El arrebato de Marguerite Duras

“Leo y miro todo lo referente a Marguerite Duras desde hace un año. Se ha vuelto una pequeña obsesión la escritura y la presencia de esta mujer, que nunca deja de estar en sus libros y filmes en calidad de protagonista o testigo más o menos cercano. Lo que detonó esta afinidad fue una entrevista”.

por Matías Rivas I 13 Enero 2017

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Leo y miro todo lo referente a Marguerite Duras desde hace un año. Se ha vuelto una pequeña obsesión la escritura y la presencia de esta mujer, que nunca deja de estar en sus libros y filmes en calidad de protagonista o testigo más o menos cercano. Lo que detonó esta afinidad fue una entrevista que vi en YouTube de ella, en la que destrozaba las preguntas burdas de Bernard Pivot con respuestas cortantes dichas con su voz pastosa. Hay un momento en el que habla de lo que significa escribir: “No me preocupo del estilo. Digo las cosas como me llegan. Como me atacan, como me ciegan. He logrado la escritura fluida que buscaba, una escritura distraída diría yo, que corre, que quiere atrapar las cosas más que decirlas. La escritura progresa sobre la cresta de las palabras, para ir deprisa, para no perder nada, que es el drama cuando se escribe. Todo se olvida enseguida”.

Antes, la había frecuentado escasamente en mi juventud. No era el momento. La Duras no es una autora para lectores con prisa y sin experiencias. Yo adolecía entonces del reposo para escuchar y sentir el peso de sus palabras, la fuerza de sus puntos y los silencios inherentes a su prosa. Para ver su trabajo con la disposición espacial de las palabras y escuchar el murmullo anhelante con que la Duras cuenta una y otra vez una misma historia, hay que tener al menos el cuerpo curtido por el deseo y la pérdida. La Duras requiere de un lector con una educación sentimental asumida, que se entregue. En caso contrario, sus textos no dan, se resisten. No aceptan lectores egoístas con sus emociones.

La Duras requiere de un lector con una educación sentimental asumida, que se entregue. En caso contrario, sus textos no dan, se resisten. No aceptan lectores egoístas con sus emociones.

Entre su obra, quizá su novela menos autobiográfica es El arrebato de L.V. Stein. Para mí fue un descubrimiento, un hallazgo atrasado. La historia de esa mujer desesperada de amor, fuera de sí, me impactó como un piedrazo en la cara. El relato de la locura de Lol V. Stein está escrito desde el lugar de un cómplice ambiguo. Lo menos que uno puede decir de este libro es que interpela al lector con una radiografía de las pulsiones desatadas por la pérdida amorosa y sus eventuales consecuencias en el cuerpo y la mente de una mujer. Lol V. Stein de un momento a otro, luego de ver a su prometido con otra, deja de ser quien es y pasa a otra orilla mental. Destruida por la imagen de la traición, deambula alienada, hasta que logra construir una nueva identidad y borrar parcialmente la locura que la poseía. Sin embargo, vuelve al lugar donde la dejó su amor absoluto y se encuentra con amigas cómplices que la llevan a reconstruir y volver a abrigar la pérdida.

Marguerite Duras encontró una sintaxis para escribir sobre la pasión. Una sintaxis que sirve para hablar de amor con genuina ternura, dolor. En otros textos referirá el mismo asunto, las consecuencias del rapto amoroso y de su extravío. La memoria de la piel no deja libre a la Duras, la persigue. El amante (la novela que la convirtió en best seller) es un relato de trazos autobiográficos, lo mismo que Un dique contra el Pacífico. Si bien las historias poseen matices diferentes, en ambos el paisaje es el mismo: Indochina, pobreza y locura familiar, una madre destemplada y un hermano violento, y sobre todo, la entrega sexual a un desconocido que la convierte en su devota amante. Se trata de una experiencia de índole traumática, una experiencia que Duras necesita contar de varias formas. Está obsesionada con esa infancia terrible, que la convierte en un personaje con una carga emocional auténtica, una densidad genuina, con fracturas que nutren sus trabajos y que, a la vez, la atormentan. Sumida en el alcohol y la soledad intenta anular sus temores incesantes, aquellos que vienen de la infancia.

Al igual que Samuel Beckett, la Duras despliega una lengua donde la concisión y los gestos mínimos son esenciales para lograr la expresividad que necesita. Su poética tiene que ver con la reiteración, las pausas y la exactitud. Duras logra la máxima intensidad sin estridencias. Jacques Lacan sintetizó la experiencia como lector devoto de su obra. Observa: “Que la práctica de la letra converja con el uso del inconsciente, es lo único de lo que quiero dar fe al rendirle homenaje”.

 

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