Giorgio Agamben: bioseguridad, distanciamiento, verdad

Desde el inicio de la pandemia del coronavirus, el filósofo italiano ha ido entregando sus reflexiones sobre ella, sus implicaciones políticas y morales. A comienzos de abril entregamos sus primeros cuatro artículos y ahora los seis textos aparecidos después de eso, en su columna “Una voz” de la página de la editorial italiana Quodlibet.

por Giorgio Agamben I 10 Junio 2020

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Distanciamiento social (6 de abril)

Es incierto dónde nos espera la muerte; esperémosla por todas partes. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir. Saber morir nos libera de toda sujeción y constricción.

Michel de Montaigne

Como la historia nos enseña que todo fenómeno social tiene o puede tener implicaciones políticas, es oportuno registrar con atención el nuevo concepto que hoy en día hizo su entrada en el léxico político de Occidente: el “distanciamiento social”. Aunque el término probablemente se produjo como un eufemismo con respecto a la crudeza del término “confinamiento” utilizado hasta ahora, uno debe preguntarse qué podría ser un ordenamiento político fundado en él. Esto es aún más urgente, ya que no es solo una hipótesis puramente teórica, si es que es verdad, como en muchas partes se comienza a decir, que la actual emergencia sanitaria puede ser considerada como el laboratorio en el que se preparan las nuevas estructuras políticas y sociales que esperan a la humanidad.

Aunque, como sucede siempre, existen los tontos que sugieren que una tal situación puede considerarse ciertamente positiva y que las nuevas tecnologías desde hace un tiempo han permitido comunicarse felizmente a distancia, no creo que una comunidad fundada en el “distanciamiento social” sea humana y políticamente vivible. En cualquier caso, cualquiera sea la perspectiva, me parece que es sobre este tema que debemos reflexionar.

Una primera consideración se refiere a la naturaleza de verdad singular del fenómeno que las medidas de “distanciamiento social” han producido. Canetti, en esa obra maestra que es Masa y poder, define la masa en la que se basa el poder mediante la inversión del miedo a ser tocado. Mientras que los hombres por lo general temen ser tocados por el extraño y todas las distancias que los hombres establecen a su alrededor surgen de este miedo, la masa es la única situación en la que este miedo se convierte en su contrario: “Solo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto… Una vez que uno se ha abandonado a la masa no teme su contacto… Quienquiera que sea el que se oprime contra uno, se le encuentra idéntico a uno mismo. Se le percibe de la misma manera en que uno se percibe a sí mismo. De repente, es como si todo sucediera dentro de un solo cuerpo… Esta inversión del miedo a ser tocado es peculiar de la masa. El alivio que se extiende a través de él alcanza una medida notable cuanto más densa es la masa”.

No sé qué habría pensado Canetti de la nueva fenomenología de la masa a la que nos enfrentamos: aquello que las medidas de distanciamiento social y el pánico han creado es ciertamente una masa —pero una masa por así decirlo invertida, compuesta por individuos que se mantienen a cualquier costo a distancia los unos de los otros—. Una masa no densa, por lo tanto, pero enrarecida y que, sin embargo, sigue siendo una masa, si esto, como señala Canetti poco después, se define por su carácter compacto y por su pasividad, en el sentido de que “no es posible en ella un movimiento verdaderamente libre… espera, espera una cabeza, que le ha de ser exhibida”.

Unas páginas después, Canetti describe la masa que se forma a través de una prohibición, en la que “muchos ya no quieren hacer lo que hasta ese momento han estado haciendo como individuos. La prohibición es repentina; se la imponen ellos mismos… En todo caso golpea con la mayor fuerza. Tiene lo absoluto de una orden, pero en ella lo decisivo es su carácter negativo”.

Es importante no dejar escapar que una comunidad fundada en el distanciamiento social no tendría que ver, como se podría creer ingenuamente, con un individualismo llevado al exceso: ella sería, por el contrario, como la que vemos hoy en torno nuestro, una masa enrarecida y basada en una prohibición, pero, precisamente por esto, particularmente compacta y pasiva.

