Clases sociales: la vigencia de una noción política

por Giorgio Boccardo

por Giorgio Boccardo I 13 Febrero 2019

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La pérdida de peso de los sindicatos y fuerzas obreras no significa que las clases sociales hayan desaparecido sin dejar huella. De hecho, Marx era plenamente consciente de la naturaleza cambiante del capitalismo que, como formación social, dependía de la lucha de clases. Desde este punto de vista, nuestro presente puede ser comprendido como un resultado del enfrentamiento político entre clases durante el siglo XX y el bienestar futuro estará signado por las formas que esa lucha adopte ante un capitalismo muchísimo más complejo en sus variantes de explotación.

por giorgio boccardo

Vivimos en un mundo que ha cambiado a extremos casi irreconocibles desde que Karl Marx publicó El capital, en 1867. Los obreros de cuello azul han disminuido exponencialmente en número e influencia, y los capitalistas de levita y chistera se anonimizaron en fondos de inversión globales. Los gerentes se quitaron la corbata y ahora escuchan las necesidades de empleados que anhelan movilidad social y mayor consumo. En tanto, las revueltas sociales más relevantes del último tiempo –antiglobalización, feministas, ambientales– se han articulado por fuera del radio de los sindicatos. Entonces, hablar de clases hoy parece tan arcaico como revivir una polémica teológica. O al menos eso nos han hecho creer los adalides del capitalismo. Pero la rueda de la historia no se ha detenido y el neoliberalismo ha resultado incapaz de resolver las necesidades humanas más elementales. La riqueza se ha concentrado en pocas manos y millones de personas dependen de un salario para sobrellevar una vida mínima. La robotización reemplaza o descalifica profesiones u oficios que antes garantizaban acceso al bienestar, y el vertiginoso ritmo de la producción ha puesto en riesgo la viabilidad del planeta.

El hecho de que se vuelva a hablar de capitalismo –y no de modernización– es prueba de sus dificultades para presentarse como “el orden natural de las cosas”. Pese a ello, el capital se ha tornado tan omnipresente en nuestras vidas, que hoy resulta difícil aprehenderlo en su total magnitud. Sin embargo, para las fuerzas que bregan por la emancipación humana, la pregunta por el colectivo capaz de llevar adelante tamaña epopeya continúa abierta; aunque este ya no tenga mucho que ver con aquella clase de hombres y mujeres retratadas magistralmente por Marcel Proust o Victor Hugo.

Gracias al desarrollo de fuerzas productivas industriales, Marx creía posible alcanzar nuevos estadios de libertad en que resolver las necesidades materiales solo ocupara un tiempo limitado de nuestra vida.

Reconociendo las limitaciones y alcances de la obra de Marx, esta sigue siendo un buen punto de partida. No por nada, Ludwig von Mises señaló que el socialismo era “el movimiento de reforma más poderoso que la historia haya conocido”, ya que es una ideología que no se limita a ningún sector específico de la humanidad. De hecho, convocaba a personas de distintas razas, credos y naciones que se articulaban como clase bajo los dictados del capital.

Intereses materiales, conflictos y proyectos colectivos

Las clases, o más precisamente, la lucha de clases, fue una noción cardinal en la vida moderna, al punto que Marx y Friedrich Engels sostuvieron que toda la historia de las sociedades humanas era la historia de la lucha de clases. Paradójicamente, Marx no escribió una reflexión sistemática al respecto. A diferencia de su proteica teoría sobre el capitalismo, sobre las clases solo dejó un manuscrito interrumpido, que luego fue publicado por Engels en el tercer tomo de El capital.

Marx sostiene que las principales clases en la sociedad moderna son los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes; aunque en el proceso histórico esta división no se presente de forma pura. Por el contrario, en los conflictos de clase participan heterogéneas fuerzas que dificultan el trazo de una línea divisoria clara. Ahora bien, su principal preocupación no fue alcanzar una definición estática de clases sino distinguir agrupamientos teóricamente sustantivos para comprender el conflicto y las posibilidades de superación del capitalismo. Al interrogarse acerca de las clases, indaga sobre los intereses comunes que hacen que estas –y los individuos que las integran– actúen, se organicen y maduren formas de conciencia compartidas. Marx concluye que el origen de esa disposición radica en la fuente de ingresos y las relaciones sociales que organizan los medios de reproducción de cada clase: los obreros explotan su fuerza de trabajo, los capitalistas los medios de producción y los terratenientes la propiedad del suelo.

