Parra, el maestro

En sus poemas Nicanor Parra lograba el mismo efecto que esos profesores que, en lugar de decirte lo que tienes que hacer, te desafían a encontrarlo por ti mismo. No tuve muchos maestros así. Si tuviera que elegir uno solo de sus libros, me quedaría con Versos de salón, un conjunto colorido y desquiciado de poemas que alteran la división convencional entre autor y lector. En lugar de proyectar su visión personal, como lo haría un poeta romántico, Parra le cede graciosamente a su audiencia la tarea de hallarle sentido y coherencia a lo que parece a primera vista un conjunto aleatorio de obviedades, pero que esconde verdades profundas.

por Andrés Anwandter I 9 Agosto 2018

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Aunque nunca me hizo clases, yo aprendí casi todo de Parra. De su poesía, por supuesto, casi todo lo que sé sobre escribir poesía. No me topé muchas veces con Parra en persona –no tengo anécdotas con él que contar– pero me es difícil, de todos modos, no hablar a tono personal sobre su obra. Porque eso es lo que quiero, a seis meses de su fallecimiento, cuando ya no es noticia: hablar un poco sobre su obra, sobre las lecciones que me entregó y considero relevantes, al menos, para la poesía chilena.

Siempre imaginé la muerte de Nicanor Parra como un evento significativo en la historia de Chile. Su funeral, pensaba, sería comparable al de Pablo Neruda, un hecho político y poético, que nos daría algo que pensar como país y todo eso. Iluso yo, que suelo olvidar constantemente que la poesía no es el centro de la vida nacional. Y así, como en el “Noticiario 1957”, su deceso fue otro ítem más en un listado que incluía la visita del Papa Francisco, la presentación en sociedad del futuro gabinete de Sebastián Piñera, la justicia negociada para Iván Moreira o la polémica por la Fórmula E. Aunque haya sacado titulares en los medios, fue una noticia entre otras. Es cierto que su velatorio y sepultura dieron harto que hablar a los medios, pero no fue en general sobre su obra poética sino, por ejemplo, sobre la presencia de la Presidenta Bachelet, o luego sobre disputas entre familiares en torno a su legado material. Raúl Zurita se quejó en The Clinic de la ausencia de poesía en las exequias de Parra. Al parecer hubo canto, música y cahuines, pero muy pocos poemas. Y habría sido tan fácil traer su obra a colación: en ella abundan, sin solemnidad alguna, la muerte, los funerales, los ataúdes, como se ve por ejemplo en el poema “Últimas instrucciones”:

 

Terminado el velorio

quedan en LIberTAD de acciÓn

ríanse –lloren– hagan lo que quieran

eso sí que cuando choquen con una pizarra

guarden un mínimo de compostura:

en ese hueco negro vivo yo.

 

Hasta donde me enteré, los poetas mayormente callaron. Algunos relataron historias con el personaje, pero no escribieron acerca de su trabajo. No desprecio en ningún caso esas anécdotas para armarse una figura más completa de Nicanor Parra, aunque yo solo puedo aportar hablando sobre mis encuentros con su poesía. Y tratando de desentrañar algunas de sus enseñanzas. Porque a través de su producción poética, Parra fue un “maestro”, un profesor antes que un sabio, o un hombre de letras, o un autor famoso que deja una compleja sucesión. Por lo mismo, me parece más provechoso hablar de lo que su obra puede todavía mostrarnos, en lugar de seguir especulando con su supuesta herencia. Lo que me lleva de partida directamente a mis años escolares.

“Todo es poesía / menos la poesía”, dice un artefacto, lo que no equivale a afirmar que todo vale, sino que hay que buscar la poesía fuera de las convenciones poéticas al uso.

En mi época de colegio el “género lírico” se abordaba inicialmente en octavo básico. Antes de eso se veían poemas por cierto, pero al menos en mi caso, nada me había hecho interesarme por la poesía. La pedagogía poética era en ese entonces muy limitada, supongo que lo es todavía, y lograba muchas veces que uno, en vez de desarrollar alguna apreciación por ella, acabara despreciando la actividad de hacer versos. La poesía se presentaba como algo romántico, rebuscado u oscuro: cualidades similares a aquellas contra las cuales justamente se había rebelado la antipoesía parriana varias décadas antes. La imagen de poema que me había dejado hasta ese momento mi educación era la de una oda a la rosa (o a la madre), con rimas obvias y figuras convencionales. Más aun, para la escuela, la poesía estaba siempre en los libros, era palabra escrita: un género literario, de hecho. Y tenía montones de reglas que nadie sabía explicar muy bien.