 

Una pregunta (13 de abril)

La epidemia fue para la ciudad el comienzo de un mayor desprecio por las leyes… Ninguno tenía decisión para pasar trabajos por lo que se consideraba una empresa noble, pensando que no se sabía si perecería antes de lograrlo.

Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, II; 53

Quisiera compartir con quienes quieran una pregunta en la que por más de un mes no he dejado de pensar: ¿cómo ha podido suceder que sin darse cuenta un país entero haya colapsado ética y políticamente frente a una enfermedad? Las palabras que he usado para formular esta pregunta fueron cuidadosamente evaluadas una por una. La medida de la abdicación de los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de preguntarse cuál es el límite más allá del cual no se está dispuesto a renunciar. Creo que el lector que se tomará la molestia de considerar los siguientes puntos no podrá no convenir en que —sin darse cuenta o fingiendo no darse cuenta—, el umbral que separa a la humanidad de la barbarie se ha sobrepasado.

Cualquier persona con algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse por el hecho de que los medios de comunicación durante todos estos meses hayan difundido cifras sin ningún criterio de cientificidad, no solo sin relacionarlas con la mortalidad anual durante el mismo período, sino incluso sin precisar la causa de la muerte.

1) El primer punto, quizá el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo pudimos aceptar, únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar, que las personas que nos son queridas y que los seres humanos en general no solamente murieran solos, sino que —algo que nunca antes había sucedido en la historia, desde Antígona hasta hoy— sus cadáveres fueran quemados sin un funeral?

2) Aceptamos luego, sin hacer demasiados problemas, únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar, limitar en una medida que nunca antes había sucedido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra fue limitado a ciertas horas) nuestra libertad de movimiento. Aceptamos, en consecuencia, únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar, suspender de hecho nuestras relaciones de amistad y de amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.

3) Esto ha podido suceder —y aquí se toca la raíz del fenómeno— porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que siempre es inseparablemente a la vez corporal y espiritual, en una entidad puramente biológica de una parte y en una vida afectiva y cultural de la otra. Ivan Illich ha demostrado, y David Cayley lo ha recordado recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta división, que se da por descontada y que es, en cambio, la mayor de las abstracciones. Sé muy bien que esta abstracción ha sido realizada por la ciencia moderna a través de los dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa.

Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como estamos tratando de hacer hoy, se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las cuales no hay vía de salida.

Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada en el tiempo, pasada la cual todo volverá a ser como antes. Es verdaderamente singular que podamos repetir esto si no es de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia esté superada, deberemos continuar observando las mismas directrices y que el “distanciamiento social”, como se ha llamado con un significativo eufemismo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, se ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.

No puedo, en este punto, puesto que he acusado las responsabilidades de cada uno de nosotros, no mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad del hombre. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la doncella de la ciencia, la que ahora se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha negado radicalmente sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un papa que se llama Francisco, ha olvidado que Francisco abrazaba a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de la misericordia es la de visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar la vida en lugar de la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus tareas es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso irreflexivo de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye de hecho al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han excedido todos los límites, y uno tiene la impresión de que las palabras del primer ministro y el jefe de la protección civil tienen, como se dijo para las del Führer, inmediatamente valor de ley. Y no se ve cómo, una vez agotado el límite de validez temporal de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad podrán ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Con cuáles dispositivos jurídicos? ¿Con un estado de excepción permanente? Es deber de los juristas verificar que se respeten las reglas de la Constitución, pero los juristas guardan silencio. Quare silete iuristae en munere vestro?

Sé que invariablemente habrá alguien que responderá que el grave sacrificio se ha hecho en nombre de los principios morales. A ellos me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho de manera concienzuda, para obedecer los que creía eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que afirma que se debe renunciar al bien para salvar el bien, es tan falsa y contradictoria como aquella que, para proteger la libertad, impone renunciar a la libertad.

