Constanza Michelson: “Los paneles de expertos y los expertos en funas son igual de reactivos a la política”

“Hicimos la luz, pero perdimos la noche”, escribe Constanza Michelson en Hasta que valga la pena vivir, su tercer libro. Se trata de un compendio de ensayos breves que diagnostican una crisis del deseo, asediada por una legión de discursos deterministas en tiempos que dicen amar la fluidez. El problema no se agota en el individuo: eludir la zona oscura del deseo, asegura la psicoanalista, es ahorrarse el paso por la ética y, con ello, por la política. Pero también hay política donde no se ha querido verla, y en esos espacios, quizás, un modelo de rescate para los valores del humanismo.

por Daniel Hopenhayn I 28 Enero 2020

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Antes del 18 de octubre se discutía mucho sobre la salud mental y los suicidios, pero el estallido social movió el foco a los problemas materiales. Tu libro vincula ambos frentes, al sostener que “lo que acaba de reventar en Chile” es la enemistad entre el deseo humano y el neoliberalismo. ¿Por qué serían enemigos?

Porque la cultura neoliberal, al convertir todo en mercancía, incluso los estilos de vida, ha deteriorado la experiencia. Lo que uno más escucha en la clínica, hace ya varios años, es la sensación de vacío: está lleno de clichés, de estereotipos, de supuestas formas de vida que tú puedes elegir, pero en realidad no hay nada ahí. Entonces, aparecen subjetividades que están por debajo de la línea del deseo. Por ejemplo, las que se relacionan con las cosas y las personas desde la compulsión, como es el caso de las adicciones: “Ese objeto −siempre el mismo− es lo que me llena”. El deseo, en cambio, es un espacio indeterminado: “No sé si es esto o lo otro”. Implica dudas, implica tiempo. Te somete a la tensión de lo que no tienes, pero al mismo tiempo te moviliza. Y el intento de ahorrarse esa tensión, que es lo que estamos viendo, genera formas de estrechez psíquica: o bien fijaciones, la locura de la certeza, o bien el deseo de no desear, la depresión. Entonces, cuando explotó esta revolución y surgió la consigna “hasta que valga la pena vivir”, me pareció evidente que aquí hay algo más que insatisfacciones económicas: hay una crisis del sentido. El libro no pretende dar cuenta del estallido, en todo caso, sino indagar en las nuevas subjetividades a partir de conflictos más bien culturales.

 

Dices que el deseo está hoy “en disputa”. ¿Qué discursos o sujetos lo están disputando?

Creo que hay dos batallas paralelas. Una es la disputa explícita −en la superficie, si se quiere− por los objetos de deseo: qué es lo deseable, cómo amar, cómo desear sexualmente, qué cuerpos son interesantes. O por desear, incluso, otros tipos de cotidianidad: comer de otra manera, consumir de otra manera, etc. Pero a esa batalla le subyace otra: cómo se lleva a cabo esa reivindicación. ¿Nos queremos relacionar con los objetos de deseo desde la certeza, desde la literalidad, desde la falta de compasión con aquello que decretamos indeseable? ¿O, por el contrario, queremos soportar la ambivalencia, repensar las cosas sin reducirlas a dicotomías entre lo aceptable y lo irreparable?

 

Abordas ambas disputas, por ejemplo, desde la revolución feminista.

Claro, porque escribí el libro al calor de esa revolución. Y empecé a preguntarme de qué manera un discurso reivindicatorio puede volverse normativo y a la vez conservar su potencial liberador.

 

Un viejo problema que el “capitalismo del yo”, según planteas, vuelve mucho más difícil: la libertad de autodeterminarse deviene ansiedad por autodefinirse.

