Para decir lo que se quiera: textos sobre la libertad de expresión

¿Es razonable permitir decir cualquier cosa? ¿Debe el Estado ser neutral en relación con el contenido de lo que se dice? ¿Es aceptable prohibir el “discurso ofensivo” o el “discurso del odio”? ¿Cómo enfrentar la violación de la privacidad de individuos o las fugas de información estatales que pueden causar daños? ¿Prevenir esos daños justifica limitar la libre expresión? Timothy Garton Ash, David van Mill y Jean Bricmont, entre otros, se acercan a estas interrogantes que están en la base misma de la concepción de democracia.

por Patricio Tapia I 15 Noviembre 2018

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Fue Kierkegaard quien se quejaba de lo absurdas que eran las personas. “Nunca usan las libertades que tienen, pero exigen las que no tienen; tienen libertad de pensamiento, exigen libertad de expresión”. La distancia burlona del filósofo danés frente a la libertad de expresión no es usual, pues ella suele ocupar un lugar privilegiado en la edificación al menos mental de las democracias liberales. A menudo se presenta como un derecho al que todos los otros están subordinados o como la más importante de las libertades, porque sin ella no se puede ejercer ninguna otra. Es el caso del historiador y cientista político Timothy Garton Ash. En su reciente libro, Libertad de palabra afirma que no es simplemente una entre muchas: “Es aquella de la cual dependen todas las demás”. La considera una característica esencial de la política democrática y un derecho humano, garantizado por las constituciones de los Estados y por los convenios de organismos internacionales.

El filósofo David van Mill, sin embargo, en un libro aún más reciente, Free Speech and the State (“Libertad de expresión y el Estado”), se opone a quienes argumentan que hay un derecho a la libertad de expresión (para la mayoría, un derecho humano) que debe ser protegido por mecanismos legales que lo convierten en un derecho civil. Para él, no hay derechos que estén sobre el Estado, incluyendo la libertad de expresión. En lugar de recibir protección especial, debe ocupar su lugar junto a otros bienes sociales y puede incluso ser una amenaza para esos otros bienes, como la privacidad, el evitar el daño injustificado o la igualdad. Su postura, admite, es solitaria. La llama una “aproximación sin principios”: los límites de la libertad de expresión deben ser establecidos necesariamente por el Estado, lo que en las democracias significa a través de la interacción social y política.

Por supuesto, los fundamentos de la libertad de expresión y su regulación normativa no son las únicas cuestiones que generan posturas contrapuestas. Porque defender la libertad de expresión implica no solo lamentar todo límite a ella, elogiar los buenos argumentos y la valentía de los opositores, sino también defender el derecho a decir cosas tontas, vulgares, falsas o detestables.

Dos ejemplos. La fotografía Piss Christ (1987), del artista estadounidense Andrés Serrano, muestra un crucifijo inmerso en un vaso de orina, simbolizando según él la ambigua relación entre lo sagrado y lo inmundo. El humorista francés Dieudonné se hizo famoso por hacer en sus espectáculos un gesto que llama la quenelle y que han querido ver como el saludo nazi con el brazo hacia abajo, además de otras provocaciones antisemitas. Ha sido investigado y condenado por incitación al odio.

Pero los seguidores de Dieudonné reivindican su derecho a “desacralizar” todo y reírse incluso de las cámaras de gas. Y lo defienden no solo extremistas. En La République des censeurs (“La República de censores”), Jean Bricmont (un físico teórico, coautor con Alan Sokal del libro Imposturas intelectuales) propone un ensayo crítico en el que defiende la libertad de expresión contra todas las censuras y presenta una vehemente defensa de Dieudonné.

Los “superpoderes privados” digitales, que toman decisiones editoriales de manera no siempre transparente ni responsable, están en constante tensión entre servicio público y beneficio privado. Dada su posición tienen un poder de censura similar a un Estado.