 

Fase 2 (20 de abril)

Como era previsible, y como habíamos tratado de recordar a quienes preferían cerrar los ojos y los oídos, la así llamada fase 2 o el retorno a la normalidad será aún peor de lo que hemos visto hasta ahora. Dos puntos entre los que se están preparando son particularmente odiosos y en evidente violación de los principios de la Constitución: la posibilidad de desplazamiento limitada por grupos de edad, es decir, con la obligación de que los mayores de 70 años permanezcan encerrados en casa; y el mapeo serológico obligatorio para toda la población. Como se ha debidamente observado en una apelación que ahora circula en Italia, esta discriminación es inconstitucional en cuanto crea un grupo de ciudadanos de clase B, mientras que todos los ciudadanos deben ser iguales ante la ley, los priva de hecho de su libertad con una imposición desde arriba del todo injustificada, que corre el riesgo de dañar la salud de las personas en cuestión y no de protegerla. Esto lo atestigua la reciente noticia del suicidio de dos personas de 70 años, que ya no podían vivir más en condición de aislamiento. Igualmente ilegítima es la obligación de un mapeo serológico, ya que el artículo 32 de la Constitución establece que nadie puede someterse a un examen médico, sino por disposición legal, mientras que una vez más, como ha sucedido hasta ahora, las medidas serían establecidas por decreto del gobierno.

Surge la legítima duda que propagando el pánico y aislando a las personas en sus casas, se quería descargar sobre la población las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero habían desmantelado el Servicio Nacional de Salud y luego en Lombardía habían cometido una serie de no menos graves errores al enfrentar la epidemia.

También permanecen las limitaciones concernientes a las distancias a mantener y las prohibiciones de reunirse, lo que significa la exclusión de cualquier posibilidad de una verdadera actividad política.

Es necesario manifestar sin reservas el disenso sobre el modelo de sociedad fundado en el distanciamiento social y en el control ilimitado que se quiere imponer.

 

Nuevas reflexiones (22 de abril)

De una entrevista publicada en un periódico italiano.

¿Estamos viviendo, con esta reclusión forzada, un nuevo totalitarismo?
Desde muchas partes se está formulando ahora la hipótesis de que en realidad estamos viviendo el fin de un mundo, el de las democracias burguesas, fundadas en los derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está cediendo el lugar a un nuevo despotismo, que en lo que respecta a la omnipresencia de los controles y al cese de toda actividad política será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta ahora. Los politólogos estadounidenses lo llaman Security State, esto es, un estado en el que “por razones de seguridad” (en este caso de “salud pública”, término que hace pensar en los infames “comités de salud pública” durante el Terror), se puede imponer cualquier límite a las libertades individuales. En Italia, después de todo, hace tiempo que estamos acostumbrados a una legislación por decretos de emergencia de parte del poder ejecutivo, que de esta manera sustituye al poder legislativo y anula de hecho el principio de la división de poderes en el que se basa la democracia. Y el control que se ejerce a través de las cámaras de video y ahora, como se ha propuesto, a través de los teléfonos celulares, excede con creces cualquier forma de control ejercido bajo regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo.

 

A propósito de datos, además de los que se reunirán a través de los teléfonos celulares, también se debería reflexionar sobre aquellos difundidos en las numerosas conferencias de prensa, a menudo incompletos o malinterpretados.
Este es un punto importante, porque toca la raíz del fenómeno. Cualquier persona con algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse por el hecho de que los medios de comunicación durante todos estos meses hayan difundido cifras sin ningún criterio de cientificidad, no solo sin relacionarlas con la mortalidad anual durante el mismo período, sino incluso sin precisar la causa de la muerte. No soy virólogo ni médico, pero me limito a citar textualmente fuentes oficiales fiables. Aparecen 21 mil muertes por Covid-19 y es, por cierto, una cifra impresionante. Pero si las pone en relación con los datos estadísticos anuales, las cosas, como es correcto, adquieren un aspecto diferente. El presidente del Instituto Nacional de Estadística (Istat), doctor Gian Carlo Blangiardo, ha comunicado hace algunas semanas las cifras de mortalidad del año pasado: 647.000 muertes (por tanto, 1.772 muertes por día). Si analizamos las causas en detalle, vemos que los últimos datos disponibles para 2017 registran 230.000 muertes por enfermedades cardiovasculares, 180.000 muertes por cáncer, al menos 53.000 muertes por enfermedades respiratorias. Pero un punto es particularmente importante y nos involucra de cerca.