Es que cuando caen la tradición y las orientaciones comunitarias, lo único que te queda por administrar es el yo, tu propia carne. Así, mientras apelamos a lo fluido y lo no binario, hay lo que Richard Berstein llama una “ansiedad cartesiana” por clasificar y clasificarse, por construir ciertas certezas desde un yo autosuficiente. Al final, es un yo orgulloso pero súper dependiente, por falta de qué agarrarse. Y para tener una identidad en el descampado, recurrimos a discursos que suenan más nuevos, que nos hacen sentir más especiales, pero que en realidad nos llevan de vuelta al pensamiento en masa. Los adoptamos por imitación y están súper estandarizados.

 

Pero las nuevas exploraciones identitarias se basan justamente en deconstruir discursos estandarizados.

Sí, pero funcionan hasta que creen que han deconstruido su deseo. Nadie deconstruye su deseo, porque el deseo no está en el yo, es anterior a tu voluntad. Lo que uno sí decide es qué hacer con ese deseo, y eso es la ética. Ahora, a mí me parece que estos ejercicios de reivindicar otras identidades, otros nombres y cuerpos, son una herramienta política muy potente. Como trato de explicar en el libro, están socavando una idea establecida del sí mismo. Y cuando tú rompes con la idea del sí mismo de una época, rompes también los límites del pensamiento y pueden empezar a pasar otras cosas. Una revolución, por ejemplo. El problema es que tú te creas esa identidad al punto de esperar que tu experiencia calce plenamente con ella. El deseo es justamente ese descalce.

 

Para tener una identidad en el descampado, recurrimos a discursos que suenan más nuevos, que nos hacen sentir más especiales, pero que en realidad nos llevan de vuelta al pensamiento en masa. Los adoptamos por imitación y están súper estandarizados.

 

No es el instinto, aclaras, sino “algo que pervierte la linealidad del instinto”.

Claro, por eso nunca comes lo justo, siempre es de más o de menos. Nunca hay un objeto adecuado a la pulsión, decía Freud. Siempre hay algo que se escapa, que incomoda y que ningún discurso logra absorber. ¿Y por qué es tan importante ser conscientes de esto? Porque nos obliga a hacer política, a negociar permanentemente nuestras pulsiones sabiendo que no se alcanzará un estado fijo. Pretender que todo funcione, que todo calce, colinda con el totalitarismo: te obliga a negar lo singular, lo que ni siquiera coincide contigo mismo. Ese es el doble filo de las identidades. Buscar pertenencias no tiene nada de malo, obviamente, pero creer a rajatabla que “yo soy esto” te obliga a proyectar en el otro lo que no te gusta de ti. De hecho, están reapareciendo unas morales híper reaccionarias. Son tiempos en que aspiramos a estados fijos: desde la identidad y los nacionalismos, pero también desde teorías que buscan fijar la verdad del ser humano en sus neuronas o en algoritmos.

 

El principio de incertidumbre nos gusta como idea nomás.

Olvídate, estamos enfermos de causalidad, tratamos de explicar todo desde la ciencia o el patriarcado o los alienígenas. Es lo que le pasa al gobierno con el estallido: frente a lo incontrolable, necesita inventar causas, aunque sean medio delirantes. Y es verdad que existen ciertas leyes que nos determinan, tanto culturales como biológicas. Pero hay un “algo más”, el deseo, lo inconsciente, la noche, lo que siempre hizo fracasar nuestra determinación de esas leyes. Nadie fue nunca su clase social o su etnia, nunca nadie fue hombre o mujer. Por eso es tan interesante, políticamente, pensar que no podemos renunciar al deseo y absorber lo humano en una recolección de datos. Martin Hilbert dice que la inteligencia artificial es, en un sentido, estúpida: si uno la programa para hacer clics, la máquina incluso va a hacer una guerra con tal de seguir produciendo clics. Y eso se parece mucho a la banalidad del mal de Hannah Arendt: el no sujeto, el burócrata, o el paciente que llega a la consulta y te pide que lo “desenchufes” como si fuera un electrodoméstico. Esa subjetividad sin sujeto es peligrosa, porque niega la política aun cuando hable de ella.

 

La convierte en gestión de algo ya definido.

