasado horas en una placita cerca de la calle Luis Pasteur fumando pitos y cagado de la risa mientras leía esas historias redactadas por gerentes generales de quién sabe qué empresas. Me alegraba imaginarlos frente al computador tipeando como condenados esas composiciones que a veces eran tiernas y otras veces crueles y generalmente fomes y casi siempre estaban plagadas de errores ortográficos. Mi venganza consistía en corregir esas tareas con lápiz rojo, implacablemente, señalando toda clase de errores, y hasta me permití recomendarles a algunos papás –en mayúsculas y entre signos de exclamación– que mejor volvieran al colegio, porque no habían aprendido nada. En honor a la verdad debo consignar aquí que hubo dos textos bellamente facturados a los que me vi obligado a ponerles la nota máxima.

***

Arreciaron los reclamos y la exigencia de mi despido. La directora me llamó a casa a medianoche, comunicándome que al día siguiente debía presentarme en su oficina. Esa mañana llegué a la misa muy desanimado. Sabía que era la última, así que rastrera e instintivamente decidí participar, en especial de esa parte del “escúchanos Señor, te rogamos”. El cura sonreía como diciéndome o diciéndose: “Lo logré”. La directora me tuvo horas esperando hasta que me hizo pasar y se limitó a firmar con actitud hierática el escuálido cheque de mi finiquito.

Salí al patio, saludé a mis alumnos como si nada hubiera pasado. Recibí mi hamburguesa y me senté a saborearla con anticipada nostalgia mientras tonificaba el presente con unos parrafitos del Jakob von Gunten, que seguía siendo mi libro de cabecera. En eso apareció Lehuedé y se sentó junto a mí a sorbetear una Fanta.

“¿Y, profe? ¿Me va a prestar el libro o no?”, me dijo. Le dije que lo estaba leyendo todavía.

“Pucha que es lenteja, profe. Yo ya me lo hubiera terminado”.

Pensé en explicarle las virtudes de la relectura, pero me dio lata.

“¿Oiga, profe, es verdad que se va?”.

No alcancé a responderle cuando me dijo que me echaría de menos. Casi me puse a llorar, pero mantuve la compostura, la reforcé: no sé de dónde sacaste eso, le respondí. Mentí por orgullo. O por aportar a la confusión. O por darme un postrero lujo.

“Toma”, le dije enseguida, en un tono quizás demasiado solemne, como de viejo, como de padre, pasándole el libro. Le di la novela quizás pensando, con ridículo romanticismo, que tal vez le hacía un favor al mundo.

“Se lo devuelvo la próxima semana, profe”, me dijo Lehuedé, “yo leo súper rápido”.

Lehuedé guardó mi querido ejemplar de ese libro genial que me había regalado una mujer que ya nunca en la vida me regalaría nada más, y yo me quedé en el patio terminando la última hamburguesa y salí para siempre, a paso lento, con la frente relativamente en alto, de ese colegio que, gracias a Dios, ya no existe.

 

Ilustración: Violeta Cereceda

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