 

¿Cuál?
Cito las palabras del doctor Blangiardo: “En marzo de 2019, las muertes por enfermedades respiratorias fueron 15.189 y el año anterior habían sido 16.220. Incidentalmente, se observa que son más que el número correspondiente de muertes por Covid-19 (12.352) reportadas en marzo de 2020”. Pero si esto es cierto y no tenemos motivos para dudarlo, sin querer minimizar la importancia de la epidemia, debemos preguntarnos si puede justificar medidas de limitación de la libertad que nunca se habían tomado en la historia de nuestro país, incluso durante las dos guerras mundiales. Surge la legítima duda que propagando el pánico y aislando a las personas en sus casas, se quería descargar sobre la población las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero habían desmantelado el Servicio Nacional de Salud y luego en Lombardía habían cometido una serie de no menos graves errores al enfrentar la epidemia.

 

Incluso los científicos, en realidad, no han ofrecido un bonito espectáculo. Parece que no han podido proporcionar las respuestas que se esperaban de ellos. ¿Qué piensa?
Siempre es peligroso confiar a los médicos y científicos decisiones que son en última instancia éticas y políticas. Verá, los científicos, correcta o incorrectamente, persiguen de buena fe sus razones, que se identifican con el interés de la ciencia y en nombre de las cuales —la historia lo demuestra ampliamente— están dispuestos a sacrificar cualquier escrúpulo de orden moral. No necesito recordar que bajo el nazismo científicos muy respetados dirigieron la política eugenésica y no dudaron en aprovechar los Lager para llevar a cabo experimentos letales que creían útiles para el progreso de la ciencia y para el cuidado de los soldados alemanes. En el caso presente, el espectáculo es particularmente desconcertante, porque en realidad, incluso si los medios lo ocultan, no hay acuerdo entre los científicos y algunos de los más ilustres de ellos, como Didier Raoult, quizá el más importante virólogo francés, tienen opiniones diferentes sobre la importancia de la epidemia y sobre la efectividad de las medidas de aislamiento, que en una entrevista calificó de superstición medieval. He escrito en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declararon que no podían definir con claridad qué es Dios, pero en su nombre dictaron reglas de conducta para los hombres y no dudaron en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en su nombre pretenden decidir cómo deben vivir los seres humanos.

 

Se nos dice como ha sucedido a menudo en el pasado que nada será igual que antes y que nuestra vida debe cambiar. ¿Qué pasará, según usted?
Ya he tratado de describir la forma de despotismo que debemos esperar y contra el cual no debemos cansarnos de mantenernos en guardia. Pero si por una vez dejamos el ámbito de la actualidad y tratamos de considerar las cosas desde el punto de vista del destino de la especie humana en la Tierra, se me vienen a la mente las consideraciones de un gran científico holandés, Ludwig Bolk. Según Bolk, la especie humana se caracteriza por una progresiva inhibición de los procesos vitales naturales de adaptación al ambiente, que son sustituidos por un crecimiento hipertrófico de los dispositivos tecnológicos para adaptar el ambiente al hombre. Cuando este proceso supera cierto límite, alcanza un punto donde se vuelve contraproducente y se convierte en una autodestrucción de la especie. Fenómenos como el que estamos viviendo me parece que muestran que se ha alcanzado ese punto y que la medicina que debiera curar nuestros males corre el riesgo de producir un mal aún más grande. Incluso contra este riesgo debemos resistir con todos los medios.

 

Sobre lo verdadero y lo falso (28 de abril)

Como era obvio, la Fase 2 confirma por decreto ministerial más o menos las mismas reducciones de libertades constitucionales que pueden ser limitadas solo por ley. Pero no menos importante es la limitación de un derecho humano que no está consagrado en ninguna constitución: el derecho a la verdad, la necesidad de una palabra verdadera.