La profesora de castellano trajo una vez un casete de Pablo Neruda recitando, y puso play para que estuviéramos en silencio mientras ella revisaba el libro de clases. A esas alturas, como todo el mundo, yo ya ubicaba el sonsonete nerudiano, podía incluso imitarlo, aunque rara vez me fijaba en sus palabras, porque Neruda era la imagen viva de la fomedad. Algo de lo que decía esa vez hizo sonrojar y luego reír a la mayor parte de la clase, por lo que asumo que se trataba de un poema erótico. La profesora nos pidió que maduráramos y siguió con su trabajo. En eso, un compañero me pasó a escondidas un libro con una página marcada que venía circulando de banco en banco. La página en cuestión traía el poema “Moscas en la mierda” de Nicanor Parra, y logró en un par de segundos lo que ocho años de escolaridad no habían podido: que la poesía me sacara una carcajada. El libro fue inmediatamente confiscado pero, en vez de amonestarme, la profesora me pidió muy seria que recitara el texto. Esto implicaba pronunciar cinco veces la palabra “mierda” ante la clase, lo que pude hacer apenas sin reírme. Para contextualizar, en esa misma época yo tenía un casete grabado con La voz de los 80 de Los Prisioneros y un pasatiempo favorito con amigos era subirle una y otra vez el volumen para que todos los vecinos escucharan la parte de la “mierda buena onda”: así de subversivos son los niños. Así de ridículamente represiva también era la atmósfera en ese tiempo. Y así de liberadora la experiencia de tropezarse con Parra a los 13 años.

La profesora mencionó después que eso se llamaba “antipoesía” (aunque no entró en detalles) y trató de tirarnos la lengua sobre lo que habíamos escuchado, en buena onda. Pero el curso quedó más bien mudo. Y tocó el timbre. ¿Qué podía uno decir además? Al leer los versos en voz alta, la risa que me causaba leer el garabato impreso se mezclaba con la intuición de que había ahí algo sombrío, feroz, y muy real: “Porque yo nací y me crié con las moscas / en una casa rodeada de mierda”. Quizás la poesía era un asunto menos benigno que lo que me habían pasado hasta ahora en clases. Quizás un poema era algo mucho más amplio, que podía contener tanto moscas como rosas (o madres). Y donde se podía también decir mierda sin sanciones.

Esto me llevó a revisar en casa Obra gruesa, en busca de más garabatos (y ojalá alguna transgresión de otro tipo). Decepcionantemente, no hallé ninguno –el poema de la clase se encuentra en el muy posterior Hojas de Parra–, pero sí leí algunas imágenes que me quedaron dando vueltas: un esqueleto que lee Las Últimas Noticias por ejemplo, que aún me hace mucha gracia. Hojeando el libro de noche, en mi cama, sentí de nuevo esa ampliación del campo de lo poético hasta incluir las cuestiones más absurdas, una permisividad con respecto a temas e imágenes, un humor raro que impregnaba esos versos impresos con la “letra de Papelucho”, la clásica tipografía de Editorial Universitaria, que yo asocio con el mundo de la educación escolar. No puedo decir que “entendía” mucho lo leído, se trataba mal que mal de una poesía adulta, muy alejada de mi experiencia preadolescente, aunque sí aprendí de alguna forma que era posible hacer poesía con cualquier cosa, que era incluso necesario usar lo que estuviese a mano para que esta sonara verdadera. En sus poemas, Parra lograba el mismo efecto que esos profesores que, en lugar de decirte lo que tienes que hacer, te desafían a encontrarlo por ti mismo. No tuve muchos maestros así, y es significativo que uno de esos pocos, el recordado “Señor Torres”, haya sido el poeta valdiviano Jorge Torres en su calidad de profesor de técnicas manuales: un parriano de tomo y lomo en sus inicios. A pesar de estas lecciones, no continué leyendo a Parra hasta un par de años después, cuando ya me había interesado en serio por la poesía.

En el hogar donde crecí había muchos libros, pero pocos de estos eran de poemas. Providencialmente, Obra gruesa era uno de ellos, y estaba por alguna razón en dos versiones: una de bolsillo y tapa blanda, otra empastada, con forro, y fotografías en blanco y negro del autor entre secciones (en una de las imágenes, quizás la más entrañable, Parra abraza a su perro Capitán). Como se sabe, Obra gruesa es una recopilación de sus libros hasta 1969 (excluyendo Cancionero sin nombre), año que recibe el premio Nacional de Literatura. La versión más pequeña –que me llevé conmigo cuando me fui lejos a estudiar, que devolví años más tarde a la biblioteca paterna, que me acabo de robar nuevamente hace poco– es un primor diseñado por Mauricio Amster. Pese a todo el énfasis en la oralidad que se asume en su poesía, Parra es para mí, antes que nada, una serie de libros. Libros que es preciso leer en voz alta por cierto, de modo de escuchar por cuenta propia lo que Parra hace con las palabras.

