María Moreno (o la imposibilidad de realizar una entrevista)

Aunque no le acomoda el primer plano ni la exposición pública, sus textos transgresores y su libertad vital la han instalado en la avanzada de la literatura latinoamericana, como una surfista a contramano. Desde ese andamiaje de vida y escritura produce notables relatos que, a falta de un nombre más preciso, llamamos crónicas. Como si la consigna fuera correr el cerco y, quizás más preciso, ignorarlo.

por Cecilia García-Huidobro Mc I 5 Marzo 2020

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El encuentro iba a ser en su casa. Eso le había pedido yo, ilusionada con la idea de asomarme al espacio personal de la misteriosa María Moreno. Pero el día antes, María me llamó para decirme que estaban haciendo trabajos en su departamento y prefería que nos reuniéramos en el Miramar, entre la Avenida San Juan y la calle Suiparí, agregó, como si se tratara de un sector que yo ubicaba bien. El bueno de Google ya me aclararía dónde diablos estaba, pero mi primera sensación fue que María Moreno seguiría conservando su rabiosa privacidad; privacidad que sin embargo ella ventila en letras de molde sin remilgos ni maquillaje. Aunque tal vez eso no sea más que una ilusión y lo que más bien despliega, para decirlo con sus propias palabras, es “una imaginación íntima que adopta la forma de una escritura del yo que se invierte en una serie de antisucesos y peripecias antirrealistas, utilizada con un efecto de inmediatez y oralidad a través de una voz”.

O sea que lo suyo es la simetría asimétrica, una expresión que ella misma acuña para perfilar una paradoja alojada en la bitácora del destacado periodista Rodolfo Walsh, y que ahora plagio –algo que María suele hacer de modo chispeante– para hablar de ella y sus propias tensiones. Porque es un hecho que no le acomoda el primer plano ni la exposición pública y, no obstante, sus transgresiones escriturales y su libertad vital la han instalado en la avanzada, como una surfista a contramano. Desde ese andamiaje de vida y escritura produce notables construcciones ficcionales que, a falta de un nombre más preciso, llamamos crónicas. Como si la consigna fuera correr el cerco y, quizás más preciso, ignorarlo.

Poco asertivo, su sicoanalista despacha esta suerte de antinomia sugiriendo que en realidad en algún rincón de su subconsciente opera el mandato de ponerle proa a situaciones que la sometan a presión, que la expongan. Simplificaciones de diván, no cabe duda. Lo concreto es que, aunque ha sido entrevistadora y de las buenas, rehúye cualquier interrogación. A poco de reunirnos en el lugar donde me ha citado, más bien es ella quien da rienda suelta al pregunteo.

Efectivamente, gracias al lazarillo Google di con el Miramar, un antiguo restaurante español que no parecía haberse enterado de la llegada del siglo XXI. Los mozos mucho menos, algo que, por supuesto, agradecí. La sorpresa empezó al escudriñar cómo llegar al restaurante… Debía tomar la línea E de Subte, hasta ahí todo predecible. Pero la estación en la que debía bajarme se llamaba nada más ni nada menos que Rodolfo Walsh. ¿Broma de María? ¿Un guiño de esta ciudad que a ratos gusta mostrarse como una creación literaria?

Me encaminé con la sensación de que andaba sobre las huellas de Walsh cuando repartía su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, que muchos estiman le costó la vida, ya que repartidas las primeras copias, este precursor del Nuevo Periodismo incluso anticipando a Capote, fue acribillado y luego desaparecido.

No pude menos que sentir que me estaba internando en un pasaje de Oración, libro en el que María Moreno relata la violencia política de su país y en particular en la vida de los Walsh de forma cubista, para decirlo de algún modo. Como si lo político, lo íntimo, lo inconsciente y lo testimonial se superpusieran hasta conformar un cuadro. O un relato.

En la cuadra que separaba la salida de la estación del restaurant, como Hansel y Gretel, me fui encontrando señales. Primero una placa en un muro que decía algo así como “a Rodolfo Walsh secuestrado en estas calles”; un poco después un pequeño montículo en el suelo al lado de una acacia volvía a modo de jaculatoria sobre lo mismo: “RW detenido desaparecido del barrio por la dictadura”.