He escrito en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declararon que no podían definir con claridad qué es Dios, pero en su nombre dictaron reglas de conducta para los hombres y no dudaron en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en su nombre pretenden decidir cómo deben vivir los seres humanos.

Lo que estamos viviendo, antes que ser una manipulación inaudita de las libertades de todos, es, en los hechos, una gigantesca operación de falsificación de la verdad. Si los hombres consienten en limitar su libertad personal, esto sucede, de hecho, porque aceptan sin someterlos a ninguna verificación los datos y las opiniones que proporcionan los medios. La publicidad nos había acostumbrado desde hace tiempo a los discursos que actuaban tanto más eficazmente en cuanto no pretendían ser verdaderos. Y durante mucho tiempo también el consenso político se prestaba sin una convicción profunda, dando de alguna manera por sentado que en los discursos electorales la verdad no estaba en cuestión. Lo que está sucediendo ahora ante nuestros ojos, sin embargo, es algo nuevo, si no por otra cosa porque en la verdad o en la falsedad del discurso que es pasivamente aceptado, se está jugando nuestro propio modo de vivir, nuestra existencia entera, cotidiana. Por esto, sería urgente que todos tratásemos de someter lo que está propuesto a nuestra consideración a cuando menos una verificación elemental.

No he sido el único en señalar que los datos sobre la epidemia se proporcionan de forma genérica y sin ningún criterio de cientificidad. Del punto de vista epistemológico, es obvio, por ejemplo, que dar una cifra de muertes sin relacionarla con la mortalidad anual en el mismo período y sin especificar la causa efectiva de la muerte, carece de sentido. Sin embargo, esto es precisamente lo que se continúa haciendo cada día sin que nadie parezca percatarse. Esto es todavía más sorprendente en cuanto los datos que permiten la verificación están disponibles para cualquier persona que quiera acceder a ellos y ya he mencionado en esta columna el informe del presidente del Istat, Gian Carlo Blangiardo, en el cual se muestra que el número de muertes por Covid-19 resulta inferior al de muertes por enfermedades respiratorias en los dos años anteriores. Sin embargo, en cuanto inequívoca, es como si esta relación no existiera, así como no se tiene en cuenta el hecho, aunque sea declarado, que se cuenta como fallecido por Covid-19 también el paciente positivo que murió por un infarto y por otra causa cualquiera. ¿Por qué, aunque la falsedad esté documentada, sigue dándosele fe? Se diría que la mentira es tenida por verdad justamente porque, como la publicidad, no se preocupa por ocultar su falsedad. Como ocurrió para la Primera Guerra Mundial, para la guerra contra el virus solo pueden darse motivaciones falaces.

La humanidad está entrando en una fase de su historia en la que la verdad se reduce a un momento en el movimiento de lo falso. Verdadero es aquel discurso falso que debe ser tenido por verdadero incluso cuando su no verdad sea demostrada. Pero de esta manera es el lenguaje mismo como lugar de la manifestación de la verdad lo que es confiscado a los seres humanos. Ellos ahora solo pueden observar mudos el movimiento —verdadero porque es real— de la mentira. Por eso para detener este movimiento sucede que cada uno debe tener el coraje de buscar sin compromiso el bien más preciado: una palabra verdadera.

 

Bioseguridad y política (11 de mayo)