Coherente con su explicación sobre el origen y desenvolvimiento del capital, en el largo plazo todo el trabajo propendía a la forma asalariada y toda la tierra a la forma propiedad, siendo el eje articulador de la vida moderna la producción capitalista. Y su motor, el conflicto de clases. A pesar de que siempre existirían subdivisiones de clase –al extremo de que cada individuo es una unidad irrepetible–, Marx sostiene que lo fundamental es distinguir qué medios les permiten a los individuos subsistir y, por ende, qué intereses los pueden motivar a emprender una acción mancomunada.

Las clases en Marx no son otra cosa que colectivos humanos confrontados por proyectos de sociedad que se forman –no están dadas a priori– y se enfrentan con otras clases por intereses contrapuestos. Al menos esa había sido la historia de las sociedades hasta el advenimiento del capitalismo. No obstante, gracias al desarrollo de fuerzas productivas industriales, Marx creía posible alcanzar nuevos estadios de libertad en que resolver las necesidades materiales solo ocupara un tiempo limitado de nuestra vida.

El devenir de la clase obrera es fundamental para comprender el conflicto político durante el siglo XX. Valga recordar que en su triunfo se depositaron las esperanzas de millones de oprimidos, mientras que su derrota contribuyó a labrar la cultura de la resignación que domina el nuevo milenio.

La clave estaba en la formación de una clase socializada en la racionalidad cooperativa de la producción capitalista y en una solidaridad forjada al calor de las resistencias a la explotación. Es a esa clase de personas a las que Marx denominó proletariado, y cuya emancipación podía liberar al conjunto de la humanidad.

Esta noción de clases no será la dominante en el marxismo occidental. Si bien Lenin situó el conflicto en el centro de su teoría política, el proletariado fue equiparado con el partido bolchevique, delegando a la vanguardia revolucionaria la responsabilidad de organizar y dotar de conciencia a los trabajadores. La estalinización de la Revolución rusa solo acrecentó el problema, al extremo que la burocracia partidaria suplantó la acción obrera y devino en clase dominante. Posteriormente, el marxismo estructuralista limitó las clases a una posición en la producción, siendo la acción colectiva y la determinación de cada individuo, reflejos mecánicos de la estructura. Salvo excepciones, como Antonio Gramsci para el caso europeo o Juan Carlos Mariátegui para el latinoamericano, en los partidos obreros el debate sobre las clases fue oscurecido por la ortodoxia soviética y el economicismo vulgar.

¿Crisis de las clases industriales o crisis de la lucha de clases?

El devenir de la clase obrera es fundamental para comprender el conflicto político durante el siglo XX. Valga recordar que en su triunfo se depositaron las esperanzas de millones de oprimidos, mientras que su derrota contribuyó a labrar la cultura de la resignación que domina el nuevo milenio. Pero tal como señaló Eric Hobsbawm, este escenario no se revierte adhiriendo sin más a cada oleada de protestas o denunciando lo despiadado que es el capital; se avanza extrayendo lecciones de esos derroteros.

En la socialdemocracia se agota tempranamente el sindicalismo combativo, el cual es desplazado por otro que pacta con el capital. Sin embargo, el Estado de bienestar –compuesto por partidos obreros– resulta incapaz de seguir redistribuyendo excedentes e integrando a nuevos trabajadores. En los socialismos reales no hubo voluntad –o capacidad– para democratizar el Estado que fue cooptado por burocracias, pero tampoco se apostó a una socialización de la producción capitalista, más bien se estatizó. En los populismos latinoamericanos, la clase obrera se forja a partir del Estado, y su origen campesino permite utilizar en la industria prácticas autoritarias importadas del latifundio, de ahí su adhesión a liderazgos autoritarios.

