Crítica de la víctima

“En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, o son manifiestamente postizas, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo (…). Pero centrada en la repetición del pasado, la posición victimista excluye cualquier visión de futuro”, plantea Daniele Giglioli en su libro Crítica de la víctima, del cual reproducimos su introducción.

por Daniele Giglioli I 28 Agosto 2020

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La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de auto­estima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado.

Es una palinodia de la modernidad, caracterizada por sus onerosos preceptos: ¡anda erguido, abando­na la minoría de edad! (lo cual rige para todos; véase Kant, Qué es la Ilustración, 1784). Con la víctima rige más bien el lema contrario; en efecto, la minoría de edad, la pasividad y la impotencia son cosas buenas, y tanto peor para quien actúe. Si el criterio para distin­guir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca. En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, o son manifiestamente postizas, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo. Solo en la for­ma hueca de la víctima encontramos hoy una imagen verosímil, aunque invertida, de la plenitud a la que aspiramos, una “máquina mitológica” que, a partir del centro vacío de una falta, carencia o ausencia, gene­ra incesantemente un repertorio de figuras capaz de satisfacer una necesidad que tiene su origen precisa­mente en ese vacío. Lo indeseado se torna deseable.

Pero, como ha explicado Furio Jesi, quien controla una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder. La ideología victimista es hoy el primer dis­fraz de las razones de los fuertes, como vemos en la fábula de Fedro: “Superior stábat lupus…”. Si solo tiene valor la víctima, si esta solo es un valor, la posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posi­ción estratégica para ser ocupada a toda costa. La víc­tima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder. En su erigirse como una identidad indis­cutida, absoluta, en su reducir el ser a una propiedad que nadie pueda disputarle, realiza paródicamente la promesa imposible del individualismo propietario. No en vano es objeto de guerras, so pretexto de esta­blecer quién es más víctima, quién lo ha sido antes y quién durante más tiempo. Las guerras necesitan de ejércitos, y los ejércitos de jefes. La víctima genera li­derazgo. ¿Quién habla en su nombre, quién tiene de­recho a hacerlo, quién la representa, quién transforma la impotencia en poder? ¿Puede realmente hablar el subalterno?, se preguntó Gayatri Spivak en un ensayo famoso. El subalterno que sube a la tribuna en nom­bre de sus semejantes, ¿sigue siendo tal o ha pasado ya a la otra parte?

Hoy nos vemos pillados entre la preceptiva del mal menor, que informa el pensamiento político liberal y el mysterium iniquitatis, que eleva a santo o mártir a quien ha sido golpeado (o desearía serlo o lo pretende) para legitimar su estatus.

No nos apresuremos a contestar, no disipemos de­masiado deprisa la desorientación que es deseable que generen consideraciones como estas. De las víctimas reales a las víctimas imaginarias, el trayecto es largo y accidentado. Que esta desorientación sea más bien nuestro piloto luminoso, por no decir incluso nuestra guía. Piloto luminoso y síntoma de una incapacidad más general, en la que la mitología de la víctima en­cuentra su razón de ser: la desaparición de una idea del bien creíble, positiva. Algo se ha hecho mal. El mundo antiguo, el cristianismo y la modernidad pre­tendieron dar una respuesta a la pregunta sobre qué es justo y necesario para una vida buena; una respuesta más bien ética que moral, fundada en una ratio y no solo en valores. Una polis bien ordenada, una ciudad humana como imagen de la ciudad celeste; la liber­tad-igualdad-fraternidad no era solo un llamamiento al deber ser: creaba una ensambladura entre ontología y deontología, señalaba una elección posible, la mejor, en la categoría o clase de lo que es. Hoy, en cambio, nos vemos pillados entre la preceptiva del mal menor, que informa el pensamiento político liberal (la célebre frase de Churchill “la democracia es el peor gobierno posible, si no consideramos to­dos los demás”) y el mysterium iniquitatis, que eleva a santo o mártir a quien ha sido golpeado (o desearía serlo o lo pretende) para legitimar su estatus.

Pésima alternativa, con su correlato de afectos inevitables: resentimiento, envidia, miedo… Centrada en la repetición del pasado, la posición victimista excluye cualquier visión de fu­turo. Todos nos consideramos, escribe Christopher Lasch en El yo mínimo, “al mismo tiem­po supervivientes y víctimas, o víctimas potenciales (…). La herida más profunda causada por la victimización es preci­samente esta: que acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos activos, sino solo como víctimas pasivas, y la protesta política degenera entonces en un lloriqueo de autoconmiseración”.

Y, para abundar más, Ri­chard Sennett dice esto en Autoridad: “La necesidad de legitimar las propias opiniones en términos de la ofensa o el sufrimiento padecidos une a los hombres cada vez más a las propias ofensas (…): ‘eso que nece­sito’ se define entonces en términos de ‘eso que me ha sido negado'”.

Que nuestro tiempo guste de verse representado por una fórmula de pathos en la que se separa radical­mente el sentir del hacer es un motivo de malestar. Las páginas que siguen son un intento por reaccionar contra este malestar.

Para ello se necesita una crítica de la víctima. La crítica presupone siempre –inevitablemente- cierto grado de crueldad. El objetivo polémico no lo cons­tituyen aquí, como es obvio, las víctimas reales, sino más bien la transformación del imaginario de la víc­tima en un instrumentum regni y en el estigma de impotencia e irresponsabilidad que este deja en los dominados. Pero para deconstruir una máquina mi­tológica es esencial hundir el cuchillo en el ambiguo entrelazarse de falso y verdadero que constituye la razón última de su fuerza. Las figuras imaginarias se construyen siempre seleccionando y combinando materiales verdaderos. El mundo es más complica­do que cualquier fábula de Fedro, y en esto estriba el trabajo de la crítica. En la acepción más amplia del término, la crítica no es solo reproche o juicio, sino también –por no decir más bien o ante todo-, como ya dijo Kant, discernimiento, criba, tamiz, delimita­ción de lo que se puede y no se puede decir; fundación de un campo, apertura de un espacio, individuación de un terreno sobre el que razonar en común. Pero la crítica es también, como ha escrito Foucault comentando precisamente a Kant, conoci­miento del límite y búsque­da de superación de este, el intento por aprovechar, “en la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de dejar de ser –o de no pensar más en– lo que somos, hacemos o pen­samos”. La crítica de la vícti­ma no puede hacerse desde el exterior. El resentimiento, la humillación, la debilidad y el chantaje son unos datos primarios de la experiencia general. Este ensayo está de­dicado a las víctimas que no quieran seguir siéndolo.

 

Crítica de la víctima, Daniele Giglioli, Herder, 2017, 132 páginas, $22.000.

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