Exacto. Es precisamente lo que pasó con la política una vez que se limitó a administrar una ortodoxia económica. La dicotomía no es entre vieja y nueva política, como dicen a veces en el Frente Amplio, sino entre política y simulacro de política. Y en esta inflación de lo yoico, cuando las cosas se tratan de lo que a mí me pasa, de lo que yo siento, también hay un nuevo simulacro político que usa conceptos terapéuticos en un sentido contrario al de la polis. Tú puedes disputar ciertas cosas de lo privado en lo político, pero no suponer que tu vida personal es la política.

 

¿En qué casos pondrías en duda que lo personal sea político?

Por ejemplo, creo que nos faltan definiciones respecto de la figura de la víctima, algo que se viene pensando hace rato. Ya Primo Levi decía “sí, existe la víctima, pero ese sujeto es más que eso, tiene responsabilidades antes y después de serlo”. También Vinka Jackson ha planteado este problema que es muy delicado, porque tarde o temprano lleva a preguntarse en qué casos una víctima podría convertirse también en victimario. Y desde qué punto, entonces, hay que pasar del lenguaje terapéutico al político. Otra pregunta no menor es quién tiene derecho a declararse víctima y argumentar desde ahí. El otro día, en un Coloquio de Perros, una niña me retó muy afectada: “Me violentó tu discurso”. “Chuta, por qué”. “Porque no hablas en lenguaje inclusivo”. Y yo igual lo uso a veces, pero no hablé con la e, no dije siempre “todas y todos”… Ahora, mi diferencia con ella es que yo no le digo a otra persona cómo tiene que hablar. Hacer eso, además de ser violento y patriarcal, no deja lugar para la ética, porque a ella deja de importarle si mis dichos fueron inclusivos o no, toda la comunicación desaparece detrás de un código literal. A eso me refiero con que la política necesita sujetos y no electrodomésticos que solo lean códigos.

 

¿Cuál es el gran problema de la corrección política? Que su literalidad, al vestirse de racionalidad pura, se desentiende de sus propias pulsiones, del sadismo que puede estar canalizando en otra dirección. La funa, por ejemplo, puede ser una herramienta política, pero hay que darse el trabajo de pensar cuándo alguien se está cebando en su crueldad, cuándo se trata de una venganza.

 

En cierta medida, la proliferación de protocolos de conducta responde a una mayor intolerancia a las injusticias cotidianas, ahora que todo queda a la vista. ¿Se podría tratar, entonces, de un mal inevitable?

Efectivamente, esto responde a una ampliación de la justicia, pero hay una parte de la vida que no puede estar completamente escrita en un protocolo. Y si ignoras esa parte, renuncias a la ética, que es el espacio donde te ves obligado a tomar posiciones subjetivas. ¿Cuál es el gran problema de la corrección política? Que su literalidad, al vestirse de racionalidad pura, se desentiende de sus propias pulsiones, del sadismo que puede estar canalizando en otra dirección. La funa, por ejemplo, puede ser una herramienta política, pero hay que darse el trabajo de pensar cuándo alguien se está cebando en su crueldad, cuándo se trata de una venganza. Por último, quizás alguien tiene derecho a vengarse y decir “esta persona me hizo tal cosa”. Pero en todos los que se suben al carro, ¿hay ánimo de justicia o hay pulsión de destrucción? O sea, ya vemos en las redes a funadores que se empiezan a funar entre ellos, porque uno dijo algo incorrecto o interactuó en las redes con un caído. Bajo esa moral binaria van a caer todas las personas.

 

A propósito de esto, escribes: “La subjetividad, hija del capitalismo digital desde el punto de vista lógico, tiende a volverse prefreudiana (sin tragedia), precristiana (sin compasión) y pospolítica, sin negociación”.

