Pensadores en mitad de la tormenta

Un cuarteto filosófico no menor (Heidegger, Cassirer, Benjamin y Wittgenstein) protagoniza Tiempo de magos, de Wolfram Eilenberger. El libro se centra en una década crucial, 1919-1929, y es una mezcla de biografía, historia de las ideas y filosofía que entrelaza aspectos personales de los cuatro autores (sentimentales, sexuales, familiares, económicos, académicos) con una aproximación general a su pensamiento y a los conceptos más difíciles de la filosofía del siglo XX: desde el atomismo lógico de Wittgenstein a la “ontología fundamental” de Heidegger.

por Patricio Tapia I 26 Agosto 2020

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Con la destreza de un malabarista que lanza al aire pelotas o cuchillos (u otros objetos), logrando que se crucen, parezcan suspendidos, se muevan juntos o cambien de ritmo, sin que nunca caigan al suelo, el filósofo y periodista Wolfram Eilenberger despliega en Tiempo de magos un ejercicio de habilidad parecida respecto de cuatro autores fundamentales del pensamiento en el siglo XX. Sus pelotas —es una manera de decir— o cuchillos son Walter Benjamin, Ernst Cassirer, Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein. Nombres que aún resuenan en las corrientes mayores de la discusión filosófica actual.

Tal vez bajo la consideración de que algunos de ellos tuvieron vidas largas, y si no tan largas al menos con varios cambios en su estilo de pensamiento y a veces de países de residencia, Eilenberger se impone ciertas delimitaciones: Alemania, siglo XX, años 20. Con esos límites, entonces, examina lo que llama la “gran década de la filosofía”, que correría de 1919 a 1929. (El autor se atiene a sus restricciones, por lo general, aunque Wittgenstein pasó algunos de esos años en Inglaterra y respecto de él también incursiona en las Investigaciones filosóficas que corresponden a un período posterior). Como fuere, es en esa década, cuando la filosofía se hacía en alemán, que estos autores establecieron los cimientos de sus respectivas visiones del mundo o de algunos aspectos del mundo, y además escribieron algunas de sus obras más importantes. Son fechas determinantes más allá de las obras filosóficas: desde la proclamación de la República de Weimar hasta la crisis económica de 1929; pero también lo son desde la perspectiva de esas obras: desde la conclusión (que no publicación) del Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein hasta la culminación de La filosofía de las formas simbólicas, de Cassirer.

Eilenberger mezcla biografía, historia de las ideas y filosofía, logrando capturar las experiencias de los cuatro autores, entrelazando aspectos personales, con sus éxitos o sus fracasos (sentimentales, sexuales, familiares, económicos, académicos), además de los más arduos aspectos de su pensamiento. Entrega, de esa manera, aproximaciones generales sobre algunas de las obras y los conceptos más difíciles de la filosofía del siglo XX: desde el atomismo lógico de Wittgenstein a la “ontología fundamental” de Heidegger. Y lo hace incrustando esas nociones en su exposición compuesta de una serie de breves apartados en que van apareciendo uno o dos, o bien tres o cuatro (depende del riesgo de su malabarismo) de los personajes de los que se ocupa.

Para quienes tengan un interés sostenido en uno o varios de esos filósofos, no habrá mayores novedades: en cuanto a los planteamientos teóricos Eilenberger tiene el mérito de presentar cuestiones filosóficas complejas a lectores no especialistas de manera correcta y competente, pero no particularmente brillante o esclarecedora; en cuanto a las vidas de los filósofos, la documentación de Eilenberger es previsible y conocida, basada en algunas de las mejores biografías existentes de cada uno: el libro de la esposa de Cassirer; Ray Monk para Wittgenstein; Safranski para Heidegger; Eiland y Jennings para Benjamin. Lo importante, en todo caso, no está tanto en los datos, sino en cómo el autor los entreteje para escribir su relato.

