El gran debate

Yuval Levin, editor de revistas como National Affairs, The National Review y New Atlantis, indaga en las figuras de Thomas Paine y Edmund Burke para esclarecer los orígenes de la derecha y la izquierda. En el nacimiento de ambas corrientes estaría la manera en que se asume la historia. Donde Burke se maravilla (la tradición), Paine se indigna; y allí donde Burke ve sabiduría milenaria, Paine no ve sino injusticias por erradicar. Como se aprecia, se trata de una discusión análoga a la que agita nuestro país: ni la derecha ni la centroizquierda saben muy bien qué hacer con el pasado, mientras que los sectores más radicales quieren simplemente (siguiendo a Paine) hacer como si no existiera.

por Daniel Mansuy I 15 Marzo 2018

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¿Cuáles son las diferencias realmente decisivas entre izquierda y derecha? ¿A partir de qué categorías podríamos dar cuenta de esta díada persistente que estructura nuestra vida política al menos desde la Revolución Francesa? En El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, el norteamericano Yuval Levin intenta responder estas preguntas a través de una exhaustiva revisión de la intensa discusión que, a fines del siglo XVIII, sostuvieron Edmund Burke y Thomas Paine. La tesis subyacente es que ese debate nos permite conocer la genealogía intelectual de nuestras diferencias, al mismo tiempo que las ilumina. Burke y Paine condensarían de algún modo buena parte de las disyuntivas que enfrenta la política contemporánea. La elección es interesante, además, porque se trata de dos pensadores que fueron al mismo tiempo actores políticos: ambos articularon en su vida acción y teoría. Así, mientras Burke fue un destacado parlamentario, Paine estuvo involucrado en la Independencia de Estados Unidos y en la Revolución Francesa. En consecuencia, la discusión que los enfrenta no es puramente abstracta, sino que guarda relación con los hechos históricos más acuciantes de su época, y el libro transmite muy bien esa doble dimensión.

Como bien lo nota Levin, el núcleo de sus diferencias pasa por el estatuto del pasado y las posibilidades de la racionalidad humana para ordenar el mundo. Para Burke el pasado es una oportunidad de aprendizaje (debemos aprovechar el trabajo acumulado de muchas generaciones), mientras que Paine lo considera como un conjunto de prejuicios que nuestra razón debe superar. Si para el primero la historia es una especie de gigantesco laboratorio que ha ido seleccionando las mejores reglas de convivencia, para el segundo es un pesado lastre que obstaculiza el pleno despliegue de nuestra libertad y racionalidad. De allí la divergencia profunda de juicio sobre los sucesos de 1789: Burke mira con horror el fenómeno revolucionario y la voluntad constructivista que lo inspira (y ese sentimiento inspira sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa), y Paine ve la Revolución como una oportunidad inédita en la historia de la humanidad para establecer un gobierno racional.

Llegados a este punto, podemos percibir una primera diferencia antropológica, que explica muchos de sus desacuerdos. La pregunta puede formularse así: ¿qué relación deberíamos tener con aquello que heredamos?

Para Burke, lo humano se define por su capacidad de transmisión: debemos entregar a las futuras generaciones aquello que recibimos de las anteriores. No tenemos derecho a reconstruir el mundo a nuestro antojo, sino que somos parte de una larga cadena que constituye en definitiva lo que llamamos cultura.

Para Burke, lo humano se define por su capacidad de transmisión: debemos entregar a las futuras generaciones aquello que recibimos de las anteriores. No tenemos derecho a reconstruir el mundo a nuestro antojo, sino que somos parte de una larga cadena que constituye en definitiva lo que llamamos cultura. Esta última no puede surgir a partir de un individuo aislado ni tampoco de una sola generación, sino que viene dada por una lenta sedimentación de costumbres y prácticas que van constituyendo el mundo común. Esto no significa que debamos conservar petrificado ese pasado, y el pensador de origen irlandés está lejos de ser un reaccionario o un tradicionalista. Más bien, a través de su concepto de prescripción, Burke propone pensar los cambios de modo gradual: solo asumiendo lo heredado podremos ir mejorando sus aspectos deficientes. La reforma es algo indispensable para conservar la tradición, pero debe hacerse siempre al interior de la tradición misma. Salirnos de ella implicaría perder todo lo ganado, acercándonos a un abismo que pondría en riesgo todos y cada uno de los derechos que actualmente gozamos.