¿Es razonable permitir que se diga cualquier cosa? ¿Debe el Estado ser neutral en relación con el contenido de lo que se dice? ¿Es aceptable prohibir el “discurso ofensivo” o el “discurso del odio”? Por otra parte, ¿cómo enfrentar la violación de la privacidad de individuos o las fugas de información estatales (denuncias internas y filtraciones) que pueden causar daños? ¿Prevenir esos daños justifica limitar la libre expresión?

Peligro global

Si Garton Ash da tanta importancia a la libre expresión es quizá porque, como en el amor, no se piensa mucho en ella hasta que peligra perderse. Él mismo logró reconocimiento como reportero político en Europa central y oriental en las décadas finales del siglo XX, fue espiado por la policía secreta de la Alemania democrática (su nombre en clave era “Romeo”) y conoció de primera mano, por sus amigos disidentes, lo que era vivir en un ambiente totalitario. Asimismo, tras la investigación de Libertad de palabra ha concluido que ella pasa ahora por un mal momento.

El 2011, junto a un equipo de estudiantes de la Universidad de Oxford, se propuso explorar el estado de la libertad de expresión a nivel global. Creó un foro (freespeechdebate.com) cuya discusión es la base de su libro. El autor ha indagado tanto como ha viajado: se ha entrevistado con todo tipo de personas, desde los cuarteles de Google hasta Beijing. Su premisa es que, debido a la migración masiva e internet, gran parte del mundo vive en una “cosmópolis” siempre conectada. Y eso puede ser bueno o malo: así como circulan las noticias rápidamente, también un video anónimo subido en California puede causar un asesinato en Asia. Si las nuevas tecnologías permiten que la libertad de expresión fluya a través de las fronteras, la sombra amenazante de la censura adopta nuevas formas de control.

Según Garton Ash, tradicionalmente se piensa en el Estado como el gran censor: así es en China, con su intento de controlar los flujos de información e ideas en sus fronteras mediante una censura masiva, a pesar del ingenio de millones de chinos para sortearla. Pero, además del Estado, también están los “superpoderes privados” digitales (Facebook, Twitter, Google, Amazon, Apple), que toman decisiones editoriales de manera no siempre transparente ni responsable; son empresas en constante tensión entre servicio público y beneficio privado, las que dada su posición dominante en el mercado tienen un poder de censura tan limitante como un Estado: son un nuevo tipo de superpotencia, sin territorio. Si un Estado o compañía puede determinar sus términos al interior de sus reinos territoriales o virtuales, la mayor fuerza se genera cuando los poderes públicos y privados se combinan: es un “poder al cuadrado” y ha ocurrido respecto de actividades terroristas o criminales (por ejemplo, de los ataques de 2001 en Estados Unidos). De esta manera, Garton Ash distingue entre “perros” (los Estados naciones), “gatos” (los superpoderes digitales) y “ratones” (los ciudadanos). Estados Unidos, Europa y China son los “perros” más grandes, compitiendo por promover sus propias normas en el mundo, aunque hay otros poderes regionales como India, Brasil, Turquía, Sudáfrica e Indonesia. Todos tienen una marcada noción de soberanía, pero a la vez tienen diversas tradiciones. Con todo, no hay una línea divisoria clara Oriente-Occidente ni Norte-Sur. Se mezclan, como en Rusia, por citar un caso.

Una visión panorámica igualmente intranquila pero distinta, fragmentada en distintos autores, es la que entrega el libro Free Speech and Censorship Around the Globe (“Libertad de expresión y censura en el mundo”), editado por Péter Molnár. Es un conjunto que comprende tanto visiones generales como otras por países o regiones, a través de artículos, informes o entrevistas (a funcionarios, expertos o relatores internacionales). Su énfasis está más bien en los sistemas normativos nacionales e internacionales, aunque también se ocupa de aspectos como la violencia contra periodistas, aumento de las reglamentaciones injustificadas o el acceso a la información y a la información pública.

