Temporada de cyberbullying

por Evelyn Erlij

por Evelyn Erlij I 8 Agosto 2016

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La humillación pública, una de las armas preferidas de los regímenes totalitarios, ha adquirido un rostro menos visible: su forma actual no es el castigo físico en la plaza sino el linchamiento virtual. El viaje que hace el periodista Jon Ronson por el mundo de la ignominia en el siglo XXI en el libro Humillación en las redes, da miedo, y no solo porque expone la violencia online. En tiempos en que la reputación lo es todo, un clic puede dañar seriamente la vida de los demás.

por evelyn erlij

Hay algo muy desconcertante en las fotografías que retratan una humillación. La historia del siglo XX dejó muchas postales: están las de los judíos denigrados por los nazis –afeitados a la fuerza u obligados a hacer el saludo hitleriano– en los guetos de Polonia; las de las mujeres colaboracionistas siendo rapadas en medio de muchedumbres dichosas. Están las imágenes de una francesa sostenida por tres hombres que la toman del pelo; están las del comandante de Auschwitz, Rudolf Hoess, sucio y maniatado después de ser descubierto por los aliados. No se trata solo de la violencia latente de las fotos. Hay algo en el lenguaje corporal de las víctimas, en sus gestos, que delata el lado más perverso del escarnio público: sus cuerpos están tullidos por la vergüenza, sus ojos parecen carentes de vida.

“La ignominia está considerada universalmente un castigo peor que la muerte”, apuntó en 1787 Benjamin Rush, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, y de ahí que sea una de las armas predilectas de totalitarismos y extremismos: una afrenta pública es capaz de “destruir el alma” de un enemigo y de deshumanizarlo por completo. Se vienen a la mente los castigos sociales de varios siglos atrás –el cepo, la picota, el poste de flagelación– o las degradaciones actuales del Estado Islámico, pero no hay que ir lejos, ni en el tiempo ni en el espacio, para comprobar que la humillación está más viva que nunca. En ese rincón oscuro y tenebroso de la naturaleza humana se adentró el periodista galés Jon Ronson (Cardiff, 1967) en su último libro.

Ronson no es un teórico en busca de fenómenos sociológicos, sino un reportero movido por una curiosidad sin límites. Para la radio y la televisión británicas ha indagado en temas como la industria del turismo en Auschwitz o en la vida del reverendo George Exoo, famoso por asistir suicidios. Sus libros de investigación están llenos de historias insólitas. Para Extremistas: mis aventuras con radicales (2003) se metió en la vida de fanáticos islámicos, neonazis y líderes paranoicos amantes de las teorías de la conspiración; en Los hombres que miraban fijamente a las cabras (2004, adaptada al cine con George Clooney y Kevin Spacey) explora los métodos esotéricos del Ejército de Estados Unidos, y en ¿Es usted un psicópata? (2012) investiga la sórdida industria de la locura.

La deshonra pública suena a tópico árido para un libro de no ficción, pero Ronson lleva 30 años lidiando con temas inusuales. Humillación en las redes nació de un incidente banal. Ronson tiene más de 150 mil seguidores en Twitter y a diario publica casi una veintena de mensajes. Es el típico personaje consciente del valor de su voz e imagen: lo que diga y haga en la web es un eco de su personalidad en la vida real. Cuando otro usuario “Jon Ronson” apareció en la plataforma, usando su foto y posteando mensajes grotescos, el periodista inició una lucha online contra sus autores para que desactivaran la cuenta. Junto a cientos de sus seguidores ejerció presión y lo logró. La humillación a los ladrones de su identidad fue tal, que tuvieron que ceder.

Ronson pensó en una decena de casos similares a gran escala, en los que hordas de usuarios de redes sociales habían logrado apocar y vencer a gigantes –empresas, medios de comunicación, políticos– gracias al poder popular de la web. “Estaba sucediendo algo realmente trascendental –escribe Ronson–. Nos hallábamos en los albores de un resurgimiento espectacular de la pena de vergüenza pública. Tras un paréntesis de 180 años (los castigos infamantes se suprimieron en 1837 en el Reino Unido y en 1839 en Estados Unidos), había vuelto con fuerza (…). Las jerarquías empezaban a desmoronarse. Los silenciados por fin tenían voz. Era como la democratización de la justicia”.

