Por qué importa la filosofía

Aunque la filosofía siempre ha sido motivo de incomprensión, incluso de sospecha y de burla, nunca había estado tan amenazada como ahora por la diosa Utilidad. ¿Acaso toda actividad tiene que ser instrumental y medible? ¿Entonces la filosofía no sirve para nada y podemos llegar y sacarla de los programas educativos? El último libro de Carlos Peña, Por qué importa la filosofía, explora esta problemática y, al mismo tiempo, arroja luces sobre el quehacer mismo de una disciplina constantemente enfrentada al prejuicio de la improductividad. A continuación publicamos un extracto del capítulo 1, “Una famosa anécdota”.

por Carlos Peña I 8 Agosto 2018

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Mirando la bóveda celeste

La pregunta acerca del sentido del quehacer filosófico nace junto con la aparición de la propia filosofía. Es como si esta, a diferencia de otros quehaceres intelectuales que brotan en la cultura seguros de sí mismos y del papel que les cabe en ella, fuera un quehacer, por decirlo así, hipocondríaco, intelectualmente inseguro, hiperestésico, preocupado una y otra vez de palparse a sí mismo para, de esa forma, cerciorarse de su propia fortaleza y saber si vale o no la pena. Mientras la ciencia o la técnica jamás se preguntan si acaso tiene algún sentido ejercitarlas o cuál sería su objeto y se desenvuelven, en cambio, sin detenerse siquiera un momento en ese tipo de preguntas (salvo cuando un filósofo se entromete en ellas como fueron, por ejemplo, los casos de Gottlob Frege y su pregunta referida a qué es un número o el de Baruch Spinoza o de Thomas Hobbes y sus estudios ópticos), los cultores de la filosofía parecen pensar que la primera tarea que tienen por delante es la de justificar ante los demás y ante sí mismos su propio quehacer, saber si el tiempo que dedican a ella, los recursos que distraen y los esfuerzos que gastan, poseen o no alguna utilidad. Mientras el médico, el odontólogo o el abogado ejercen sus oficios llenos de seguridad en sí mismos y de la utilidad social de lo que hacen —curar enfermos, sanar dentaduras y defender intereses—, el filósofo suele preguntarse si acaso lo que hace sirve o no para la vida; la pregunta que alguna vez Friedrich Nietzsche dirigió a la historia en su De las ventajas y desventajas de la historia para la vida, los filósofos suelen dirigirla a la propia filosofía.

Una de las primeras muestras de esa conciencia incierta que acompañará, como si fuera una sombra, a la reflexión filosófica, la encontramos en la famosa anécdota de la muchacha tracia que se encuentra en una fábula de Esopo recogida y alterada por Platón en el diálogo Teeteto.

Esopo había recogido la historia de un astrónomo que mirando las estrellas cayó a un pozo, causando la risa de quienes lo vieron. La moraleja que Esopo extrae de la historia es que no hay que alardear de ocuparse de cosas maravillosas si, al mismo tiempo, se tropieza con las cosas ordinarias de la vida.

Vivimos, sugiere Heidegger, en medio de un mundo, una constelación de significados, una malla de sentido en medio del que se tejen nuestras vivencias y la filosofía sería el esfuerzo por comprender cómo es que ese mundo se constituye originariamente.

Platón alteró la historia. El astrónomo es ahora Tales de Mileto, quien había vivido dos siglos antes —Heródoto le atribuye una hazaña notable— y la moraleja se aplica a la filosofía.

“Se cuenta de Tales —se lee en el Teeteto— que mientras se ocupaba de la bóveda celeste, mirando hacia arriba, cayó en un pozo. Se rio de él entonces una sirvienta tracia, jocosa y bonita, diciéndole que mientras deseaba con toda pasión llegar a conocer las cosas del cielo, le quedaba oculto aquello que estaba ante su nariz y bajo sus pies. La misma burla vale para todos aquellos que se introducen en la filosofía”.

