Constitución y derecho de propiedad: el asunto de fondo

Sin un reconocimiento real –y no solo nominal– de la función social de la propiedad, y con un Estado atado de manos, la Constitución de 1980 erosiona el pilar fundamental que sostiene al edificio republicano de Platón, Aristóteles y Santo Tomás. Por ello, el autor de este ensayo recomienda leer Derecho constitucional económico: regulación, tributos y propiedad, trabajo de Arturo Fermandois que deja en claro que la carta fundamental ideada por Jaime Guzmán privilegia de manera absoluta al individuo y el principio de subsidiariedad. El tema central, para el autor de este ensayo, es que todo esto ha terminado desencadenando esa “avidez insaciable de enriquecerse” que nos condujo a la difícil encrucijada actual.

por Renato Cristi I 2 Octubre 2020

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Para los intensos meses constitucionales que se avecinan recomiendo leer a Arturo Fermandois. Me refiero a su importante tratado Derecho constitucional económico: regulación, tributos y propiedad (2010). La razón principal es que pienso que el debate constitucional debiera centrarse en el tema de la propiedad porque, como afirma Fermandois, “el derecho de propiedad ha sido siempre un eje de los sistemas constitucionales del mundo” (254). Hay que tomar en cuenta, además, que ha sido tema determinante de nuestra historia política. Fermandois reconoce que “el quiebre institucional de 1973 y la refundación de un Estado de Derecho basado en el principio de subsidiariedad, han formado parte de un proceso catalizado inequívocamente por el derecho de propiedad” (254).

Su referencia al principio de subsidiariedad es clara señal de que en ese “quiebre institucional”, y en el proceso constitucional que dio origen, la doctrina social de la Iglesia jugó un papel clave. Es entendible, por tanto, que en su tratado dedique espacio al estudio del derecho de propiedad tal como lo entiende la doctrina católica. Es entendible también que estudie a Platón y Aristóteles. Mi invitación a leer a Fermandois se extiende a la lectura de esos clásicos, cuyo beneficio intentaré demostrar en estos párrafos.

Fermandois estima que la doctrina social de la Iglesia “no constituye un sistema, un modelo o una política económica, sino una orientación ideal e indispensable para la construcción de una sociedad más justa y libre” (265). Piensa que León XIII es quien por primera vez articula sistemáticamente los principios de esa doctrina en Rerum novarum, donde el tema del derecho de propiedad es central. Se trata de un derecho natural que describe de la siguiente manera: “Las cosas para ser útiles al hombre requieren de un esfuerzo personal; en cuanto en ellas el hombre deja parte de sí, es razonable que aquella parte la posea como suya, no permitiéndosele a nadie violar su derecho” (262). Frente a un derecho tan sólidamente fundado, el Estado debe limitar su acción para no abrumar “a la propiedad privada con enormes tributos e impuestos” (263).

Es claro que León XIII, en un afán de refutar a su bête-noire, el socialismo anti-clerical, canoniza la propiedad privada como un derecho “inviolable y sagrado”. Es posible reconocer en este pontífice una postura inspirada en el iusnaturalismo de Locke, para quien la apropiación privada se justifica cuando un individuo mezcla su trabajo con las cosas que busca poseer.

Esta justificación individualista posesiva de la propiedad reaparece en Pío XI, quien defiende, en Quadragesimo anno, la idea de limitar la acción del Estado para salvaguardar el derecho de propiedad. Este derecho “no se puede abolir porque el hombre es anterior al Estado y también la sociedad doméstica tiene, sobre la sociedad civil, prioridad lógica y real” (263). Lo mismo ocurre en Mater et magistra. Juan XXIII, según Fermandois, fundamenta su defensa del derecho de propiedad en dos elementos. Así lo dice en su libro que comento: “El primero de ellos dice relación con la prioridad ontológica y teleológica del hombre respecto de la sociedad. Y el segundo se relaciona con la libertad humana. ‘En vano se insistiría en la libre iniciativa personal en el ámbito económico, si a dicha iniciativa no le fuese permitido disponer libremente de los medios indispensables para su afirmación’” (263).