1989, internet y la ubicuidad

Como una incursión sobre las “narrativas” de la libre expresión, consideran Péter Molnár y Monroe Price la perspectiva que entrega Free Speech and Censorship Around the Globe. Ven como puntos de inflexión los años 1989 y 2011: el primero, con la caída del Muro de Berlín y la ampliación de las libertades en Europa Central y del Este; el segundo, por las revoluciones árabes. Garton Ash también considera 1989 como un año fundamental: la caída del Muro, la invención de la World Wide Web, la masacre de Tiananmen, la fatwa contra Salman Rushdie… Esa condena a muerte marcó un nuevo episodio en la historia de la censura. En la persecución del escritor ya no había un lugar seguro en Occidente, pues los seguidores del ayatolá Jomeini podían estar en cualquier parte.

Con internet y las nuevas tecnologías parece haber también una ubicuidad de la información. En principio, toda persona con conexión a la red tiene acceso instantáneo a una multitud de opiniones circulantes e incluso puede hacer circular las suyas propias. Lo dicho en la “privacidad” de un bar o una reunión de amigos ahora puede ser publicado mundialmente en Facebook o Twitter, constituyendo nuevas formas de expresión para los ciudadanos, especialmente si viven bajo regímenes autoritarios. Garton Ash piensa que la invención de internet inauguró el mayor avance en la comunicación humana desde Gutenberg y cree que nunca en la historia humana hubo tantas oportunidades para la libre expresión, aunque también para los males de una libertad ilimitada.

Ven como puntos de inflexión los años 1989 y 2011: el primero, con la caída del Muro de Berlín y la ampliación de las libertades en Europa Central y del Este; el segundo, por las revoluciones árabes.

Varios de los artículos de Free Speech and Censorship Around the Globe destacan el impacto de internet en la libertad de expresión (“cambió las reglas del juego”), pero es obvio que no basta para asegurarla. En su contribución, el periodista y académico húngaro Miklós Haraszti hace hincapié en el monopolio de la radiodifusión existente a través del “subcontinente post-soviético”. A excepción de los Estados bálticos, Ucrania y Georgia, en ninguna parte de la antigua Unión Soviética existe un pluralismo sustancial en la televisión; tanto su propiedad como el contenido está en manos del Estado, o de amigos y familiares de los líderes del gobierno; y él duda de que internet sea en realidad una fuente de información pluralista. Sin la propiedad privada y una competencia legalmente asegurada, internet puede fragmentarse en espacios nacionalmente controlados: el filtro y bloqueo estatales son cada vez más comunes.

Eso no solo ocurre en Estados con resabios totalitarios, sino también en “la más grande democracia del mundo”, la India. En el informe que entrega Sunil Abraham sorprenden las disposiciones existentes: definen lo prohibido en internet, requieren que los intermediarios supervisen y eliminen cuanto sea necesario del contenido puesto en línea, incluso los cibercafés deben mantener registros de usuarios. Y para qué decir en el caso de China. El artículo de Yan Mei Ning hace un recuento de los numerosos proyectos de reglamentación y control ideados por el gobierno, especialmente la barrera de contenido conocida como el “Gran cortafuegos”. Una reestructuración en 2008 dejó seis operadores de red, todos bajo estrecho control por parte de las autoridades. Se prohibieron varias categorías de contenido en línea, entre ellas: incitar a la subversión del poder del Estado y el derrocamiento del sistema socialista o dañar la reputación de los órganos estatales. China levantó su cortafuegos y dio cierta libertad durante los Juegos Olímpicos del 2008, pero los controles fueron reforzados posteriormente. YouTube y Facebook se volvieron inaccesibles a mediados de 2009; y el 2013, los dos sitios seguían bloqueados. El tamaño y sofisticación de su aparato censor es algo sin precedentes: Garton Ash estima en su libro que el número de empleados en las agencias de control va desde 20 mil a 50 mil, solo para internet, no para todos los medios de comunicación.