Al final del diálogo Protágoras, Platón vuelve sobre esa inseguridad que aqueja a la filosofía. Allí Sócrates dice temer que, al oír el resultado de la conversación que han sostenido, un espectador tuviera como única reacción posible la de burlarse y comentar que él y Protágoras son gente extraña.

Las anécdotas de la muchacha tracia que acabamos de recordar, y de Sócrates temiendo la burla, poseen múltiples recepciones en la historia de la filosofía, lo que prueba que en ellas se revela o se insinúa algo de la conciencia que la filosofía tiene de sí misma. Esta aparece también, desde luego, en la Política de Aristóteles, quien debió oírla de su maestro; aunque en su versión el relato toma un leve giro (que como veremos, no hace más que subrayar la inseguridad de la filosofía):

“Cuentan que como la gente le echaba en cara su pobreza y la achacaba a que la filosofía es improductiva, (Tales) previó gracias a sus conocimientos de astronomía, cuando todavía era invierno, la cosecha que producirían los olivos y, como tenía un poco de dinero, se aseguró mediante fianzas el arriendo de todos los molinos de Mileto y de Quíos. (…) Cuando llegó el momento oportuno y muchos acudieron a la vez y apresuradamente en busca de los molinos, los arrendó en las condiciones que quiso y reuniendo mucho dinero, demostró que es fácil para los filósofos enriquecerse si quieren, pero que no se afanan por ello”.

No es difícil darse cuenta de que los esfuerzos de Tales, o de Aristóteles imaginando lo que Tales habría hecho en el nombre de la filosofía, son la mejor prueba de cuánto afecta al filósofo la acusación de improductividad y lo extendido del prejuicio que sobre su actividad recaía. Esta defensa de la filosofía, que es al mismo tiempo el reconocimiento de su propia inseguridad, se la observa también hoy en la universidad contemporánea cuando, para justificar su enseñanza, suele señalarse a los prósperos ejecutivos de la City de Londres que habrían cursado el famoso PEP (Politics, Economy and Philosophy), lo que probaría que los filósofos, si quieren, pueden enriquecerse.

Una de los ecos más cercanos a nosotros de esa anécdota (una anécdota que, como ha mostrado Hans Blumenberg, ha sido recepcionada en prácticamente todas las épocas comenzando, además de Platón, por Diógenes Laercio, siguiendo por los pensadores medievales hasta alcanzar a los modernos) se encuentra en el curso de Heidegger que se publicó en los años sesenta bajo el título La pregunta por la cosa. Se trata de un curso de los años 1935 o 1936, dictado en Friburgo, casi una década más tarde, como se observa, de la publicación de Ser y tiempo.

Cada vez que comienza, decía Heidegger en la primera de las lecciones de ese curso, la filosofía se encuentra en una situación incómoda que no le permite ni a ella, ni a quienes asisten a sus disquisiciones, sentirse a sus anchas. ¿De dónde deriva, cabría preguntarse, esa incomodidad? Ella deriva del hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con la ciencia, no hay continuidad entre la reflexión filosófica, por una parte, y el representar y el opinar cotidiano, por la otra. En estas lecciones afirma que:

“Si se toma el representar cotidiano como el único patrón para todas las cosas, entonces la filosofía es siempre algo desquiciado”.

La filosofía, plantea Heidegger, camina al revés, retrocede, da permanente marcha atrás en un esfuerzo por comprender esa constitución originaria y en esa misma medida lo que ella hace, dice o piensa parece carecer de cualquier utilidad en el mundo cuya constitución trata de develar.

