A propósito del verbo flirtear

El psicoanalista y escritor Adam Phillips escribió hace unos años un libro que conserva una frescura que se emparienta con la sabiduría: Flirtear: Psicoanálisis, vida y literatura pone el foco en el riesgo y la incertidumbre, en el juego y todo lo que se mantiene abierto, incluso a pesar de nuestros esfuerzos por clausurar o definir ciertos comportamientos y relaciones.

por Bernardita Bravo Pelizzola I 24 Diciembre 2019

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Para Adam Phillips (1954), psicoterapeuta, escritor y editor británico, el psicoanálisis es uno de los variados lenguajes de la literatura, una especie de poesía práctica que cuando se sitúa en escenarios fuera-de-sesión o alejados de la academia, encuentra lecturas donde respira y adopta un tono desenfadado e incluso humorístico, sin perder su complejidad y diversidad, cosa que también caracteriza al placer, al hecho de no estar comprometido desde el punto de vista que plantea en Flirtear: Psicoanálisis, vida y literatura.

Los ensayos de este libro fueron originalmente escritos para un público no psicoanalítico, y ahonda, contra toda postura dogmática, en el placer de la incertidumbre, con una pluma intelectual y seductora, cualidades que no siempre van de la mano de manera tan fluida.

En “Introducción al flirteo”, Phillips plantea que flirtear es alejarse de los estados de convicción; al poner las cosas en juego, se las conoce bajo facetas diversas, aparece la idea de sorpresa y de contingencia, proclives a lo imprevisible, sin convertir esta imprevisibilidad en una nueva trama que la explique. Está claro: el flirteo –con otras personas, con lugares, con objetos o estados de ánimo– será considerado como superficial o incluso como una experiencia cruel si es que valoramos en demasía la fiabilidad, pero también para Freud, quien lo examinó en relación a la guerra y la muerte, da un cierto valor a esa vida que merece ser vivida porque justamente podemos ponerla en riesgo, podemos enfrentarla al tiempo y abrazar la idea de futuro abierto. Recordemos las palabras de Georg Simmel: “Toda decisión concluyente comporta el final del coqueteo”.

Al comienzo del libro, para despojar al psicoanálisis de su rigidez y excesiva conciencia o dirección hacia el inconsciente, Phillips realza el juego y la transgresión propios de los niños, a vivir en la ambivalencia de modo desprejuiciado, a saltar en una cama y a la vez dormir en ella.

En literatura, hay actos que podrían responder a esta experimentación curiosa y sin saber si lo concibió de ese modo –simplemente me muevo por el deseo y no la certeza– acudo a Sylvia Plath y su literatura infantil con El libro de las camas, que como todo buen libro para niños posee capas de lectura que traspasan lo literal –si bien el goce en el niño acaso resida precisamente en eso– y muestra una faceta distinta a su reconocida obra confesional y autobiográfica. Plath es lúdica de entrada: “Hay camas de muchos tamaños (…) La mayoría son camas para dormir o descansar, pero las mejores Camas sirven también para disfrutar”. El poema no solo juega formalmente con la rima, con esa mayúscula que le otorga a la palabra Cama distinción de nombre propio, el color de la tipografía o las ilustraciones de Quentin Blake (estas últimas, decisiones editoriales posteriores a la obra de la autora) sino que en su corpus semántico se abre a una pluralidad y hallamos ese “otro” relato que puede que no hayamos tenido en cuenta pero que siempre está presente. Se extiende el uso de la cama más allá del dormir; se describen al comienzo clásicos tipos de cama –dobles, individuales, cunas y matrimoniales– y luego se adentra en definiciones que bien podrían ser posibles formas de ser o hacer de aquellos seres que las habitan y las abandonan en un mismo día: “La Cama que más conviene (y con esto no termino) es aquella que navega como un raudo Submarino”; “otra Cama interesante que vamos a aconsejar es aquella que sin culpa todos podemos ensuciar”; “aunque si en realidad lo que quieres es moverte, sin duda una Cama tanque es la ideal para entretenerte”; “otras Camas más apacibles, que no se alteran ni se acaloran…”. Plath es irreverente con la palabra, con el objeto que refiere a esa palabra, con el posible sujeto devenido en ese objeto. Cae la omnipotencia, somos desplegables; como afirma Phillips, nuestros prejuicios podrían no funcionar en un futuro y llevamos dentro aconteceres latentes: ¿para qué solo una Camita acogedora y abrigada donde pasar la noche con la luz apagada?, se pregunta al final en este texto que quedó inédito por más de una década y que Plath no vio publicado, hecho que lo reviste aún más de lo accidental y contingente.

Los ensayos de este libro fueron originalmente escritos para un público no psicoanalítico, y ahonda, contra toda postura dogmática, en el placer de la incertidumbre, con una pluma intelectual y seductora, cualidades que no siempre van de la mano de manera tan fluida.