Sincronías e imaginación

Tiempo de magos comienza por el final, con el regreso a Cambridge de Wittgenstein, en 1929, quien debe hacer un examen para obtener una beca. En cierto momento se retira y le señala a los miembros de la comisión, dos de los filósofos y lógicos más eminentes de la universidad inglesa (Moore y Russell), quienes además fueron sus interlocutores 15 años antes respecto de su Tractatus, que en realidad nunca entenderían sus puntos de vista. A esta escena, Eilenberger inmediatamente agrega otra, central en su libro, un “acontecimiento” filosófico de 1929 que sirve como la apertura de un paréntesis que cerrará en el último capítulo: la reunión y el debate, en la localidad de Davos, entre Martin Heidegger y Ernst Cassirer, donde supuestamente se iban a enfrentar ambos pensadores. No hubo tal confrontación, pero se manifestarían las diferencias que marcarían sus vidas posteriormente. En el brevísimo “epílogo” del libro que, como las películas, cuenta en resumen qué pasó después con los protagonistas, señala que justo al día siguiente del discurso del rectorado de Heidegger en mayo de 1933 (el cual se supone demostraría su condición nazi o filonazi), Cassirer, como judío, dejó Hamburgo para marchar al exilio (Inglaterra, Suecia, Estados Unidos).

El lenguaje pasó a ocupar un lugar central en la filosofía. Y estos cuatro filósofos trazaron una línea entre lo que se puede decir racionalmente y lo que solo se puede mostrar, así como captar para qué sirve el lenguaje y para qué no.

Son ese tipo de confluencias las que entusiasman a Eilenberger y constituyen parte importante de la armazón de su libro. Cuando el azar logra que se reúnan personalidades cuya conjunción suena improbable. Algo como la famosa cena de 1922 en el hotel Majestic de París en que se sentaron a la misma mesa Proust, Joyce, Picasso, Stravinsky y Diaghilev. Pero aunque Heidegger, Cassirer, Benjamin y Wittgenstein nunca se sentaron a cenar juntos, sus vidas en varios sentidos se cruzaron o pudieron haberlo hecho.

Es cierto que había diferencias entre ellos. Para empezar, la edad: Cassirer era 15 años mayor que Wittgenstein y Heidegger, y casi 20 que Benjamin (quien, no obstante, sería el primero en morir, por mano propia, en 1940). También diferencias sociales: Cassirer, culto y cosmopolita, era parte de la alta burguesía de origen judío, en una familia de artistas y académicos; Heidegger, en cambio, con sus humildes orígenes campesinos y católicos, valoraba excesivamente lo nacional, era un joven salvaje pensando en la “muerte” y la “autenticidad”, que no creía en la técnica ni en el progreso. Wittgenstein, por su parte, era el genio de una aristocrática familia vienesa, cuya mente servía de campo de batalla para las obsesiones lógicas y las tendencias espirituales y ascéticas; Benjamin, por último, intentaba escapar de la dependencia del hogar paterno burgués (al que tuvo que volver muchas veces) optando por la vida precaria del escritor independiente, aunque manteniendo gustos caros, desde las antigüedades a los libros raros.

No obstante todas esas diferencias, ellos podrían haber coincidido más de alguna vez, porque se dedicaron a un área muy específica del quehacer humano, porque vivieron en la misma época y más o menos en los mismos lugares, en un mismo entorno político e incluso espiritual. Lamentablemente para Eilenberger, los encuentros no fueron muchos y están poco documentados, por lo cual el autor debe recurrir a la imaginación. Por ejemplo, efectivamente coincidieron en Davos Heidegger y Cassirer, pero no Benjamin. Por eso el autor se plantea cómo habría sido si Benjamin hubiera estado como corresponsal allí. En realidad, como él mismo refiere, Benjamin buscaba entonces un profesor de hebreo (para marchar a Jerusalén a invitación de su amigo Gershom Scholem, lo que nunca hizo) y había logrado cierta estabilidad como crítico. Ahora bien, no había sido en Davos la primera vez que Cassirer se encontraba con Heidegger: lo fue cuando el primero fue guía del segundo por la Biblioteca Warburg a fines de 1923 (Eilenberger imagina esa primera discusión personal entre ellos). También imagina un diálogo entre Russell y Wittgenstein, quienes durante muchos años conversaron, sobre el sentido de las proposiciones. Y más tarde imagina otro posible entre Heidegger y Wittgenstein, quienes nunca conversaron, sobre la extrañeza de la existencia.