La civilización es un logro gradual que debemos preservar y entregar a nuestros hijos. De allí la distancia radical que tiene Burke para con toda forma de contractualismo: al recurrir a un supuesto contrato inicial, perdemos de vista que lo fundamental no ocurre al principio cronológico, sino que en el transcurso de la historia. Por lo mismo, antes de querer introducir cambios demasiado abruptos, deberíamos ser muy conscientes de que –más allá de sus múltiples defectos– el orden social tiene un fundamento misterioso que nunca llegaremos a dominar plenamente, y que intervenir ese mecanismo es mucho menos simple de lo que parece. Las posibilidades de nuestra razón son limitadas y nuestra mente no es capaz de comprender a cabalidad el funcionamiento del orden social. Por lo mismo, la experiencia del pasado posee una cuota importante de autoridad. No respetamos las leyes solo porque las consideramos justas, sino también porque el tiempo las ha consolidado.

A ojos de Paine, este discurso carece de todo sustento, y es solo una forma más o menos sofisticada de defender el orden establecido y los privilegios aparejados. Allí donde Burke se admira y maravilla, Paine se indigna e irrita; y allí donde Burke ve sabiduría milenaria, Paine no ve sino injusticias por erradicar. El autor de Los derechos del hombre tiene mucha confianza en el alcance de la razón humana: si determinadas instituciones son a todas luces injustas y atentan contra la igualdad de los hombres, ¿qué motivo nos impide abolirlas ipso facto?

La reforma es algo indispensable para conservar la tradición, pero debe hacerse siempre al interior de la tradición misma. Salirnos de ella implicaría perder todo lo ganado, acercándonos a un abismo que pondría en riesgo todos y cada uno de los derechos que actualmente gozamos.

Paine se rebela frontalmente contra cualquier tipo de conformismo. Si la realidad no calza con nuestra idea de justicia, debemos dirigir todos nuestros esfuerzos a modificar esa situación. Y en ese esfuerzo no deberíamos tener ninguna consideración especial con los privilegios y con los derechos adquiridos: los prejuicios que nos ha dejado la historia no son más fuertes que nuestras convicciones morales y políticas. O, dicho de otro modo: la historia no nos enseña nada demasiado relevante para comprender al hombre. Esa herencia que Burke tanto valora y respeta no es, para Paine, más que una molesta rémora del pasado.

Paine encarna a la perfección aquella disposición política y moral que podríamos llamar impaciencia: las injusticias del mundo claman al cielo, y no hay un minuto que perder. El horizonte humano no viene dado por transmitir una cultura que el tiempo habría sacralizado, sino que consiste en liberarnos de todo aquello que no podamos justificar racionalmente.

Hay aquí un punto de quiebre fundamental: para Burke, somos animales sociales inmersos en una cultura que debemos recoger, mejorar y transmitir; mientras que para Paine somos individuos sin deudas con las otras generaciones. Para utilizar la famosa metáfora de Kundera, Burke cree que nuestra vida es pesada, pero ese peso es constitutivo de nuestra condición, nos enriquece y nos hace auténticamente humanos (“Tenemos obligaciones hacia la humanidad en general que no derivan de ningún pacto voluntario particular”); y Paine, por su lado, afirma que nuestra vida debe ser lo más liviana posible, sin el menor arraigo porque no hay deberes sin consentimiento previo (“Cada edad y cada generación deben tener tanta libertad para actuar por sí mismas en todos los casos como las edades y las generaciones que las precedieron”).

No es extraño entonces que Burke le otorgue tanta importancia a la Nación, pues es en ella donde el hombre puede encontrarse con su pasado: la Nación encarna la tradición, aquello que recibimos de nuestros antepasados para preservarlo y transmitirlo a nuestros descendientes. La mirada de Paine es más universalista, porque la pertenencia nacional es también, de algún modo, un prejuicio que debemos superar. Desde la lógica de la racionalidad abstracta, nuestra sociabilidad no requiere de mediación alguna. Esto también tiene efectos pedagógicos muy profundos: la educación puede ser vista como oportunidad de transmisión o de emancipación, y de allí emergen dos corrientes difíciles de conciliar.