Pero volvamos a Phillips: en “Sobre el amor”, otro de los ensayos, escribe: “Cuando nos enamoramos, estamos recordando cómo enamorarnos”, y ese recuerdo amoroso tiene una característica particular: es incapaz de obtener satisfacción completa y por lo tanto está condenado a la decepción. Los amantes empiezan forjándose ilusiones fascinantes respecto del otro, para terminar desengañados ante la verdad. El enamoramiento, así, no es un buen camino para llegar a conocer a alguien, pero en lugar de esta poética de la desilusión, se apuesta por una valoración más realista de uno mismo y del otro, donde la idealización es remplazada por los titubeos de la ambivalencia.

Si lo explico a través de la poesía, en vez del radical “lo irreal intacto en lo real devastado”, de René Char, opto por el deseo sin compromiso de Marina Tsvetáyeva: “Me gusta saber que no estás loco por mí / y que yo no estoy loca por ti, / que el pesado globo terrestre / no se derrumbará bajo nuestros pies”; el poema completo sugiere una relación entre amantes y quizás valga preguntarse cómo legitimar este tipo de relaciones, unas relaciones que escapan de ese conocimiento del cual surge lo contra erótico y que al sostenerse en la excitación no dan paso a la consternación de las “revelaciones” (la familiaridad asesina el deseo, dice Phillips). Si el amor surge desde un conocerse, ¿cómo imaginar la posibilidad de un amor sin interrogantes, un amarse sin conocerse? Suena a paradoja mientras lo estamos viviendo, pero posible cuando ya lo hemos vivido y logramos concebir el amor como ironistas: bajo una lengua que nos fue común, la distancia posibilita desafectarnos, pero ahí el flirteo –la excitación e incertidumbre que lo teje– también tambalea y entonces habría que examinar, más bien, la relación que establecemos con el tiempo más que con el sujeto-objeto amoroso: ¿cómo flirteamos con el tiempo? ¿Lo ocupamos o malgastamos? ¿Se nos hace siempre insuficiente o creemos que tenemos que matarlo? ¿Nos dedicamos a sospechar del futuro o nos inclinamos por el azar? Quizás sea esta relación temporal la que en esta era define nuestras relaciones.

El ensayo “La culpa” postula que las tradiciones tienden a decirnos lo que es bueno y cómo deberíamos comportarnos para protegerlo; organizamos nuestras vidas alrededor de nuestras, en parte inconscientes, versiones de lo bueno, de aquello que valoramos y deseamos sostener y proteger. El inconsciente desafiaría esas imágenes preferidas de quiénes somos, por lo que el autor afirma que lo que hay que preguntarse es cómo estructurar nuestras vidas para tratar con la culpa, cómo evitar que ese grupo de palabras que la acompañan –error, castigo, redención– dejen de organizarnos con obstinación y superemos el atolladero moral.

Como es evidente, esto también ha sido materia de la religión y la filosofía, pero también estamos todos y todos los días, en estos medios de comunicación masivos, como espectadores o participantes, incitados a narrar traiciones y supuestos accidentes, a oír sobre los desmoronamientos de otros y cómo no, a enjuiciarlos. Nietzsche y su reflexión sobre ese más-allá-del hombre (una traducción que me pareció más sugerente y precisa que superhombre) se cuela bien aquí: la figura de ese camello, el “tú debes” que actúa bajo condicionamiento, que obedece ciegamente, escucha y recibe la carga sin chistar; adhiere a un sistema de creencias que asume como propio, y que sería por supuesto, aquel que enjuicia el desmoronamiento; luego el león, el “tú quieres”, liberado de cargas morales y sociales pero con una resistencia la mayor de las veces rígida y violenta y, por último (y volvemos de nuevo a él, no es casualidad que resurja), el niño, que supera esa autosuficiencia del león, ese “señor en su propio desierto” y que libre de prejuicios consigue la espontaneidad de lo vivo, vive en presente, en asombro, y crea: “Es un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento”.

Esa postura de la realidad, donde todo es importante, nos muestra una forma de conocimiento: el modo en que el niño ignora es lo que define el rango de lo que conocerá. Es como si viviera flirteando, por cuanto no se conforma ni es consistente; algo similar sucede en la adolescencia, un período que sugiere un estado mental que concebimos como un estadio que debe dejarse atrás y que Phillips abogaría por poder perpetuarlo con la intención, supongo, de que es en estos estados mentales donde accedemos a nuevas versiones de nosotros mismos, sin estar dominados por una verdad única.

Hacia el final del libro, en ensayos que discurren sobre la obra de Philip Roth, Karl Kraus y John Clare, el autor encuentra en la literatura una especie de resonancia con ese modo distinto de hacer otra cosa que es el flirtear. En el escribir, ese acto de resistencia que se empeña en contrariar el orden establecido, en el leer, el placer por descubrir, invitar a la curiosidad. El lenguaje poético, que rechaza las conexiones obvias, posibilita la creación. En la literatura accedemos a nuevas clases de personas, se asume la precariedad de las estructuras desafiando al camello, al león que cotidianamente somos. El flirtear de Phillips cobra sentido: el error es el único modo de hacer algunas cosas, un modo transgresor que apenas toleramos, y que nos recuerda que estamos viviendo muy pocas de nuestras vidas.

 

Flirtear: Psicoanálisis, vida y literatura, Adam Phillips, Anagrama, 304 páginas, $29.000.

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