Desmesura, decepción y desapego

La autora de Habitar lo social y El miedo a los subordinados, entre varios otros libros fundamentales para entender el acontecer de nuestro país, plantea que no hay que caer en el espejismo de que “Chile cambió”, sino mirar con detención las tensiones de una sociedad que en los últimos 40 años experimentó profundos cambios. Junto a la implementación de la competencia y la individualidad como ideales, por ejemplo, cundió la sensación de abandono ante instituciones que parecieran haber fomentado los privilegios de unos y la precariedad de otros. Lo que enfrentamos en Chile, explica Araujo, es más profundo. Estamos frente a una “disputa por la redistribución del poder y de las riquezas de la sociedad”, pero también ante la tarea de “reconstituir los principios que regulan la vida social para hacerlos aceptables”.

por Kathya Araujo I 13 Enero 2020

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El desenlace de las revueltas que comenzaron en octubre en Chile está abierto. Por eso, modestamente, lo que voy a intentar es poner en perspectiva lo que hoy vivimos. Lo haré ciñéndome a aquello que los estudios que he desarrollado han ido mostrando a lo largo de estos años. Por supuesto, alguien podría objetar la validez de estas interpretaciones aludiendo a que hoy “Chile cambió”. No creo que sea así. En los momentos de crisis, el antes del estallido parece un pasado lejano. Pero verlo de este modo es un espejismo. Aunque la revuelta y las situaciones emergentes sean los componentes principales en este momento, el “minuto anterior” sigue actuando compleja, permanente y decididamente.

Lo que hoy enfrentamos es expresión política, ella sí nueva, impredecible, abierta en su devenir, de un proceso social de muy larga data. Un proceso complejo, heterogéneo y con aristas muy diversas, que debe ser entendido en el marco de los efectos sobre los individuos y el lazo social de la transformación de la condición histórica que ha sufrido la sociedad chilena en las últimas cuatro décadas, o poco más.

Dos han sido las corrientes principales que de manera simultánea, contradictoria y complementaria a la vez, han cincelado la condición histórica actual. La primera es la instalación del modelo económico neoliberal al que se le adosó un nuevo modelo ideal de sociedad. Este modelo implicó nuevas exigencias estructurales para los individuos, al mismo tiempo que impulsó nuevos ideales sociales (competencia, flexibilidad, nuevos signos de estatus). La segunda ha sido el empuje a la democratización de las relaciones sociales (entre hombres y mujeres, adultos y niños). Una promesa de derechos, de igualdad (y de autonomía), que ha impulsado la emergencia de nuevas expectativas de horizontalidad y ha presionado hacia la recomposición de los principios que regulan las relaciones e interacciones entre las personas.

El modelo neoliberal y sus consecuencias en términos de precarización laboral, inconsistencia en las posiciones sociales, pérdida de protecciones sociales y privatización de servicios sociales, entre otros, han producido lo que ha sido leído como exigencias desmesuradas y han generado un nivel de desgaste y agobio transversal en toda la sociedad, excepto probablemente en el pequeño grupo más protegido y aventajado. Asimismo, esta situación ha exigido que las personas híperactúen en el mundo social, buscando soluciones fuertemente individuales, pero también obligándolas a tejer y cultivar redes de contactos amicales y familiares que puedan ayudarlas a sostenerse en la vida social, por ejemplo, a la hora de enfrentar crisis financieras o de salud. Uno de los efectos esenciales de esta combinación de exigencia y ausencia de sostenes institucionales a lo largo de estas décadas ha sido que las personas se percibieron abandonadas a sí mismas y a su propio esfuerzo. Como efecto esencial, desarrollaron una confianza aumentada acerca de sus propias capacidades para lidiar con la vida social. Son individuos más fuertes y más conscientes de sus capacidades de acción.

Uno de los efectos esenciales de esta combinación de exigencia y ausencia de sostenes institucionales a lo largo de estas décadas ha sido que las personas se percibieron abandonadas a sí mismas y a su propio esfuerzo. Como efecto esencial, desarrollaron una confianza aumentada acerca de sus propias capacidades para lidiar con la vida social. Son individuos más fuertes y más conscientes de sus capacidades de acción.

Adicionalmente, en virtud del aumento transversal del acceso al consumo, la provisión de ciertos bienes (electrodomésticos, aparatos de comunicación, viajes), y su peso en el reconocimiento social, se reconfiguró el sentido del “mínimo vital” considerado como digno. Las expectativas de aumento de acceso al consumo y de participación en el reparto de la riqueza crecieron (y difícilmente las personas están dispuestas a renunciar a ellas). Sin embargo, la decepción y el cuestionamiento en torno al precio que debía pagarse por ello, se expandieron.

Consistentemente, se generó en las personas la convicción de que es posible (e incluso deseable) actuar sin las instituciones. Esta convicción no solo provino del fortalecimiento de la imagen de sí ya discutida. Ella fue resultado, además, de la percepción de que resultaba necesario defenderse de las propias instituciones, que empezaron a ser vistas como abusivas o como generadoras de exigencias excesivas (por ejemplo, la alta dedicación temporal al trabajo o las arbitrariedades de las casas comerciales) o simplemente incapaces para responder a sus demandas, expectativas y necesidades (como en el caso de la salud o la misma política institucional).