La derecha chilena nunca ha terminado de comprender la profunda tensión que se produce al tratar de defender, al mismo tiempo, la libertad económica y la protección de ciertas tradiciones; y buena parte de la izquierda critica duramente al mercado, pero no trepida en asumir premisas individualistas en otras discusiones.

Estas dos actitudes antinómicas representan, para Levin, las mejores encarnaciones de lo que seguimos llamando hasta hoy izquierda y derecha. Desde luego, cabría hacer muchos matices y prevenciones pero, en lo grueso, la derecha se caracteriza por cierta valoración de la tradición y de una libertad contenida al interior de un orden; mientras que la izquierda prefiere denunciar la realidad a partir de una concepción abstracta de justicia.

Quizás el gran defecto del libro es que, al centrarse casi exclusivamente en las figuras de Paine y Burke, no trabaja mucho los antecedentes de esta discusión, que podrían ser muy útiles para iluminarla. Es imposible no ver detrás de ellos, por ejemplo, las figuras de Montesquieu y Rousseau; o de Montaigne y Hobbes; y es también, de algún modo, lo que subyace en la dura crítica que Aristóteles formula a la república platónica en el libro II de la Política.

Con todo, el libro es una excelente introducción a los orígenes intelectuales de nuestras diferencias políticas, que se inscriben en tradiciones de pensamiento bien asentadas. Aunque el autor tiene mayor simpatía por Burke, logra presentar un panorama equilibrado que deja abiertas muchas preguntas. Por ejemplo, Yuval Levin nota bien que Burke no percibe el carácter profundamente revolucionario del comercio que, dejado en plena libertad, termina subvirtiendo las tradiciones. Paine, al contrario, comprende bien este fenómeno, pues sostiene que el comercio facilita el progreso de las causas radicales al disolver las instituciones tradicionales.

Asimismo, y como lo dijera Leo Strauss en Derecho natural e historia, Burke parece olvidar que en el origen de toda tradición hay una subversión. Por lo demás, si el peso de la tradición tuviera tal grado de autoevidencia, no sería cuestionada. En algún sentido, el conservadurismo de Burke es insuficiente por cuanto no da cuenta de sí mismo. El sistema de Paine, en todo caso, tiene sus propias dificultades. Por un lado, nunca se toma en serio la diferencia entre el mapa y el territorio: la realidad tiene lógicas que se resisten a cualquier manipulación fundada en un racionalismo abstracto. En el fondo, Paine tiene tal confianza en su razón, que termina despreciando la realidad (por eso critica la existencia misma de partidos políticos: si la razón humana es evidente y unívoca, ¿por qué admitir facciones que defienden intereses particulares?). Además, su individualismo extremo deja a los hombres sin conexiones vitales y significativas entre sí y, por tanto, desamparados frente al poder de un Estado omnímodo.

De más está decir cuán actuales resultan todas estas reflexiones, no solo en el mundo sino en el Chile de hoy. En muchos sentidos, nuestras discusiones tienen que ver con el modo de asumir el pasado. Ni la derecha ni la centroizquierda saben muy bien qué hacer con él, mientras que los sectores más radicales quieren simplemente (siguiendo a Paine) hacer como si no existiera. La derecha (como Burke) nunca ha terminado de comprender la profunda tensión que se produce al tratar de defender, al mismo tiempo, la libertad económica y la protección de ciertas tradiciones; y buena parte de la izquierda critica duramente al mercado, pero no trepida en asumir premisas individualistas en otras discusiones. Los más radicales tienen enormes dificultades (como Paine) para aceptar que la existencia misma del disenso es legítima, y no está siempre fundado en intereses ocultos. Si acaso es cierto que nuestras dificultades se originan en un déficit de orientación política, el libro de Yuval Levin es una gran contribución para tratar de fijar el marco de algunos debates. Sin ese marco, seguiremos con la desagradable sensación de que muchas de las discusiones que dominan el espacio público son vanas y –peor– frívolas.

 

El gran debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda, Yuval Levin, Gota a gota, 2015, 384 páginas, $22.800.

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