La crisis del humanismo tiene que ver con el sujeto de la Ilustración, pero también con sus valores de fraternidad heredados del cristianismo: el perdón, la compasión. Hoy se habla mucho de empatía, ¿pero quién es el prójimo? El igual a ti, no el otro. ¿Qué queda del buen samaritano que vio en el distinto algo parecido a sí mismo? Hay gente que ya ve algo más humano en los animales. Ni qué decir de los muertos en el Mediterráneo, esos cuerpos sin categoría política, ni siquiera de víctimas, mientas la gente se baña en el mar tomando cerveza. Esa deshumanización, en algún grado, nos está tocando a todos. Y creo que tiene que ver con el deterioro de la experiencia del que hablamos al comienzo. Cuando tus relaciones son de usar y botar, el acto de reparar desaparece. Lo que te incomoda, sea persona o cosa, simplemente lo borras del mapa.

 

Padres e hijos

Planteas que el siglo XXI olvidó la lección que dejó el siglo XX: no podemos vivir sin límites. Y que esa falta de límites está afectando especialmente a los jóvenes.

Sí, por la ansiedad. El consumo de tranquilizantes, que era una cosa de viejos, se disparó en los jóvenes. En vez de interesarse por las drogas de los 90, que eran para la euforia, muchos jóvenes buscan tranquilizantes. ¿Qué pasa ahí? En parte, están bajo mucha exposición pública, lo que conlleva funas, ser o no ser popular, etc. Pero además, la palabra todo, que para nosotros siempre fue una hipérbole, para ellos es cada vez más literal. Se las tienen que arreglar con el vértigo de discursos que no establecen límites: todo puede ser y no hay nadie que te diga “no”.

 

Constatas que “el nombre del padre está vacante” y te preguntas si aún tiene sentido, porque el nuevo padre del “cachorro individualista” es el neoliberalismo.

Las leyes del mercado. Eso fue súper claro cuando pasó lo de los 30 pesos. ¿Cuál es el único “no” que se le puede decir al cachorro individualista? El de la técnica. “El panel de expertos dice que no”. O sea, no hay una autoridad que pueda hacer política, decir “no, por tales motivos” y que eso pueda discutirse. En ese sentido, uno podría decir que los paneles de expertos y los expertos en funas son igual de reactivos a la política.

 

También criticas la reescritura aséptica de los clásicos infantiles: “A punta de fábulas y lecciones morales, lo más seguro es que criaremos lobos, que es lo mismo que decir sujetos que se creen buenos”.

Bueno, es lo que ya estamos viendo: personas más preocupadas de quedar como buenas que de hacer cosas buenas. O que ni siquiera toman conciencia, en el afán de sentirse buenos, de estar ejerciendo crueldad sobre otros. Y ahí, respecto de los niños, hay otro punto muy preocupante: así como se critica a los viejos que no piensan en los jóvenes cuando votan, por ejemplo a favor del Brexit, uno podría preguntarse si las generaciones jóvenes están pensando en las posibilidades de justicia que van a dejar a los más chicos. Rita Segato, que no será acusada de machista, dice que si criamos a los niños varones desde un pecado original, “eres hombre y tienes que deconstruirte por ser culpable”, las futuras generaciones no van a poder aprender a negociar sus problemas.

 

Hoy se habla mucho de empatía, ¿pero quién es el prójimo? El igual a ti, no el otro. ¿Qué queda del buen samaritano que vio en el distinto algo parecido a sí mismo? Hay gente que ya ve algo más humano en los animales.

 

Otro fenómeno que adviertes es que, con la crisis del patriarcado, el hombre se está viendo librado a su “intrascendencia originaria”, ante lo cual surgen síntomas de retroceso a una masculinidad prepatriarcal.