Sin estridencias, incursionó en la poesía visual, objetual y conceptual, en la traducción de Shakespeare, desarrolló ese híbrido de oralidad y escritura que son los “discursos de sobremesa”.

Es natural enfrentar Obra gruesa inicialmente como un solo volumen. Una lectura superficial puede dar la impresión de que a partir de la tercera sección de Poemas y antipoemas –el primero de sus libros incluidos– ya no hay grandes cambios en los textos que siguen: todo es antipoesía, vale decir, textos que dialogan en verso con situaciones, géneros o discursos no poéticos. El antipoeta se muestra como una ameba capaz de absorber todo lo que encuentra a su alrededor, según explica Parra en una carta a Luis Oyarzún desde Oxford a comienzos de los 50. Aunque la voz del antipoeta evoluciona (se vuelve cada vez más disparatada), sus imágenes son invariablemente rotundas y claras, sus versos son medidos, su ritmo es coloquial. Es en esto donde el trabajo de Parra hace evidente su deuda con la poesía popular (algo que comparte con la poesía de su hermana Violeta). De aquí viene también la impresión de que es fácil escribir como él, sobre todo si se identifica el arte de lo poético con la dificultad, la complejidad, el misterio o la penumbra del sentido. Esta lectura superficial de Parra, sostenida en su momento por algunos poetas y críticos, es incapaz de ver que si la antipoesía no ofrece “imágenes de alto vuelo” es justamente porque su vocación es explorar la realidad con los pies bien puestos sobre la tierra, es decir, en el habla cotidiana. No obstante, en sus mejores poemas –“Defensa de Violeta Parra” se me viene a la cabeza– Parra se las arregla siempre para confundir lo alto y lo bajo, el lirismo con la prosa.

La frecuentación de Obra gruesa permite establecer distinciones entre los libros que la conforman: el tono más bien melancólico de Poemas y antipoemas contrasta entonces con la exploración festiva de formas populares en La cueca larga, las angustias filosóficas (y el trabajo con la visualidad del texto) en Canciones rusas, o los collages demenciales de La camisa de fuerza y Versos de salón. Si tuviera que elegir solo uno de estos libros, me quedaría lejos con este último. Un conjunto colorido y desquiciado de poemas, donde Parra perfecciona la poética de los “Versos sueltos”. He usado numerosas veces el poema que lleva ese título en clases, no para explicar la antipoesía, sino para decir algo sobre la poesía en general: Parra altera ahí la división convencional del trabajo entre autor y lector, por ponerlo de algún modo. En lugar de proyectar su visión personal, como lo haría un poeta romántico, le cede graciosamente a su audiencia la tarea de hallarle sentido y coherencia a lo que parece a primera vista un conjunto aleatorio de obviedades, pero que esconde quizás verdades profundas:

 

Un ojo blanco no me dice nada

Hasta cuándo posar de inteligente

Para qué completar un pensamiento.

¡Hay que lanzar al aire las ideas!

El desorden también tiene su encanto

Un murciélago lucha con el sol:

La poesía no molesta a nadie

Y la fucsia parece bailarina.

 

Es en Versos de salón, publicado originalmente en 1962, donde Parra hace más claramente un “saludo a la bandera” a las vanguardias de comienzos del siglo XX, las mismas que inspiraron el tipo de poesía que su trabajo cuestiona (Neruda, Huidobro, De Rokha). Y lo hace adoptando la técnica del collage verbal, algo que ya había practicado una década antes, junto a los jóvenes Lihn y Jodorowsky, al elaborar el Quebrantahuesos. En esta ocasión, y para que no reclamen los más conservadores, lo logra además escribiendo en perfectos endecasílabos (como en buena parte de su primera poesía).

Aunque es tentador hablar aquí de una influencia del surrealismo, me parece que la referencia más evidente es a los medios de información masiva (la prensa y la radio en esa época) y su caótica profusión de noticias. Ezra Pound sugiere que, enfrentada al discurso del periodismo, la poesía logra hablarnos siempre con urgencia en virtud de sus propiedades formales y materiales: “Literature is news that stays news”. De una manera perversa, varios poemas de Versos de salón adoptan justamente la sintaxis de la información mediática para llevarla al paroxismo, haciendo evidente su extrañeza, encontrando poesía en el desorden noticioso en que nos movemos a diario. La naturaleza fragmentaria e inconexa de los textos también sugiere la enajenación del hablante, situación que se agudiza en La camisa de fuerza y vuelve inevitable la explosión posterior del poema en los Artefactos. De hecho, desde comienzos de los 70, y por un buen tiempo, pareció que Parra ya no podía más que ofrecer las esquirlas de una poética reventada.