Los empujes a la democratización de las relaciones sociales, por su parte, se cristalizaron en las promesas de igualdad y derechos impulsadas al menos desde la década de 1990, las que se tradujeron de manera importante en una elevada atención a las formas de ser tratados en las interacciones con las instituciones y otros miembros de la sociedad. La expansión de estas promesas echó luz sobre dos aspectos esenciales. Funcionó como un lente de aumento que hizo que las personas percibieran críticamente la actuación desmedida de lógicas históricas aún vigentes en las relaciones sociales (de privilegio, jerarquía naturalizada, abuso y confrontación de poder, y autoritarismo). Permitió, de otro lado, reconocer la existencia de estas desigualdades en las interacciones y otorgarles una enorme importancia, y considerarlas, con justicia, como inaceptables, es decir, como una afrenta a su dignidad. El lenguaje del abuso y de la falta de respeto se convirtió en expresión natural para designar lo intolerable.

Lo anterior se vinculó con la recomposición de lo que se consideran ejercicios de poder justificados. Emergió una crítica compartida y considerada legítima al abuso de los poderosos, al maltrato del superior, a la exclusión por parte de las élites, entre otras. Se ha producido un rechazo muy grande a formas de ejercicio de la autoridad basadas en la violencia y el tutelaje, aunque, paradójicamente, las personas han seguido considerando que el autoritarismo, un uso confrontacional del poder y la habilidad de imponerse sobre otros son esenciales para enfrentar la vida social. La sociedad apareció, así, como un campo de irritaciones en donde a falta de un consenso de lo que se puede considerar un ejercicio del poder admisible, todo ejercicio de poder es puesto bajo sospecha, excepto el propio. El carácter antagónico de la vida social es hoy una percepción extendida y la ley del más fuerte hace su camino.

Se ha producido un rechazo muy grande a formas de ejercicio de la autoridad basadas en la violencia y el tutelaje, aunque, paradójicamente, las personas han seguido considerando que el autoritarismo, un uso confrontacional del poder y la habilidad de imponerse sobre otros son esenciales para enfrentar la vida social. La sociedad apareció, así, como un campo de irritaciones en donde a falta de un consenso de lo que se puede considerar un ejercicio del poder admisible, todo ejercicio de poder es puesto bajo sospecha, excepto el propio.

Simultáneamente, la contradicción entre las promesas sociales y las experiencias ordinarias (discurso del mérito pero vigencia del “pituto”, entre otras) produjo una fuerte decepción y, en algunos grupos sociales más que en otros, un gradual pero constante distanciamiento respecto de las reglas y normas que política, jurídica y civilmente han sido consideradas como fundamento de la regulación de la vida en común. Estas experiencias generaron el sentimiento, además, de que la orientación y regulación de los actos y decisiones le competía a cada cual individualmente. Un efecto de fisión –por usar una imagen de la física– se ha ido produciendo como resultado de que la relación con los principios normativos que pretenden acomunarnos se tiende a establecer desde la desconfianza, la impotencia, la resignación o, en su versión más preocupante, desde el rechazo radical.

Es la constelación que se ha producido en la encrucijada de los procesos descritos la que, me parece, permite poner en perspectiva los acontecimientos políticos hoy. Existe una suerte de circuito de retroalimentación continua que conectó la vivencia de la desmesura (de las exigencias de la vida social, de las desigualdades en las interacciones o en el uso del poder) con la decepción por las promesas sociales no cumplidas, tanto económicas como normativas, y, por cierto, también respecto de aquellos que han sido o tendrían que haber sido sus garantes principales. Finalmente, en medidas y grados distintos, se incrementa el desapego respecto de muchos de los principios, valores y normas que regulan la vida en común.

Por otro lado, se aprecian individuos más fuertes; con mayores expectativas de horizontalidad; con la convicción de poder actuar sin las instituciones; con expectativas más altas sobre el mínimo vital digno; portadores de una aguzada sensibilidad frente al abuso y la falta de respeto; decepcionados y/o a distancia de los principios, valores y normas que regulan la vida en común; con un gran rechazo al ejercicio autoritario de la autoridad, pero con un gran apego todavía al uso de formas autoritarias en sus propias prácticas.

Lo que enfrentamos en Chile no es un simple estallido por saturación. Es más profundo. Se está, por cierto, en una disputa por la redistribución del poder y de las riquezas de la sociedad. Detener los abusos y la desmesura de las exigencias en la vida social (largamente sufridos) es una de las tareas centrales hoy. Será difícil y tomará tiempo, como suele ocurrir en estas luchas. Pero es indispensable no olvidar que la sociedad chilena se encuentra también, y esto es lo esencial, en un momento de reconfiguración de las fórmulas que gobiernan las interacciones, las legitimidades y las racionalidades sociales, todas ellas puestas en cuestión o debilitadas por las experiencias de las últimas décadas. Quisiera, por lo mismo, subrayar que lo que se disputa hoy de manera fundamental es la forma y textura que queremos darle al lazo social. Insistir en que reconstituir los principios que regulan la vida social para hacerlos aceptables y que, en esa medida no solo sea posible sino también deseable la vida en común, es una tarea de muy largo plazo, que convoca no solo a enfrentar al adversario externo sino a ese que habita al interior de cada cual.

 

Imagen de portada: 15 de noviembre, manifestante en la llamada zona cero (Juan Cristóbal Lara).

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