En la anécdota de Esopo la muchacha tracia representaría, pues, el representar cotidiano, eso que Husserl, maestro de Heidegger, llamaría la “actitud natural” frente al mundo de la vida, la forma espontánea y prerreflexiva que tenemos de asistir a lo que existe. Es frente a esa actitud natural, a esa conducta espontánea que mantenemos en nuestro trato diario con las cosas, lo que Ortega llamaría creencias (las ideas se tienen, dijo este autor, en las creencias se está), que la filosofía aparece como desquiciada y cayendo, por ello, porfiadamente a un pozo. Vivimos, sugiere Heidegger (y lo dice en un sentido aún más radical que como lo había dicho Husserl), en medio de un mundo, una constelación de significados, una malla de sentido en medio del que se tejen nuestras vivencias y la filosofía —desde luego la del propio Heidegger— sería el esfuerzo por comprender cómo es que ese mundo se constituye originariamente. Las cosas, individualmente consideradas, no significan nada: el significado que poseen les viene dado por el mundo al que pertenecen. La filosofía, va a sugerir Heidegger, camina al revés, retrocede, da permanente marcha atrás en un esfuerzo por comprender esa constitución originaria y en esa misma medida lo que ella hace, dice o piensa parece carecer de cualquier utilidad en el mundo cuya constitución trata de develar. La filosofía es como quien en medio del teatro mira el acto de magia no con la ingenuidad del público, sino con el ánimo del intruso que quiere descubrir el truco. Al hacer el esfuerzo de comprender la constitución originaria de un mundo, la filosofía parece carecer de sentido al interior de ese mundo que, paradójicamente, trata de inteligir.

Durante un seminario realizado en Le Thor en 1969, y en una muestra de cuán significativa le resultaba la anécdota de Tales, Heidegger vuelve nuevamente, luego de tres décadas, sobre ella.

Tales, observa ahora Heidegger, cae en un pozo porque, abierto a todo lo que existe, experimenta una sobreabundancia o una sobredimensión del presente. Tales, el filósofo, a diferencia de los modernos que transitamos por una época técnica, no ha estrechado la mirada, no ha adelgazado, por decirlo así, su horizonte vital. Por el contrario, ante él comparece de pronto el todo de la existencia y por eso, tocado por esa presencia sobreabundante, mira únicamente hacia el cielo. El filósofo entonces no se aviene con la utilidad de la época porque esa utilidad requeriría que él redujera, por decirlo así, la presencia de lo presente al modo en que lo hacemos de manera cotidiana, restringiendo las cosas que tenemos delante de nosotros a la dimensión de lo útil o a la mano.

Hemos alcanzado así, concluye Heidegger en la lección que vengo relatando, una indicación indirecta de lo que le es propio al quehacer filosófico: la filosofía es el pensamiento con el que esencialmente no puede hacerse nada; se trata, en suma, de una actividad inútil. La misma idea —la filosofía como lo inútil— se subraya de nuevo en lo que alguna vez se pensó que era la segunda parte de Ser y tiempo. La filosofía, Heidegger declara, es un saber inútil pero, agrega, señorial.

 

Martin Heidegger (1889-1976)

 

¿Un saber inútil?

Detengámonos un momento en lo que el filósofo alemán querrá decir con que sea inútil. Hacia el final veremos en qué podría consistir, a su vez, lo señorial.

Por supuesto, la expresión “inútil” que acabamos de emplear debe entenderse, a partir del texto de Heidegger, en un sentido estricto. Este había llamado útil a las cosas que están, decía él, a la mano. Todo aquello que nos rodea en la cotidianidad y en medio de cuyo tráfico cotidiano desenvolvemos nuestra vida. Un útil es una cosa destinada instrumentalmente a servir un determinado propósito que alguien se forja al interior de un mundo, de una cierta constelación de significados. En la descripción que suele hacerse de las cosas y siguiendo una presentación convencional de Aristóteles, un útil es algo cuya causa final (el “¿para qué?”) no le pertenece, ella la posee la causa eficiente (quien lo creó). Y en el mundo contemporáneo las cosas son creadas por el individuo y él, en consecuencia, establece qué sirve y qué no. En esa decisión contemporánea la filosofía parece estar en la segunda categoría o, cuando está en la primera, se encuentra al servicio de causas que ella misma, según veremos, no querría perseguir. En El origen de la obra de arte, Heidegger distingue entre cosa y útil diciendo que la diferencia entre ambas radica en que la segunda es siempre “para” algo. El útil no se determina desde sí mismo sino desde algo que le es heterónomo y a lo cual simplemente sirve. El útil existe al interior de un mundo previamente constituido y por eso, observó Heidegger, el útil mundanea: como las magdalenas de Marcel Proust, el útil, la cosa cuyo sentido es la utilidad, acarrea consigo un mundo al interior del cual adquiere significado y al cual sirve. Los zapatos de un campesino acarrean consigo un mundo, los rastros del mundo a que pertenecen, y solo se nos revelan en su presencia genuina y desnuda cuando Vincent van Gogh los pinta en el cuadro que se puede mirar en el museo de Ámsterdam dedicado a su obra.

