Un neoyorquino en Kansas

En un universo de fragmentaciones, de mezclas de toda índole, tanto seres como objetos se han multiplicado de manera vertiginosa. Pero tal vez el tema de la identidad nunca fue algo que pudiera percibirse con nitidez. Los griegos, por ejemplo, se definían por oposición a los pueblos bárbaros. Y recién a partir del siglo XVI emerge lo impuro como categoría de valor y de renovación, sobre todo para destruir los cánones identitarios. Hoy podríamos compartir la idea de Barthes: la identidad –fija y estable– es una categoría policíaca.

por Guillermo Machuca I 27 Agosto 2020

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El concepto de identidad ha sido una de las nocio­nes más vapuleadas por parte del pensamiento contemporáneo. Intentar una lectura crítica de su historia entraña un peligro: prolongar o repetir una serie de obviedades. Categoría esencialista por antonomasia, la identidad se ha disuelto en partículas de identidades; en rigor no hay identidades puras sino identidades fracturadas.

Nietzsche sostuvo, en alguno de sus libros, que los alemanes no poseían una esencia racial: que eran una mezcla de diferentes pueblos, que Alemania era un espacio geográfico donde por siglos habían deambulado distintas comunidades. Todo esto enunciado –bajo una escritura salpicada de fragmentos– en momentos en que el nacionalismo germano empezaba a solidificarse con dramáticas consecuencias (a veces los nacionalismos identitarios masifican la violencia, intentando blanquearla con mortíferas y profilácticas tecnologías).

Por la misma época, la poesía de Mallarmé y la pintura impresionista (Monet y luego Cézanne, por ejemplo) habían hecho girones la identidad (unidad lineal) del libro y del cuadro (Nietzsche nuevamente: “Discurso corto, sentido largo”). Ahora comienza a mandar el fragmento, la diseminación, el signo aislado de su referente.

En un universo de fragmentaciones, de mezcla de toda índole (radicalizada en el transcurso de las últimas décadas), tanto seres como objetos se han multiplicado de manera vertiginosa. Para muchos entendidos en el tema, las mezclas pueden ser más poderosas que los purismos que generan identidades enfermas (cuestión que se percibe en muchos retratos de la realeza, desde el Renacimiento hasta bien entrado los tiempos modernos).

Tal vez el tema de la identidad nunca fue algo que pueda percibirse con nitidez. Pensemos en el mundo clásico griego: su presunta identidad tenía mucho que ver con una distinción respecto a los pueblos bárbaros. Pero los bárbaros transportaban algunos conocimientos forjados en la rapiña, el saqueo y, por tanto, una sabi­duría extensa en términos culturales (paisajes remotos, costumbres ancestrales, diversos ritos religiosos, cono­cimiento de muchos pueblos, etnias y razas).

Savater, en una entrevista, llamó la atención acerca de la importancia de los afuerinos que llegaban a Ate­nas: venían de afuera y traían conocimientos paralelos al racionalismo griego. El viajero supera al sedentario; el que se mueve vive del contagio y el sedentario de un amor por una cultura identitaria, soberbiamente superior. En todo caso, el arte y la cultura griega –en particular la clásica– fueron constructos exiguos en el tiempo; en el arte manierista y barroco surgido del imperio de Alejandro Magno, se pierden las formas puras y surge el intercambio territorial, provocando una argamasa de estilos.

Lo impuro destroza los cánones identitarios. Lo mismo podría decirse del arte surgido después de la crisis del Renacimiento italiano (ejemplificada en el manierismo); aparece el collage pictórico y escultórico antes de Picasso (da lo mismo que Picasso haya hecho sus collages utilizando medios industriales). Producto de la crisis originada por la reforma protestante en el siglo XVI, el arte pierde su centro fijo y surgen imágenes deformadas, grotescas a veces, junto a arquitecturas híbridas. Aquí prima lo heterodoxo por sobre lo canónico.

Barthes sostuvo que la identidad –a partir de la fotografía– era una categoría policíaca, cuestión que se advierte en el pop y nítidamente en la obra de Eugenio Dittborn (los rostros de delincuentes). Hay que identificar a la gente; controlar sus caras y sus huellas.

Una anécdota biográfica local: de niño, en la Patago­nia, teníamos una afinidad con la Patagonia argentina (inundada de chilenos). Para la gente del extremo sur del país, Chile culminaba en Puerto Montt. Siempre había que mirar el norte como un país extraño (esto se mitigó con la llegada de la televisión).