Lo que sorprende en las reacciones a los dispositivos de excepción que se han puesto en acción en nuestro país (y no solo en él) es la incapacidad de observarlos más allá del contexto inmediato en el que parecen operar. Son raros quienes intentan, en cambio, como un análisis político serio requeriría, interpretarlos como síntomas y signos de un experimento más amplio, en el que está en juego un nuevo paradigma del gobierno de los hombres y las cosas. Ya en un libro publicado hace siete años, que ahora vale la pena releer atentamente (Tempêtes microbiennes, Gallimard 2013), Patrick Zylberman había descrito el proceso mediante el cual la seguridad sanitaria, que hasta ese momento se había mantenido al margen de los cálculos políticos, se estaba convirtiendo en una parte esencial de las estrategias políticas estatales e internacionales. Se trata nada menos que la creación de una especie de “terror sanitario” como instrumento para gobernar aquello que ha venido a ser definido como el worst case scenario, el escenario del peor de los casos. Es según esta lógica de lo peor que ya en 2005 la Organización Mundial de la Salud había anunciado “de dos a 150 millones de muertes por la próxima gripe aviar”, sugiriendo una estrategia política que los estados entonces aún no estaban listos para aceptar. Zylberman muestra que el dispositivo que se sugería se articulaba en tres puntos: 1) construcción, sobre la base de un posible riesgo, de un escenario ficticio, en el que los datos se presentan de manera que favorezcan comportamientos que permitan gobernar una situación extrema; 2) adopción de la lógica de lo peor como régimen de racionalidad política; 3) la organización integral del cuerpo de los ciudadanos de modo de reforzar al máximo la adhesión a las instituciones de gobierno, produciendo una especie de civismo superlativo en el que las obligaciones impuestas se presentan como prueba de altruismo y el ciudadano ya no tiene un derecho a la salud (health safety), sino que llega a estar jurídicamente obligado a la salud (biosecurity).

Lo que Zylberman describía en 2013 ahora se ha verificado puntualmente. Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a un cierto virus que podrá en el futuro dejar el puesto a otro, lo que está en cuestión es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera con creces la de todas las formas de gobierno que la historia política de Occidente había conocido hasta ahora. Si ya en la progresiva decadencia de las ideologías y de las creencias políticas, las razones de seguridad habían permitido a los ciudadanos aceptar limitaciones a las libertades que no estaban dispuestos a aceptar antes, la bioseguridad ha demostrado ser capaz de presentar el cese absoluto de toda actividad política y toda relación social como la máxima forma de participación cívica. Así fue posible presenciar la paradoja de las organizaciones de izquierda, tradicionalmente acostumbradas a reivindicar derechos y a denunciar violaciones de la Constitución, aceptando sin reservas limitaciones de las libertades decididas por decretos ministeriales desprovistos de toda legalidad y que ni siquiera el fascismo había soñado con poder imponer.

Es evidente —y las mismas autoridades de gobierno no dejan de recordárnoslo— que el así llamado “distanciamiento social” se convertirá en el modelo de política que nos espera y que (como los representantes de una así llamada task force, cuyos miembros están en un claro conflicto de interés con la función que deberían ejercer) se aprovechará de este distanciamiento para reemplazar, en todas partes, los dispositivos tecnológicos digitales por las relaciones humanas en su fisicalidad, las que se han convertido en cuanto tales sospechosas de contagio (contagio político, se entiende). Las lecciones universitarias, como ya lo recomendó el Miur (Ministerio de Educación, Universidades e Investigación italiano), se harán en línea de manera estable a partir del próximo año, ya no se reconocerá mirándose a la cara, que podrá estar cubierta con una máscara sanitaria, sino a través de dispositivos digitales que reconocerán los datos biológicos obligatoriamente recopilados y toda “reunión”, sea hecha por motivos políticos o simplemente por amistad, seguirá estando prohibida.

Lo que está en cuestión es la entera concepción de los destinos de la sociedad humana en una perspectiva que en muchos aspectos parece haber asumido a partir de las religiones ahora en su ocaso la idea apocalíptica de un fin del mundo. Después de que la política había sido sustitutida por la economía, ahora incluso esta deberá, para poder gobernar, integrarse con el nuevo paradigma de bioseguridad, al cual todas las demás exigencias deberán ser sacrificadas. Es legítimo preguntarse si una sociedad aún podrá definirse como humana o si la pérdida de relaciones sensibles, del rostro, de la amistad, del amor, puede ser verdaderamente compensada con una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente del todo ficticia.

 

Estos seis artículos se traducen con la autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.

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