Principios y contextos

En algunos regímenes políticos, las personas pueden expresar libremente su opinión, siempre que sea la opinión correcta. Pero en no pocas democracias ocurre algo parecido, con métodos distintos, en que hay “buenas” y “malas” opiniones.

En el caso de Francia, Jean Bricmont muestra en La République des censeurs que fue a través de la Ilustración que el concepto de libertad de expresión se configuró y plasmó: las leyes sancionaban las opiniones solo en casos de insulto y difamación, sin hacer distinciones basadas en la naturaleza de las opiniones. Pero, con su gusto por la polémica, ve una deriva más reciente con leyes que castigan la incitación al odio y la discriminación, o que sancionan la impugnación de crímenes contra la humanidad. Tras analizar esas leyes y diseccionar los “casos” más divulgados, denuncia los mecanismos represivos usados por lo que llama “la desviación moralizante de la izquierda”, una mentalidad que se ve como representante del Bien en el mundo y que pretende silenciar a sus oponentes mediante los tribunales. Para el autor, toda forma de censura se relaciona con el irracionalismo generalizado, como si los argumentos no bastasen. Cree que las condiciones para un cambio son un máximo de debates, un mínimo de indignación virtuosa y nada de delitos de opinión. Señala, así, que su libro no se propone defender o apoyar a ciertos individuos ni ciertas opiniones, sino “contribuir modestamente a restablecer lo que condiciona la posibilidad de toda discusión y de toda búsqueda de la verdad: la libertad de cada individuo de decir lo que piensa”.

La suya es una posición un tanto extrema, pues la existencia de ciertos límites a la libertad de expresión suele considerarse necesaria y los argumentos separan a quienes favorecen pocos o muchos límites. Hay, por otro lado, distintos tipos de límites: uno, por ejemplo, serían las leyes coercitivas, sean de censura previa o de sanciones posteriores. Garton Ash en Libertad de palabra, por lo general está en contra de ellos. David van Mill en Free Speech and the State señala, en cambio, que las limitaciones (las leyes de difamación o las prohibiciones de revelar secretos de Estado) no conducen al desastre ni llevan a la tiranía. Que Garton Ash subtitule su libro “10 principios para un mundo conectado” y Van Mill subtitule el suyo “un enfoque sin principios”, no significa que se opongan en todo, pues, en realidad, se refieren a principios distintos.

Garton Ash piensa que la invención de internet inauguró el mayor avance en la comunicación humana desde Gutenberg y cree que nunca en la historia humana hubo tantas oportunidades para la libre expresión, aunque también para los males de una libertad ilimitada.

El libro de Garton Ash se plantea casi como un “manual de usuario” destilado en 10 principios. Son cosas como: propugnar la libre búsqueda y difusión de información e ideas; evitar la intimidación violenta; asegurarse que los medios de comunicación no sean censurados; expresar puntos de vista distintos civilizadamente, etc. Tras enunciar cada uno, analiza las complejidades y dificultades que plantea su aplicación. A pesar del gusto por el decálogo, los principios de Garton Ash son, en lo fundamental, los de John Stuart Mill: a) debe existir la máxima libertad de profesar y discutir cualquier doctrina, por inmoral que pueda parecer; y b) a menos que pueda probarse que el discurso intencionalmente incita al daño o crimen, el Estado no tiene derecho a prohibirlo. En este sentido, rechaza las leyes que van más allá de estos límites: constreñir la libertad de expresión en nombre de la seguridad nacional o para combatir el crimen o criminalizar el “discurso de odio” (racial o religioso) que no instiga a la violencia. La ley, para él, es una mala herramienta para la educación cívica y le parece que las leyes contra el discurso del odio y contra la negación del Holocausto no son adecuadas y podrían tener un efecto contraproducente (como también plantea Bricmont). Condena los excesos de la corrección política que permite limitar la libertad de palabra en los campus universitarios: el “veto del ofendido”, según él, es inadmisible, pues es algo así como la vía hacia el “veto del asesino”, que castiga una blasfemia cuando la ofensa tiene orígenes religiosos.