Eilenberger siempre deja claro, en todo caso, cuando imagina algo, pero al deslizar que Benjamin fue compañero de estudios de Heidegger en Friburgo, sugiere la sospecha de algún tipo de vinculación. Sin embargo, aunque ambos debieron concurrir a algunos seminarios juntos, como aclaran Eiland y Jennings en su gran biografía de Benjamin, hasta donde se sabe no hubo ningún contacto personal entre ellos.

 


Walter Benjamin en 1928; Ludwig Wittgenstein en 1930.

Paralelismos

Ya que no hubo una cena en el Majestic, el método preferido de Eilenberger es la mirada en paralelo. Qué hacían, en qué estaban unos y otros en un determinado momento. De esta manera, apunta cómo la Primera Guerra Mundial los afectó a todos, siendo causa de: traumas (Wittgenstein), apostasías (Heidegger) o pobreza (Benjamin). Pero también señala que no la vivieron de igual forma: Wittgenstein estuvo en la guerra de trincheras en primera línea con riesgo de su vida, mientras Heidegger estaba en el departamento meteorológico militar con la tarea de, a distancia segura, indicar la dirección del viento cuando se dispersaba el gas venenoso. En 1919, cuando Wittgenstein sufría atormentado por la ausencia de sentido y su supuesta homosexualidad, Heidegger tenía un período de inmensa creatividad, si bien su matrimonio pasaba por una crisis profunda. En 1925, cuando Benjamin esperaba el dictamen sobre su estudio sobre el drama barroco alemán, Heidegger estaba en plena exaltación amorosa con su alumna Hannah Arendt. Y al año siguiente, mientras Wittgenstein diseña y construye una casa para su hermana, Benjamin y su amante, la directora teatral letona Asia Lacis, sufren crisis nerviosas.

Por supuesto, le llama la atención la simultánea relación amorosa entre Heidegger y Arendt, y entre Benjamin y Lacis (estos últimos se conocen en Capri, Italia, en 1924, ahí se produce el enamoramiento: Eilenberger imagina su primer diálogo). Y no deja de tener cierta gracia que, en un mismo momento, mientras Wittgenstein daba una conferencia en Cambridge, Heidegger impartía su lección inaugural como profesor en Friburgo y Cassirer era elegido rector de la universidad de Hamburgo.

A veces exagera, en todo caso, al abundar en paralelismos y coincidencias innecesarias. Por ejemplo, cuando refiere el sarcasmo de una postal de Wittgenstein a un amigo sobre el patriotismo y el deber, enviada en 1925, agrega Eilenberger: “Justo el año en que apareció Mi lucha de Hitler, el año en que Stalin se hizo definitivamente con el poder, el año en que un joven general español llamado Francisco Franco…” y así sigue, incluyendo otras cosas como que fue el año que se creó el partido nazi y Kafka publicó El proceso.  En otro momento señala que en agosto de 1929 Asia Lacis está en Alemania y sufre una encefalitis por lo que fue a ver al doctor Goldstein, y no puede evitar apuntar que ese médico era amigo íntimo de Cassirer.

En los aspectos anecdóticos de los autores referidos durante el período cubierto, Eilenberger es tan irreprochable como predecible: Wittgenstein que renunció, tras volver de la guerra, a su gran fortuna familiar para reinventarse como profesor rural (teniendo problemas al golpear a un alumno). Heidegger y su turbulento pero duradero matrimonio (no solo él tuvo amoríos; su esposa también mantuvo uno y hasta 2005 salió a la luz que el segundo hijo de Heidegger, Hermann, el guardián de su obra, no era su hijo biológico). Benjamin, siempre sin dinero, siempre tomando malas decisiones, pasando de fracaso en fracaso, deambulando por las calles de París o Berlín, con enamoramientos fallidos y fallidos intentos de establecerse. Si bien en su relato Cassirer podría parecer un académico envejecido (en Davos, mientras Heidegger está en los campos de esquí, Cassirer está en cama con fiebre), era en esa época el más famoso de los cuatro autores, el más consolidado y, por otra parte, quien llevó una vida más convencional. Es un buen punto el que destaca Eilenberger: fue el único del grupo que no intentó suicidarse, que no tuvo depresiones o crisis nerviosas y que no tenía problemas con su sexualidad (fue el único de los cuatro, además, que estaba a favor de la República de Weimar).