La mayoría de los países son múltiples países. No es lo mismo un argentino de la Patagonia que uno de Buenos Aires; no es lo mismo un peruano de la selva que un peruano de la costa; no es lo mismo un vasco que un catalán; no es lo mismo un francés de París que uno de Niza; no es lo mismo un coreano del norte a uno del sur; no es lo mismo un italiano de Palermo a uno de Milán (cuando Maradona jugaba en el Nápoles, en los estadios del norte le gritaban en italiano “¡africanooooo!”). En fin, no es lo mismo un Papá Noel en el crudo invierno de Estados Unidos a uno chileno transpirado hasta el agotamiento; no es lo mismo un intelectual de Nueva York a un vaquero de Kansas. La identidad de un país o un continente es una ficción. En Brasil, por ejemplo, la gente del sur –alemanes, italianos– mira con cierto desprecio al brasileño del norte: ensucian y bajan el nivel cultural de la nación. Una vez le escuché decir a un brasileño del sur lo siguiente: “Deberíamos separarnos del norte, nosotros trabajamos para que se lo gasten en fiestas y carnavales”.

Al respecto, hay que destacar una conocida pin­tura postal de Juan Domin­go Dávila en que aparece Simón Bolívar travestido: se trata de una imagen que recusa y parodia el ideal bolivariano de la identidad latinoamericana. En esta obra el prócer es retratado con rasgos negroides (al parecer era mulato), dos pechos femeninos, sucu­lentos muslos, un bigote farsesco, diversos afeites en su rostro, montado sobre un caballo híbrido (una cita paródica de la escultura y la pintura ecuestre euro­pea), equino incompleto, residual, parchado y que mezcla el modernismo de Mondrian con el expresionismo del norte del continente americano. Todo coronado con un gesto manual obsceno y callejero. Una lectura podría ser la siguiente: América no es un continente unitario, sino un continente lleno de diferencias y de conflictos no resueltos a nivel político (pensemos en los miles de inmigrantes venezolanos), geográfico, cultural, racial y sexual. Los que hemos estado en Lima, sabemos del odio que nos tienen los remilgados representantes de la clase alta (en el fondo, fueron ellos los que perdieron la Guerra del Pacífico).

Hace algunos años presencié una muestra de un artista chino (no retengo el nombre) en un museo local. Presentó unos retratos pictóricos de diversa gente de su extenso y poblado país. Eran más de un centenar de cuadros, ordenados simétricamente. Un verdadero memorial antropológico. Había de todo: desde chinos de ojos mogólicos hasta chinos de rasgos eslavos, desde chinos de piel clara hasta chinos de piel cítrica. La gama intermedia era variopinta. En los retratos uno podía intuir que las estaturas eran variadas e iban de las más altas hasta las más bajas (hay chinos bajitos y otros arriba de los dos metros y que son estrellas del básquetbol). Aquí se rompía el estereotipo que Occidente ha hecho del gigante asiático.

Barthes sostuvo que la identidad –a partir de la fotografía– era una categoría policíaca, cuestión que se advierte en el pop y nítidamente en la obra de Eugenio Dittborn (donde destacan rostros de delincuentes con sus prontuarios a la vista). Hay que identificar a la gente; controlar sus caras y sus huellas. Algo distinto al retrato pictórico; aquí prima la personalidad (el romanticismo ha sido eclip­sado por la multiplicación de identidades homogéneas). La identidad hoy supone una identificación hiperrealista de los sujetos.

Otra anécdota: recuer­do que en la Patagonia a las mujeres croatas se les decía “austriacas”. Así le decían a una amiga de mi madre. Después me enteré que los austriacos habían invadido Croacia y habían violado a muchas mujeres dejándolas embarazadas (hablamos aquí de una identidad maligna). Algo parecido –aunque en otro contexto histórico, me­nos bélico– a lo que ocurre en Chile con los palestinos a quienes se les ha apodado “turcos” (identidad ignorante).

Termino con lo absurdo de algunas denominaciones. La supuesta identidad latinoamericana es excluyente por principio; basta con recorrer el continente. Salvo algunas excepciones, el proyecto bolivariano no es algo que en Chile prenda como proyecto regional (de hecho, en muchas zonas del continente nos detestan; he escuchado en algunos países vecinos decir lo siguiente de los chilenos: “Esos argentinos mal vestidos”). Más que una identidad idealizada, existen procesos de identificación: un inmigrante puede enamorarse de un país extraño y quedarse en él. Borges decía que había conocido sudamericanos (brasileños, peruanos, uruguayos, chilenos, etc.), pero nunca había conocido latinoamericanos.

 

Imagen de portada: El libertador Simón Bolívar (1993), de Juan Dávila.

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