El mayo obrero de 1968 inauguró un nuevo ciclo de protestas que cambió la fisonomía de las clases industriales. Obreros automotrices de la Renault en París, la Chrysler en Michigan o la Fiat en Turín, metalúrgicos de Osasco y Contagen en Sao Paulo, mineros del carbón en Yorkshire y tapizadoras de la Ford en Dagenham, hicieron sentir con fuerza su rechazo a la autoridad y al control en la industria fordista. Esta vez no se trataba solo de demandas salariales, sino de democratizar la gestión, de control obrero y autonomía sindical.

Durante los “años de plomo” en los 70, los capitalistas iniciaron una transformación productiva hasta recuperar su poder. Para ello se sirvieron de la desconcentración, automatización, flexibilidad y deslocalización del trabajo. Es decir, atacaron las condiciones de formación y poder de la clase obrera industrial, hasta diluirla.

La reacción del capital no se hizo esperar. Durante los “años de plomo” en los 70, los capitalistas iniciaron una transformación productiva hasta recuperar su poder. Para ello se sirvieron de la desconcentración, automatización, flexibilidad y deslocalización del trabajo. Es decir, atacaron las condiciones de formación y poder de la clase obrera industrial, hasta diluirla. La ola de gobiernos conservadores en los años 80 y una renovada socialdemocracia en los 90 hicieron el resto.

Los primeros ataques a la idea de clases provinieron desde la vereda izquierda. André Gorz anunció el fin del proletariado, o bien, de su potencial sociopolítico. Jürgen Habermas afirmó que el trabajo había perdido centralidad en la formación de subjetividades modernas. En tanto, la razón posmoderna decretó extintos los metarrelatos y la inexistencia de vínculos entre condiciones materiales y acción colectiva. En suma, la lucha de clases había quedado enterrada bajo los escombros del Muro de Berlín.

Más allá de la validez de ciertos juicios, no se explicó por qué el capital incrementó su poder de clase y cómo su nuevo “espíritu” había incorporado elementos centrales de la crítica anticapitalista. Efectivamente, la fábrica dejaba atrás el verticalismo para encadenarse horizontalmente con medianos y pequeños productores, la disciplina de capataces era reemplazada por trabajo en equipo y de un día para otro los obreros se transformaron en colaboradores de terno y corbata. Nuevos ideologismos de izquierda y derecha le entregaron a la fuerza de trabajo medios de producción –ahora, el intelecto– y, con ello, alternativas para emprender libremente.

Ahora bien, lo que ocurrió efectivamente fue una brutal mercantilización en que todo vínculo humano quedaba subsumido en el capital. No sucedió únicamente con educación, salud o pensiones, sino con los cuidados, los afectos, el cuerpo y las experiencias. La fábrica y la oficina automatizadas comenzaron a depender menos del trabajo especializado y a demandar trabajadores cuya socialización es su principal herramienta. La flexibilidad del trabajo hace de la incertidumbre el elemento distintivo de la vida y torna cada espacio en potencial lugar de trabajo. En consecuencia, la producción se imbrica con la sociedad de tal modo que hoy cuesta reconocer identidades o fisonomías sociales estables.

Que las clases no mantengan su forma clásica no significa que hayan desaparecido sin dejar huella. De hecho, Marx era plenamente consciente de la naturaleza cambiante del capitalismo que, como formación social, dependía del estado de la lucha de clases. Desde este punto de vista, nuestro presente puede ser comprendido como un resultado –no determinado a priori– del enfrentamiento político entre clases durante el siglo XX.

Esto implica comprender más profundamente las causas de la derrota, pero también pensar las clases más allá de la ortodoxia marxista. Es decir, recuperar su sentido político. Si algo podemos aprender de la “era de las catástrofes” es que la organización de una voluntad colectiva no podrá sostenerse en una socialización forzada, que aplane la riqueza de todas las identidades que la conforman. Por el contrario, en esa heterogeneidad radica su potencial emancipador de toda forma de opresión. Luego, tendrá que ser una articulación radicalmente democrática, que no desconozca el potencial de los intereses materiales para vincularnos en una clase que enfrente un capitalismo muchísimo más complejo en sus formas de explotación. Solo de este modo estaremos un poco más cerca de ejercer nuestras libertades.

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