El quehacer de los filósofos consiste, como recuerda Heidegger citando a Immanuel Kant, en exponer los “juicios más secretos de la razón común”. Nietzsche, por su parte, había dicho que se trataba de una “planta rara”.

Ahora bien, en la modernidad, en la época que Heidegger va a llamar de “la imagen del mundo”, el útil en el sentido que se acaba de indicar, aparece como un recurso, un medio para fines predeterminados.

La filosofía puede, por supuesto, ser también útil en ese sentido que se acaba de destacar. Ella puede servir a algún propósito de esos que el mundo ya constituido apetece; pero lo que la caracteriza como quehacer intelectual es su permanente esfuerzo por retroceder y retroceder en nuestras certezas inmediatas, debilitándolas, hasta alcanzar un momento donde el propio sentido de lo útil se desquicia. El quehacer de los filósofos consiste, como recuerda Heidegger citando a Immanuel Kant, en exponer los “juicios más secretos de la razón común”. Nietzsche, por su parte, había dicho que se trataba de una “planta rara”.

La filosofía, podemos adelantar, no es una suma de opiniones, ni una técnica para forjarlas, ni una tradición que nos ayude a elaborar una doctrina para empuñarla en el espacio público. La filosofía es más que eso y al mismo tiempo, como veremos, menos que eso: es más que eso porque ella intenta mostrar que el mundo que tenemos y que damos por acreditado es, en verdad, el fruto de nuestra propia estructura (de nuestra comprensión ontológica, dirá Heidegger); y menos porque, al descubrir eso, la filosofía muestra que no hay doctrina final alguna ni secreto que develar, salvo nuestra capacidad de derruir cualquier cosa que aparente serlo. Esto es lo que quiso decir Jorge Millas cuando caracterizó a la filosofía como un pensamiento al límite y es lo mismo, o casi, que insinúa Ludwig Wittgenstein en un párrafo de sus Investigaciones filosóficas donde sugiere una imagen de la filosofía como la de quien está cavando hasta que su pala se retuerce y ya no puede seguir, aunque quiera, y esto mismo, guardando las distancias, es algo de lo que sugirió Isaiah Berlin cuando en “The Purpose of Philosophy” dijo que las preguntas totalizantes, esas que no era posible responder ni con métodos formales ni con métodos empíricos, eran las propias de la filosofía.

Heidegger, quien a juzgar por los cursos que han llegado hasta nosotros y el testimonio de quienes pudieron asistir a sus clases, fue un extraordinario profesor (“nadie lee ni ha leído nunca como tú”, le dijo alguna vez Hannah Arendt en una carta), explica inmejorablemente ese carácter radical del quehacer filosófico en un curso que dictó en 1919, cuando era un joven profesor de treinta años.

Darle un vistazo a esas lecciones ayuda a entender la radicalidad que puede alcanzar la filosofía y las dificultades que, por ese solo hecho, podría experimentar en un mundo como el nuestro que, por confiar demasiado en sí mismo, se siente tentado de abandonarla.

 

Imagen de portada: Un par de zapatos (1886), de Vincent van Gogh.

 

Por qué importa la filosofía, Carlos Peña, Taurus, 2018, 220 páginas, $10.000.

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