Pero no demoró en notar que se trataba de un arma de doble filo. Ahí comienza su travesía por la humillación en el siglo XXI: hilando historias de un puñado de víctimas de escarnios virtuales, personas que vieron sus vidas destrozadas tras “ciberlinchamientos”, Ronson hace un retrato lúcido de los tiempos crueles que corren. “Hemos creado un escenario en el que vivimos constantemente momentos de un dramatismo intenso y artificial. A diario surge un héroe magnífico o un villano detestable. Es todo muy desmesurado, distinto de nuestro comportamiento en la vida real”, alerta. El lapsus de un político, la respuesta tonta de una modelo en un concurso de belleza: ¿quién no ha participado en una lapidación virtual? Ronson, convertido en un tuitero aterrado, advierte: el poder colectivo puede ser brutal.

Fervor inquisitorial

Como en sus libros anteriores, el gran protagonista de Humillación en las redes es el propio Jon Ronson. Su investigación es subjetiva y antojadiza: no es periodismo exhaustivo ni ensayo académico, sino un relato en primera persona guiado por su impulso y curiosidad, un poco al estilo gonzo de Hunter S. Thompson. Eso explica la ruta insólita que va trazando en el texto, que parte con el calvario de un par de humillados virtuales y continúa con un “taller de erradicación de la vergüenza”, una empresa de “gestión de reputación online”, la desvergonzada industria del porno y  las teorías sobre demencia colectiva de Gustave Le Bon y Philip Zimbardo. Entre esos temas, un hilo conductor: ¿por qué ese afán humano de querer humillar?

El caso de la relacionadora pública Justine Sacco es un buen ejemplo. Antes de subirse a un avión que la llevaba desde Estados Unidos hasta Sudáfrica, tuvo la pésima idea de publicar un chiste en Twitter para sus 170 seguidores: “Voy a viajar a África. Espero no contraer el sida. Es broma: ¡soy blanca!”, escribió. Once horas después, al aterrizar, era trending topic mundial, su nombre apareció en más de 100 mil tuits ofensivos y más de un millón de personas buscó su nombre en Google. Fue catalogada de racista, perdió su trabajo y recibió amenazas de violación y muerte. La gente la atacaba en bloque y la embestía como una manada enloquecida.

Fue así como Internet destruyó la vida de Justine, tras haber formulado mal un chiste que, en el fondo, criticaba los privilegios de los blancos. En los tiempos de las redes sociales, no hay derecho al error: “Es como la Stasi. Estamos creando un mundo en el que la gente se siente vigilada en todo momento y teme mostrarse tal como es”, observa Ronson, quien asegura que la única forma de sobrevivir en la jungla virtual es “tener una actitud anodina”. La violencia contenida en la web 2.0 es un fenómeno espeluznante, y es cosa de mirar los comentarios desatados de foros o páginas de noticias. De repente, ser políticamente correcto pasó de moda: insultar, ser misógino, antisemita o desatar odios reprimidos parece ser un derecho en las redes sociales.

“Una humillación se asemeja a un espejo deformante de un parque de atracciones en la manera en que confiere una apariencia monstruosa a la naturaleza humana”, apunta el periodista, y es esa maldad subyacente la que lo obsesiona. ¿Es la locura colectiva –esa idea de que las personas en grupo cometen actos violentos que jamás perpetrarían de forma individual– la causa del “fervor inquisitorial” de las redes?, se pregunta Ronson, antes de adentrarse en la psicología de masas y, de paso, desmitificar el famoso “Experimento de la prisión de Stanford” de la mano de uno de sus participantes. Así descubre que la respuesta a los linchamientos virtuales no es tan sencilla. No hay un “virus de la violencia” que contagia a las masas y desata el caos.

