La mirada microscópica de Diamela Eltit

De la generación de narradores surgidos en los 80, Eltit se ha posicionado como una intelectual pública, desarrollando a su vez una obra ensayística donde ha desplegado su admiración y filiaciones con la tradición literaria chilena.

por Álvaro Matus I 1 Abril 2019

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“Sus ojos son a los míos guardianes. Sus manos son a mis manos gemelas en su pequeñez. Con los dedos extremadamente afilados sus uñas aparecen límpidas filtrando el rosado de la carne que acentúa de esa manera su redondez”, dice la voz, suave y al mismo tiempo vibrante de Diamela Eltit, quien lee en un prostíbulo de la calle Maipú un fragmento de Lumpérica, la novela con la que irrumpirá en la literatura tres años después. La escena transcurre en 1980, cuando Lumpérica aún es un borrador, un manuscrito, un deseo. En el salón hay una enorme ponchera y está la cabrona, las mujeres y seis o siete invitados del ámbito cultural. También se han ido sumando vecinos y hasta niños que se asoman por las ventanas a escuchar a esa mujer de pelo corto que es filmada por una cámara mientras continúa su lectura, misteriosa e inquietante, que no se sabe si es una historia o poesía o una suerte de alucinación nocturna.

A esas alturas Eltit ya tiene 31 años y ha formado parte del CADA, colectivo pionero a la hora de repensar los vínculos del arte con lo popular, lo social y lo político. Para no morir de hambre en el arte (1979), por mencionar apenas un ejemplo, recuperaba el ideal de Allende de que todo niño tomara “medio litro de leche” diario y subrayaba, a su vez, una carencia básica de la población chilena durante la dictadura.

Pero la lectura en el prostíbulo fue la primera que ella daba en público sola. Era una forma de inscribir su obra –su proyecto narrativo– en los pliegues o resquicios de la sociedad. Y la verdad es que nunca, a lo largo de 35 años de trayectoria, su mirada microscópica –microscópica a lo Foucault– ha dejado de estar enfocada en esos cuerpos frágiles que circulan por los márgenes y que, por lo mismo, se cuentan entre los más asediados por el modelo neoliberal.

En septiembre del año pasado obtuvo el Premio Nacional de Literatura, un reconocimiento que merecía de sobra si se piensa en la combinación única entre imaginación desbordada y aliento social, entre tejido ensayístico e imágenes poéticas, tan hermosas como aterradoras. Su narrativa alumbra espacios acotados: el hospital (Impuesto a la carne), el supermercado (Mano de obra), la población sitiada (Fuerzas especiales), la pieza-cárcel (Jamás el fuego nunca). No obstante ser novelas muy íntimas y clausuradas, son máquinas de pensamiento: además de abordar las relaciones madre-hija o de pareja o núcleos familiares desestabilizados, son novelas sobre el poder y la derrota, sobre la historia y sus heridas, sobre el Estado y los ciudadanos más vulnerables, sobre los sueños contrastados con la parda realidad.

Su obra se ha convertido en el más acabado archivo de la devastación: entre los escombros, también se encuentran las preguntas que alumbrarán el porvenir.

En Sumar, su más reciente entrega, los vendedores ambulantes, cansados del desprecio y la desconsideración, inician una marcha de 370 días rumbo a La Moneda, en lo que constituye la mayor manifestación popular del siglo XXI. La autora no lo dice, pero quizá sugiera que la precarización del trabajo hará de todos, en poco tiempo más, unos ambulantes: trabajadores que carecen de un puesto estable y que se convierten, sin saber cómo ni por qué, en explotadores de sí mismos.

De la generación de narradores surgidos en los 80, Eltit posee otras dos cualidades que la distinguen. Primero, se ha posicionado como una intelectual pública, interviniendo en todo momento en los debates sobre educación, desigualdad, derechos humanos, aborto, feminismo y enfermedad, estableciendo en este último punto un cruce iluminador entre los males del cuerpo físico y los que afectan al cuerpo social. Emergencias, Réplicas y Signos vitales son los libros que cristalizan su vocación crítica.

En segundo lugar, el ensayo ha sido también un terreno para desplegar su admiración y para establecer filiaciones con la tradición literaria chilena. Desde Marta Brunet hasta José Donoso, pasando por Carlos Droguett y Manuel Rojas, hay un linaje del que ella es su mayor heredera. En un momento en que los escritores chilenos decían venir de Henry James o que soñaban con ser tocados por el éxito del boom, sus ensayos mostraban que nuestra literatura no era un sitio eriazo. Será difícil y será ingrata, pero está lejos de ser un peladero.

Esa dureza Eltit la vio muy temprano: una tarde, al salir del liceo en que hacía clases en la calle Marín, pasó caminando por un hogar de ancianos ubicado en Salvador. Estaban tratando de mover a una señora entre dos funcionarios. Eltit se quedó mirándola. Yo la conozco –se dijo–, la he visto en el diario, quizá en la solapa de una novela. Era María Luisa Bombal. Verla en esas condiciones, justo cuando estaba escribiendo Lumpérica, le permitió vislumbrar lo que podía ser el futuro de una escritora en Chile. Incluso de una gran escritora.

Con 20 libros, entre novelas, crónicas y ensayos, Diamela Eltit ha confirmado que memorizar y escribir siguen siendo una forma de avanzar. Su obra se ha convertido en el más acabado archivo de la devastación: entre los escombros, también se encuentran las preguntas que alumbrarán el porvenir.

 

Ilustración: Daniela Gaule.

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