Primo Levi y Natalia Ginzburg: historia de un malentendido

Natalia Ginzburg, quien trabajaba leyendo manuscritos en la editorial Einaudi, nunca le explicará a Primo Levi por qué rechazó Si esto es un hombre, pese a que en Léxico familiar, quizá su mejor libro junto a Las pequeñas virtudes, se justificará de una forma que solo en ella puede alcanzar esa delicadeza: dirá que los errores cometidos por la impulsividad o por la estupidez no son tan dañinos como los obrados por la inteligencia o la sagacidad.

por Federico Galende I 13 Diciembre 2018

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¿Se habrán conocido? Claro que sí, aunque no en las mejores circunstancias. De hecho por la avenida Re Umberto, en la ciudad de Turín, a la que en sus Crónicas Gramsci confesó haber llegado en “estado de sonambulismo” y en la que Nietzsche se anticipó al Holocausto disculpándose ante un caballo, caminan en silencio, ambos un poco apesadumbrados. Fue a mediados de los años 40. Ella tenía una pena inmensa, pero a diferencia de él no estaba dispuesta a tratarla en sus libros, desprovistos de desquites o reivindicaciones y cocinados domésticamente con lo que hay a la mano: una vieja sobremesa con los amigos, las frases que se repiten enhebrando recuerdos entrecortados, las voces lejanas de sus padres o sus hermanos llegándole desde la infancia.

Leone (su par intelectual, su compañero en la cama, su amado) ha muerto en Roma bajo las torturas del nazismo y Adriano Olivetti, amigo de la pareja, acaba de irrumpir en la casa para decirle que debe despertar a los niños, hacer las maletas y salir de allí cuanto antes. A pesar de que el mayor de los tres no pasa de los cinco años, igual ayuda a su madre a hacer las maletas, sin comprender nada y comprendiéndolo todo a la vez. Dos o tres décadas más tarde, cuando sea un adulto, dará pruebas de esto aplicando aquellas “pequeñas virtudes” sobre las que su madre escribía, a su estudio sobre Menocchio, el molinero del siglo XVI que terminó ardiendo en la hoguera del Santo Oficio por sostener que los ángeles provenían de los gusanos. El libro pondrá las vigas centrales de la microhistoria, se llamará El queso y los gusanos, lo firmará Carlo Ginzburg.

Su madre, la escritora Natalia Ginzburg, quien ha adoptado el apellido de su marido, camina ahora por la Re Umberto simplemente porque allí está su lugar de trabajo, la casa Einaudi, una modesta editorial antifascista fundada años atrás por Giulio Einaudi y el propio Leone Ginzburg.

Es la razón por la que por la Re Umberto avanza también Primo Levi: en Einaudi, donde Natalia pasa las tardes revisando un manuscrito tras otro para asesorar a Pavese, ve una editorial amiga, cercana, una editorial que ha atravesado por las mismas penurias que él y que por lo tanto no tendría cómo oponerse a estos testimonios que ha escrito, tal vez los testimonios más dolorosos y desgarrados de los que tenga memoria la humanidad.

En Einaudi, donde Natalia Ginzburg pasa las tardes revisando un manuscrito tras otro, Primo Levi ve una editorial amiga, cercana, que ha atravesado por las mismas penurias que él.

El libro no lo ha escrito porque sea un escritor (es químico, un investigador, un hombre de ciencia), sino porque, con suerte distinta a la de Leone, ha logrado regresar con vida de un campo de exterminio nazi. Su problema es que a las espaldas han quedado más de siete mil compatriotas asesinados: él los ha visto sufrir, ha presenciado las torturas, el gaseo, los fusilamientos, y ha decidido que no se marchará de este mundo sin antes haberlo contado todo, palabra por palabra, pormenorizando cada detalle, cada temblor, cada fracción del horror que ha vivido. Pesa sobre la humanidad la urgencia de que la humanidad se entere de lo que es capaz de hacerse a sí misma.

Por eso durante el año que, al amparo de una fracción de las tropas de Stalin, le lleve regresar a Turín, lo irá anotando todo minuciosamente (en el revés del boleto de un tren, en una cajetilla de cigarros vacía, en un papelito sucio recogido al azar), y cuando esté por fin en su ciudad natal, donde de experto en química descenderá a operario de una fábrica de pinturas para automóviles, se encerrará en una habitación en ruinas (los alemanes habían hecho estallar la planta de nitrato de amonio y los bombarderos americanos terminaron de hacer la tarea) a escribir durante infinitas noches lo que llamó el arte del despertador de recuerdos.

Este arte el químico lo desplegará siempre al final de su jornada, en medio del desvelo y traspasando cada una de sus notas a páginas sobre las que martilla con una Olivetti, fabricada en Ivrea por la familia de Adriano, el mismo hombre que tres o cuatro años atrás había irrumpido en casa de Natalia para comunicarle que Leone estaba muerto y que debía salir con los niños de Roma a toda velocidad. De ahí que los cuatro estén ahora nuevamente en Turín, donde sus padres pueden ayudarla con las tareas de los pequeños mientras ella va y vuelve a la editorial en la que una mañana, encima de su escritorio, se encuentra con el manuscrito.

Lo primero que distingue es la firma: Primo Levi. ¿Levi? Es el apellido de su padre Beppino, el de sus hermanos, el de ella misma cuando no era una Ginzburg. ¿Serán parientes? No, no lo son. Y si lo hubieran sido, el veredicto de la editora de todos modos no habría cambiado. La noticia se la dará ella misma la tarde que Levi regrese por el informe: el libro ha sido rechazado. Evidentemente se trata de un gran libro, solo que inadecuado para un momento en el que Europa está haciendo todo lo posible por ponerse nuevamente de pie.

Los pies le tiemblan entonces a él, quien sabe muy bien lo que ha escrito; sin embargo, camina sin decir nada a su lado por la Re Umberto mientras se van alejando de la editorial. Después los pies le temblarán a ella también, cuando editores y autores de todo el mundo la señalen como la responsable de haber rechazado Si esto es un hombre, el libro más importante en la historia testimonial del siglo XX.

Pero, ¿qué se le va a hacer?

A Primo Levi, quien seguirá siendo su amigo hasta el final de los días, Natalia Ginzburg no le explicará nunca nada, pese a que en Léxico familiar, quizá su mejor libro junto a Las pequeñas virtudes, se justificará de una forma que solo en ella puede alcanzar esa delicadeza: dirá que los errores cometidos por la impulsividad o por la estupidez no son tan dañinos como los obrados por la inteligencia o la sagacidad, puesto que de estos últimos no se regresa, mientras que de los primeros se puede aprender a hacerlo todo desde el comienzo, como ella lo hizo, escribiendo hasta el final libros tan sencillos como geniales, libros en los que la vida empieza siempre de nuevo.

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