Eso lo dice Luigi Zoja. Sabemos que la existencia del padre, del macho que se quedó a criar, es una creación muy particular de la especie humana. En la naturaleza existen las madres y los machos andan por ahí haciendo cualquier cosa. Quizás alguno es el jefe de los otros, pero no son padres de nadie. Entonces, el patriarcado fue la invención de un sentido para lo masculino: “Yo tengo la propiedad sobre la familia, pero también el deber de cuidarla”. Por más que eso se cumpliera muy a medias, ¿no? Y como las revoluciones disparan esquirlas para todos lados, una esquirla de la revolución feminista, para Zoja, es que la masculinidad, al perder ese rol patriarcal, tiene regresiones al macho de la fraternidad violenta, al violador colectivo, que destruye a la mujer. A diferencia de la violencia patriarcal doméstica, donde se golpeaba a la mujer puertas adentro porque socialmente era ser poco hombre, estas violaciones colectivas en “manadas” se graban y se viralizan. No hay vergüenza, hay una especie de orgullo.

 

¿No es generalizar casos muy marginales? Para un hombre de hoy, que sus pares sepan que le pega a la mujer es mucho más deshonroso que para uno del siglo XX.

Sí, y eso demuestra que el feminismo ha operado. Pero también existe esta revitalización de una masculinidad absolutamente inútil: pistoleros solitarios disfrazados de unas milicias que no existen, las violaciones colectivas, los Incels, etc. Hay de las dos cosas.

 

Volviendo al principio, ¿se puede decir que los problemas que identificas en estos ensayos (inflación de un yo que no dispone de límites, subjetividades que se saltan la política) te acercan a la tesis de lo pulsional que ha sostenido Carlos Peña a propósito del estallido?

No, porque detrás de la razón también hay pulsión. Cuando un gobierno repite como loro “el panel de expertos”, ahí hay una pulsión, que se parece a la máquina de hacer clics de Hilbert o al burócrata de Hannah Arendt. La pulsión acéfala: “Hay que hacer esto”. O su contracara: “Preferiría no hacerlo”. Entonces, si lo pulsional de los jóvenes es destruir el metro y quemar cosas, lo que cabe es una reflexión sobre el lugar que la violencia está ocupando para ellos como vía de transformación social. Michel Wieviorka dice que la violencia política, tras convertirse en una especie de tabú después de los años 70, se está volviendo a legitimar y que mientras más reacciona el Estado, más personas creen legítimo responderle. La tesis de lo pulsional no aborda ese fenómeno. Me parece que los jóvenes están súper politizados, discursivamente. Lo que está por verse es si prima la disposición de sentarse a la mesa con el adversario o la lógica de verlo destruido. Yo esperaría… no, no es “yo esperaría”: todos tenemos que generar espacios para sentarse a la mesa. Por eso es tan importante el proceso constituyente, tanto o más que el texto final.

 

En el libro recuerdas que, según Freud, después del carnaval viene el pánico, y después del pánico, la búsqueda del nuevo amo. ¿Crees que vamos hacia allá?

No sé. Vamos a necesitar de ciertas verticalidades para que haya política institucional, pero hay que pensar bajo qué formas, qué tipos de liderazgo van a ser tolerables. Ante la crisis del humanismo, hoy están apareciendo dos respuestas: el transhumanismo, una suerte de Ilustración 3.0 que dice “ahora sí tenemos las herramientas técnicas para cumplir el proyecto ilustrado”, y el poshumanismo, que aspira más bien a subvertir la soberbia de lo humano respecto de lo otro. En esa segunda línea, Rita Segato plantea que hay personas −especialmente mujeres− que, al organizar la vida de ciertas maneras para perpetuarla, han hecho política todo el tiempo sin ser vistas por las instituciones. En el libro cito el caso de las mujeres que recolectan agua en Quebrada de Castro, Petorca. O el de Soledad Mella, dirigente de Lo Hermida que recicla basura hace 40 años. Creo que son las voces más interesantes de poner en juego para disputar no solo sentidos comunes, sino maneras de gestionar la vida. Y no lo digo desde el buenismo: de verdad hay mucha politicidad en lugares que no se consideran, y en voces que se desprecian, porque se asume que el saber tiene que estar en otra parte.

 

Fotografía: Mónica Molina

 

Hasta que valga la pena vivir. Ensayos sobre el deseo perdido y el capitalismo del yo, Constanza Michelson, Paidós, 2020, 233 páginas, $13.900.

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