Philip Roth y la soledad

por Álvaro Bisama

por Álvaro Bisama I 24 Mayo 2018

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Las novelas del escritor estadounidense, fallecido este martes, son gritos que salen a la búsqueda de un eco, arañazos en el aire vacío, ofensas que esperan el golpe de vuelta, personajes neuróticos monologando insomnes sobre sí mismos y los demás. Porque Roth creía en la novela tal y como creyeron Joyce, Flaubert y Beckett, un arte que proveía una experiencia que no era intercambiable, un tipo de conocimiento sobre el sentido de las cosas que no se podía obtener en otro lado.

por álvaro bisama

Anoche, cuando supe que había muerto, pensé en la soledad de Philip Roth. Recordé en que dejó de escribir (o publicar) hace casi una década y que Nathan Zuckerman (el más recurrente de sus alter egos ficcionales) desde hace un buen tiempo era alguien que aparecía como una sombra dentro de sus propias novelas, acaso una voz que era una excusa para narrar las historias de otros. Esos otros podían ser un empresario judío cuya hija se lanzaba a una vida revolucionaria hecha de fuego y muerte, un profesor universitario herido de amor que había ocultado su condición racial o un locutor de radio atrapado en el momento exacto de la caza de brujas de McCarthy. Esas novelas de la década del 90 (Pastoral Americana, La mancha humana y Me casé con un comunista) estaban alejadas del escándalo y la neurosis de los 70 y 80, y permitían percibir falsamente a Zuckerman/Roth como meros espectadores de las propias historias que narraban, condenados a una calculada posición lateral dentro de su propio relato, porque justamente lo que importaba era eso: el modo en que se volvían testigos de la tragedia que podía ser la historia contemporánea.

Avanzaba casi a ciegas hasta estrellarse con una frase o un página que le interesase lo suficiente como para empezar otra vez de cero; un método que implicaba muchas veces hundirse en el vacío mientras se sostenía la propia palabra por pura terquedad, casi como un acto mecánico del que se espera que devenga en iluminación.

Roth confirmaba que estaba solo ahí. Habían desaparecido la parodia en tanto consuelo y el juego literario como un alivio cómico, y la literatura lo devolvía al horror del envejecimiento del cuerpo y al de la memoria como una trampa. Era la soledad del novelista, la soledad de quien batalla con el sentido de las palabras y las historias y las obsesiones, la soledad de quien fracasa una y otra vez al tratar de contar algo y acumula páginas sin destino hasta ser capaz de descubrir una pequeña luz en ellas.

Anoto esto porque Roth describía así su modo de trabajo: avanzaba casi a ciegas hasta estrellarse con una frase o un página que le interesase lo suficiente como para empezar otra vez de cero; un método que implicaba muchas veces hundirse en el vacío mientras se sostenía la propia palabra por pura terquedad, casi como un acto mecánico del que se espera que devenga en iluminación. Quizás así era la soledad de Roth, una soledad parecida a la de Josefina, el personaje del último relato que alcanzó a escribir Kafka, esa rata que canta para los otros sin que ellos sepan muy bien qué hacer con su canto porque no pueden discernir si en esas canciones está condensada la historia de las cosas (y la de ellos mismos) o simplemente se trata de un chillido lanzado al vacío. Kafka –tan admirado por Roth por lo demás– no se decide pero sugiere la idea de que una vez que Josefina no esté, cuando no haya nadie cantando, el pueblo de las ratas se sumergirá en el olvido.

Ese chillido de Josefina quizás define el arte de muchas de las novelas de Roth, que son eso: gritos que salen a la búsqueda de un eco, arañazos en el aire vacío, ofensas que esperan el golpe de vuelta, personajes neuróticos monologando insomnes sobre sí mismos y los demás. Esas novelas cubren nuestros últimos 40 años, pues Roth envejeció con el siglo. Partió como un autor promisorio en Good Bye, Columbus (1959) pero fue El lamento de Portnoy (1969) lo que lo lanzó directo al centro del escándalo literario (hasta Gershom Scholem escribió una diatriba contra él).

Dos décadas más tarde, las novelas de su Trilogía americana (1997-2000) lo terminaron convirtiendo al final en uno de los últimos sobrevivientes de las letras norteamericanas, uno de esos ancianos venerables que se han retirado del mundo solo para mascar de lejos su rabia contra él. En ese proceso, Zuckerman funcionó como una máscara con la que narró toda esa experiencia, sobre todo en Zuckerman encadenado, que es del 2007 pero abarca cuatro novelas de los 80. En esos libros está contenido el modo en que procesó el odio, la fama, el deseo, la locura, las relaciones con la comunidad judía y el público en general. No había héroes posibles, todo estaba envuelto de basura psíquica y real, de ajustes de cuentas familiares, de culpa y vergüenza, de antisemitismo y machismo paródico y más y más soledad, al punto de que más tarde, en La contravida (1986), una de sus novelas más ambiciosas, sugiere la destrucción absoluta de la identidad del mismo Zuckerman, escindido de nuevo en un montón de vidas paralelas, perdido en el laberinto de su propio ego deformado.

Las novelas de su Trilogía americana (1997-2000) lo terminaron convirtiendo al final en uno de los últimos sobrevivientes de las letras norteamericanas, uno de esos ancianos venerables que se han retirado del mundo solo para mascar de lejos su rabia contra él.

Porque Roth creía en la novela tal y como creyeron Joyce, Flaubert y Beckett, un arte único que proveía una experiencia que no era intercambiable, un tipo de conocimiento sobre el sentido de las cosas que no se podía obtener en otro lado. De este modo, si sus estrategias podían ser leídas como posmodernas, su fe en el género tenía algo de decimonónica o modernista: se trataba de un saber profano, capaz de sostenerlo en la oscuridad, algo que atesoraba como un artesano perplejo y secreto. Y quizás aquella reivindicación (de la que habló pero también ejerció de modo obsesivo) es lo que lleva a que lo sigamos leyendo ahora mismo. Roth, sin duda, fue uno de los  maestros terminales de un arte en extinción al que consideraba tan irreductible como complejo, capaz de poner en alerta a sus lectores sobre el sentido de la experiencia que proporcionaba.

Dos de sus novelas finales dan cuenta de eso. De este modo, si Exit ghost (2007) era un relato tristísimo hecho de puros de reflejos y espectros, donde un escritor anciano se perdía en una ciudad para abrazar la silueta dolorosa de la culpa, acosado por  los rostros perdidos de sus viejas fascinaciones agrietadas, expuestas a la luz implacable del tiempo, La conjura contra América (2004) convertía sus memorias de infancia en Newark en una distopía feroz sobre la llegada del fascismo y la ultraderecha a Estados Unidos en los años previos a la II Guerra Mundial.

Entre ambos extremos se movían Roth y su literatura. Estaba ahí esa soledad que nos conmovía a algunos de sus lectores: la soledad de quien es testigo de la destrucción de las cosas, la soledad de quien descubre la entropía de la cultura; la soledad de quien ve la propia vida (y la ficción) como caminos que entrañan una porción no pequeña de rabia y dolor, jamás melancolía; la soledad de quien ve a la novela no como una huida sino como un examen exhaustivo de uno mismo, del tiempo y sus fantasmas.

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