Van Mill, en cambio, no cree que el “principio del daño” sea la única restricción justificada. Pero en realidad, Garton Ash modula bastante su planteamiento de principio. ¿En qué áreas debería restringirse la libertad de expresión? La pornografía infantil, a su juicio, debe ser prohibida; opina que la religión merece ser tratada con respeto, incluso en los Estados que han abolido las leyes contra la blasfemia. Por otra parte, esquiva algunos puntos discutibles. Por ejemplo, la simple pornografía (no la infantil), ¿debe tratarse como una especie de discurso de odio o como una obra de la imaginación? ¿Y si su consumo produce daño?

La “decencia” en el debate público sería otro tipo de límite. Garton Ash está a su favor. Su enfoque distingue entre lo que es legalmente admisible y lo que es o debería ser socialmente aceptable. Su máxima es: “Más libertad de expresión, pero también una mejor libertad de expresión”, pues las personas tienen el derecho pero no el deber de ofender: el diálogo en medio de la diversidad cultural sería una “civilidad robusta”, un ideal que está en algún lugar intermedio entre los puñetazos y la hipocresía. En este punto coincide con Van Mill, quien cree que una teoría viable de la libertad de expresión requiere algunas reglas básicas de civilidad, porque sin ellas una persona simplemente puede ahogar el discurso de las otras mediante los gritos.

El presupuesto de Garton Ash es que en distintas culturas hay valores comparables, aunque no idénticos; y por lo tanto es posible buscar un cierto universalismo. Sin embargo, una y otra vez, cuando se van contraponiendo el ideal académico de principios globales universales con la situación concreta, resulta que “el contexto lo es todo”.

El principio de Garton Ash respecto de la religión, “respetar al creyente pero no necesariamente la creencia” (distinción que ya había planteado Jeremy Waldron), resulta incompatible con la idea de que ridiculizar a un profeta o gobernante o texto sagrado es una acción dañina. Ya no es tan claro que se pueda hablar claramente contra los prejuicios religiosos y habría que morderse la lengua ante la religión para “respetar al creyente pero no necesariamente la creencia”. Pero si una creencia manda la ejecución de los apóstatas, ciertamente no respeta ni la creencia ni al creyente.

A pesar de sus preocupaciones, Garton Ash es optimista sobre el poder de las buenas ideas y el sano debate para derrotar a las fuerzas oscuras de la intolerancia y el abuso. Su proyecto no es solamente defender la libertad de expresión, sino promover el discurso desapasionado, dentro y entre distintas culturas, incluso sobre los temas más discutidos. Un consenso mínimo, para él, consistiría en aprobar sus dos primeros principios (la libre búsqueda y difusión de información e ideas; evitar la violencia y la intimidación violenta), para divergir del tercero en adelante. ¿Es ingenuo? Quizá, pero en una época de vigilancia casi universal, la defensa de la libertad de expresión y el control sobre los controladores de ella resulta una exigencia importante, porque la censura no es algo del pasado. Mal que mal, sin la libertad de expresión o con ella limitada, no solo el debate público se apaga o se empobrece, sino también el pensamiento de cada persona, alimentado de las ideas que se difunden y el análisis crítico de esas ideas. A pesar de lo afirmado por Kierkegaard, el pensamiento y la expresión del pensamiento no están del todo separados.

 

Libertad de palabra, Timothy Garton Ash, Editorial Tusquets, 2017, 624 páginas, $24.900.

 

Free Speech and Censorship Around the Globe, Péter Molnár (ed.), Editorial Central European University, 2015, 554 páginas, U$60.

 

Free Speech and the State, David van Mill, Editorial Palgrave Macmillan, 2017, 122 páginas, U$55.

 

La République des censeurs, Jean Bricmont, Editorial L’Herne, 2014, 168 páginas, €15.

 

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