Falsa democracia virtual

Jonah Lehrer, autor estadounidense de bestsellers de psicología y neurociencia, es otra de las víctimas que aparece en Humillación en las redes. En su libro Imaginar: cómo funciona la creatividad, había alterado un par de citas del compositor de Like a Rolling Stone: “Cada vez que (Bob) Dylan leía una noticia sobre él en el periódico, hacía el mismo comentario: ‘Madre mía, cuánto me alegro de no ser yo. Me alegro de no ser eso’”. La cuña era real y comprobable, salvo por la parte de “me alegro de no ser eso”. Lehrer la había inventado: un error tonto que, como Justine Sacco, pagaría caro. Cuando la prensa destapó sus citas dudosas, las redes sociales comenzaron el trabajo de vapuleo habitual. El otrora escritor popular quedó sin trabajo y perdió toda credibilidad. Su error quedó grabado en la web para siempre.

Vivimos en tiempos en que la reputación lo es todo, constata Ronson, y gran parte de esa reputación la administramos por internet. Hurgando en ese mundo, llega a empresas que gestionan la imagen personal en la web, alterando, entre otras cosas, los resultados de búsqueda de Google. La vergüenza es un negocio, pero lo que más  impacta es otra cosa: “Con la justicia ciudadana, hemos reinstaurado las penas infamantes a lo grande”, escribe el autor, algo aterrado. Según descubre a lo largo de su investigación, los castigos públicos no fueron prohibidos por inútiles o ineficaces, sino por ser demasiado crueles. Hoy no hay castigos físicos, pero el afán de destruir la autoestima de los demás devela un rasgo de inhumanidad brutal, advierte.

Ronson cita dos suicidios de personas mancilladas por el tabloide sensacionalista británico News of The World, y para ahondar en los efectos letales de la degradación humana viaja a Estados Unidos para hablar con el psiquiatra James Gilligan, uno de los grandes especialistas de la violencia y de las consecuencias psicológicas de la humillación. “Jamás me he topado con un caso de violencia que no estuviera provocado por la sensación de haber sido avergonzado, humillado, ridiculizado o víctima de una falta de respeto”, señala el experto. Humillar no solo deshumaniza a la víctima, sino también al victimario, y en la web es aun peor: oculto entre la masa, el usuario no toma conciencia del daño que causa. La lógica que prima, dice el periodista, es “el copo de nieve no tiene por qué sentirse responsable del alud”.

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Puede que Humillación en las redes suene algo apocalíptico, pero más allá de las quejas –hay quienes le reprochan al autor sus métodos de investigación poco ortodoxos–, lo que prevalece es el retrato sociológico que construye Ronson a partir de casos puntuales, anécdotas e historias que hila en un relato de lectura compulsiva. No hay que engañarse, escribe: en esta era del cyberbullying, del porno por venganza y de los escarnios virtuales, internet se está convirtiendo en lo contrario de la democracia. “En la democracia uno oye los puntos de vista de la gente –afirma en una entrevista dada a la New York Magazine–. Nos podemos gritar los unos a los otros, pero aún así quieres escuchar la postura del otro. (En la red) solo quieres gritarles en voz alta, demonizarlos y reducirlos a una etiqueta”.

Lo que desconcierta a Jon Ronson no es solo que todos podamos ser víctimas, sino que todos seamos victimarios potenciales. Humillación en las redes no es una crónica sobre troles –como se llama a los usuarios odiosos que buscan alterar la paz en la web– ni sobre el poder del anonimato, ya que en Facebook y Twitter se suelen usar nombres y fotos reales. Tampoco es un libro sobre psicópatas virtuales entregados a la ira. Es un libro sobre “nosotros”, aclara el autor, sobre personas normales que en las redes sociales se convierten en soldados de una guerra contra los defectos y los errores de los otros. Todo se resume en un verso antibélico (bien citado) de Bob Dylan: “¿Alguien puede decirme para qué estamos luchando?”.

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