Algunas coincidencias que Eilenberger podría haber explorado, las deja pasar, como las cabañas de madera que construyeron y habitaron Heidegger y Wittgenstein en distintos lugares (en la Selva Negra, el primero; en Noruega, el segundo). Menciona, sin profundizar demasiado, el rol de Cassirer en el Instituto Warburg, destacando más bien la figura de su creador, Aby Warburg, hijo de banqueros judíos, quien renunció a su herencia de enorme riqueza (como hizo Wittgenstein) para fundar la prestigiosa Biblioteca y el Instituto Warburg (Warburg murió en octubre de 1929, repentinamente).

Pero un asunto que el autor sí destaca y que no parecería tan obvio está dado por la importancia para los cuatro filósofos y para todo el ambiente espiritual y cultural alemán, del lenguaje.

Los límites del mundo

La famosa afirmación de Wittgenstein (“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”) era algo que estaba muy presente en la época. La pregunta central que preocupaba a muchos de los intelectuales del momento era el papel del lenguaje en nuestra relación con el mundo. Básicamente habría dos enfoques: es algo que habilita o bien algo que distorsiona, o bien, el lenguaje como una enfermedad o como una terapia (Freud).

Los cuatro autores, cuyas vidas y obras durante la década 1919-1929 son analizadas en Tiempo de magos, parecen haber estado en medio de una tormenta, sometidos no solamente a las inclemencias del tiempo (de su tiempo histórico) sino también a sus propias turbulencias interiores, aunque quizá ambas cosas estaban relacionadas.

Así, el lenguaje pasó a ocupar un lugar central en la filosofía. Y estos cuatro filósofos trazaron una línea entre lo que se puede decir racionalmente y lo que solo se puede mostrar, así como captar para qué sirve el lenguaje y para qué no. Heidegger señala que el ser humano a través del lenguaje plantea la pregunta de su propia existencia, mientras Cassirer lo identifica como un animal simbólico, que usa signos; Wittgenstein busca distinguir las oraciones que tienen sentido de las que no; y Benjamin, por último, también propone una teoría del lenguaje casi teológica: el lenguaje ideal es el lenguaje de Dios, lo que hay en él es una revelación, no una comunicación.

Un asunto decisivo para todos ellos era la de determinar si existía un lenguaje único, unitario y unificador para todas las lenguas y, en caso de ser así, cómo estaba configurado. Mientras Benjamin sostiene que la relación entre significante y significado no es arbitraria, sino que hay una relación necesaria entre las palabras y las cosas, Cassirer cree que los sistemas simbólicos, como el lenguaje, determinan cómo percibimos la realidad y anticipa lo que ahora llamamos lingüística cognitiva: cree que existe una estructura profunda del lenguaje (algo parecido pero previo a la “gramática generativa” de Chomsky).

En el vendaval

Después de su captura y encarcelamiento en Italia, Wittgenstein regresó a Viena y decidió convertirse en maestro de escuela primaria, lo que será un fracaso. Mientras asistía a la escuela para obtener la licencia de enseñanza, su hermana mayor, Hermine, la más cercana a él, alguna vez recuerda que le dijo que si ocupaba su mente filosófica como profesor de escuela era como alguien que usara un instrumento de precisión para abrir cajones. Él le respondió: “Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie”.

Los cuatro autores, cuyas vidas y obras durante la década 1919-1929 son analizadas en Tiempo de magos, parecen haber estado en medio de una tormenta, sometidos no solamente a las inclemencias del tiempo (de su tiempo histórico) sino también a sus propias turbulencias interiores, aunque quizá ambas cosas estaban relacionadas. Los locos años 20 fueron más bien enloquecidos (y muy duros) en el mundo de habla alemana. El final de la Primera Guerra trajo consigo el derrumbe de sus dos imperios: el alemán y el austrohúngaro. Y al desastre económico, seguiría la convulsión política. Con todo, en medio de la angustia y la incertidumbre, se produjo ese “gran” (y quizá último) momento estelar de la filosofía alemana.

 

Imagen de portada: Cassirer y Heidegger en Davos, 1929.

 

Tiempo de magos, Wolfram Eilenberger, Editorial Taurus, 2019, 384 páginas, $18.000.

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