Adelantándome a la hora convenida, me instalé en una mesa para verla llegar. Una treta que me enseñó un viejo profesor. Pude comprobar entonces que entró con la familiaridad de quien vuelve a casa. Aquí no se iba a cumplir esa observación que alguna vez le escuché comentar a María a propósito de conductas machistas: “Siempre atienden primero a los hombres en los bares”. Mucho menos podría repetirse una experiencia que le ha ocurrido más de una vez: al pedir otro whisky, la respuesta del mozo al tratarse de una mujer es ¿otro? Algo, por cierto, que jamás le ocurriría a un caballero.

Me contó que tenía una gata que junto a sus otros gatos organizaba operaciones comando, como robarse un pollo desde la mismísima olla de una vecina, el que aparecía luego en el jardín, pelado, con apenas los huesos principales. Suena como una inmejorable receta para escribir crónica, pensé para mis adentros.

En este lugar la saludan por su nombre y le sirven un bourbon con total naturalidad: sencillez de barrio, llaneza de cómplice.

Estaba absorbida leyendo el menú, indecisa entre la tortilla de papas y estofado de conejo –todo muy español se comprende–, así que no vi al mozo acercarse y solo lo escuché cuando preguntó:

–¿Qué van a tomar?

Con la vista pegada en la carta tratando de descifrar qué era exactamente “el rabo de toro” que se recomendaba muy especialmente, oí la ronca voz de María responder:

–Esa es toda una pregunta…

En ese momento pensé que María Moreno, la misteriosa María Moreno, no escribe crónicas, las vive…

Me había hecho la ilusión de que iríamos a los bares de la calle Corrientes o lo que quedaba de esos lugares que fueron su universidad y su cobija; su despacho y su terapia… Había confeccionado una lista guiándome por su libro Black Out. Claro que un reporteo previo me anticipó que la mayoría ya no existía, como tampoco muchos de sus colegas, tal vez por eso que en Black Out se pregunte reiteradamente “¿Dónde están mis compañeros?”.

El BarBaro, por ejemplo, fundado por el artista Luis Felipe Noé luego de publicar Antiestética, un libro de cabecera para María sobre todo por nociones de “ruptura de la unidad” y “asunción del caos”, había desaparecido. Y algunos que todavía siguen, como La Paz, están brutalmente transformados, así que mi propuesta inicial de una romería tras esos tiempos no tenía mucho sentido.

A falta del peregrinaje por antiguos bares, estábamos en el Miramar con buena comida y mejor conversación. Me contó que tenía una gata que junto a sus otros gatos organizaba operaciones comando, como robarse un pollo desde la mismísima olla de una vecina, el que aparecía luego en el jardín, pelado, con apenas los huesos principales. Suena como una inmejorable receta para escribir crónica, pensé para mis adentros.

Como su gata, yo intenté afanarle información, pero resultó más difícil que agarrar un plumífero hirviendo. Como quien no quiere la cosa, me dijo “no me gustan las preguntas esculpidas, ¿sabés?, llenas de afirmaciones”. Recibí el golpe sin chistar. Entonces exploré otros derroteros. Me puse a indagar por inéditos y proyectos. “Uso los periódicos como borrador”, me contestó. Supongo que en las redacciones y su extensión natural el bar, María prueba y amasa los temas, al punto que no tiene eso que arcaicamente se llaman manuscritos… todo está publicado. Súmese a eso –añade– el ataque de un virus que sufrió su computador hace un tiempo que borró numerosos originales, incluida una novela que no le pesa demasiado haberla perdido: “Si no lo había publicado es por algo –comenta–, quiere decir que no me terminaba de convencer”.

Todavía menos convencida estaba yo de haber logrado conocerla más luego de este encuentro. Ya despidiéndonos, recordé que suele caracterizarse con chapas burlescas como “Antígona barriobajera” o “Existencialista de alcoba”, lo que da cuenta de su incisivo humor, claro, pero corrobora también que María Moreno seguirá siendo un misterio. Al menos para mí. Aunque si lo pienso bien, y como ya está dicho que no escribe crónicas sino que las vive, bastará con seguir itinerando por sus libros. Leerla es como charlar con ella en un banco a la sombra. Inmejorable simetría asimétrica.

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