Se me ocurren otras conexiones, dignas de ser exploradas por los críticos del futuro: con la creación sobre la base de constricciones de OULIPO o John Cage, con la escritura no-creativa de Kenneth Goldsmith, con el reciclaje de basura como arte en Kurt Schwitters.

Hubo a comienzos de los 90 –cuando yo empezaba a moverme en el mundo de la poesía– una especie de verdad revelada sobre Parra que circulaba entre poetas: lo único que valdría la pena de su obra sería Obra gruesa y, desde ahí en adelante, este habría simplemente dilapidado su talento en chistes y garabatos. Por más injusta que resultara esta opinión –pasaba por alto dos libros mayores de poesía: Hojas de Parra y Sermones y prédicas del Cristo de Elqui–, Parra no hacía nada para contrarrestarla: había dejado de publicar poemas propiamente tales, y sus manifestaciones públicas parecían reducirse a frases más o menos ligeras acompañadas del dibujo de un corazón con patas, el infame “hablante lírico”. Otras personas, con una formación religiosa más sólida que la mía, se escandalizaban con sus ocasionales herejías y obscenidades, pero ahí yo solo era capaz de ver humor. Se le acusaba también de haber contaminado la poesía chilena de facilismo y trivialidad. “La antipoesía es el SIDA de la poesía”, declaraba, con una metáfora de pésimo gusto, Miguel Arteche. Desde este punto de vista, los “parrianos” eran quienes, en vez de hacer poesía, se hacían los graciosos.

Hay muchas maneras de responder a estas acusaciones. Por lo bajo se puede decir que un poeta no necesariamente debe hacerse cargo de las “fechorías” de quienes se declaran sus seguidores. Mucho menos en este caso: la antipoesía, tal como yo la entiendo, no es prescriptiva. Si pretende destruir la poesía –o más específicamente la poesía de raigambre romántica– lo hace para dejarnos en libertad de construir nuestra propia poética. “Todo es poesía / menos la poesía”, dice un artefacto, lo que no equivale a afirmar que todo vale, sino que hay que buscar la poesía fuera de las convenciones poéticas al uso. Es así como se puede entender a autores tan distintos como Enrique Lihn, Armando Uribe, Claudio Bertoni o Carlos Cociña, por dar solo algunos ejemplos, como parrianos, es decir, poetas que han desarrollado su obra en el espacio abierto por la antipoesía.

Parra mismo siguió siempre buscando, ahora lo sabemos: llenando cuadernos de ideas y poemas. Sin estridencias, incursionó en la poesía visual, objetual y conceptual, en la traducción de Shakespeare, desarrolló ese híbrido de oralidad y escritura que son los “discursos de sobremesa”, cultivó formatos viles como el eslogan político, el grafiti o el rayado de baño público, y más de una vez dio con alguna ocurrencia capaz de meter baza en la discusión nacional (véase el célebre y, lamentablemente, acertado artefacto que dice: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”).

Una exposición del año 2005 en el MAVI mostraba la cercanía del trabajo de Parra con el del catalán Joan Brossa. Se me ocurren otras conexiones, dignas de ser exploradas por los críticos del futuro: con la creación sobre la base de constricciones de OULIPO o John Cage, con la escritura no-creativa de Kenneth Goldsmith, con el reciclaje de basura como arte en Kurt Schwitters. Movido en sus últimas décadas por una conciencia ecológica, Parra escarbó entre desechos materiales y culturales para hacer una poesía sin ilusiones. De este modo logró huir de la grandilocuencia y mantenerse apegado a la realidad cotidiana.

Por eso, si al final había que desconfiar de algo, era de su canonización. Quienes quieren ver en Nicanor Parra a un autor trascendental, de leer sus palabras como una especie de oráculo, de buscar sabiduría en ellas, yerran tanto como quienes le niegan cualquier valor a la práctica antipoética. Lo repito, Parra fue sin duda un maestro de la poesía: un profesor permisivo, uno que escucha y enseña a escuchar, uno que demuestra haciendo, uno que insta a percibir lo poético fuera de la literatura autorizada y sancionada. Su escritura está toda ahí, por así decirlo, desplegada en la pizarra. Para quien quiera prestarle atención, resplandecen los trazos de tiza cuando les da el sol por la ventana.

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