Fermandois no repara en que Juan XXIII toma distancia de León XIII para favorecer esquemas redistributivos del ingreso. Reinterpreta así el derecho de propiedad, enfatizando su función social y otorgándole un lugar destacado a la socialización.

Los tres pontífices aludidos postulan la tesis de la primacía del individuo por sobre la sociedad, pero admiten que se trata de un derecho sujeto a limitaciones. Esto lo reconoce Fermandois cuando afirma que “desde un punto de vista ético, la propiedad debe utilizarse de un modo que implique la generación de un provecho para los demás miembros de la sociedad” (261).

Hay que notar que estos límites son solo de carácter moral. La doctrina social de la Iglesia no se aplicaría, estrictamente hablando, al ámbito de lo jurídico, sino que sería “un llamado al ejercicio de la virtud de la caridad, llamado respecto del cual el hombre… puede acoger o no, ateniéndose a las consecuencias futuras de aquel obrar” (265). Esto lo confirma Pío XI cuando afirma que el abuso o simple no uso de las cosas no es algo que “se pueda exigir por vía jurídica” (265).

Los tres pontífices aludidos postulan la tesis de la primacía del individuo por sobre la sociedad, pero admiten que se trata de un derecho sujeto a limitaciones. Esto lo reconoce Fermandois cuando afirma que ‘desde un punto de vista ético, la propiedad debe utilizarse de un modo que implique la generación de un provecho para los demás miembros de la sociedad’.

El proceso constitucional que se dio en Chile a partir de 1973 desmiente este aserto: allí se plasmaron jurídicamente las directivas “de carácter moral” contenidas en las encíclicas, lo que queda a la vista en la redacción del crucial Art. N°1 de la Constitución del 80, que consigna la definición de bien común que aparece en Mater et magistra. Igualmente, las disposiciones constitucionales acerca de la subsidiariedad, la función social y la primacía ontológica del individuo corresponden a definiciones pontificias.

La legitimidad de la doctrina social de la Iglesia proviene de las enseñanzas de Santo Tomás, su principal inspirador. A su vez, Santo Tomás se apoya en el Antiguo y Nuevo Testamento y en la filosofía política de Platón y Aristóteles. Examina el derecho de propiedad en su Summa Theologiae, de la que Fermandois extrae el siguiente pasaje: “Tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas por él (propter se factis), puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres imperfectos existen por los más perfectos… Es natural al hombre la posesión de bienes externos” (260; STheol II II,  q. 66, 1).

Este texto defiende la relación propietaria como natural. Se puede observar también que la transcripción de Fermandois es inexacta. Traduce “propter se factis” como “hechas por él”, y no como “hechas para él” que es la traducción correcta. Hablar de las cosas apropiadas como “hechas por” el individuo, apunta a la teoría del trabajo de Locke. La teoría lockeana tiene un claro sello individualista posesivo, ajeno al pensamiento tomista.

Tampoco es posible afirmar que los tres pontífices mencionados son fieles al tomismo cuando postulan el carácter absoluto del derecho de propiedad. Para Santo Tomás, la propiedad privada es ciertamente un derecho, pero no se trata de un derecho absoluto sino relativizado por el carácter social de la apropiación. La idea de la propiedad como un derecho real o subjetivo de la persona, derecho constituido por la relación inmediata entre el individuo y una cosa es creación del derecho romano, algo que más tarde retoma la filosofía política moderna. Esta concepción absolutista del derecho de propiedad no es posible extenderla al tomismo. Por ello en la Summa se puede leer que, en cuanto a su uso de las cosas, “no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación de éstas en las necesidades de los demás. Por eso dice el Apóstol, en 1 Tim 7,18: Manda a los ricos de este siglo que den y repartan con generosidad sus bienes” (STheol II II, q. 66, 2).

Una traducción no del todo exacta de los textos clásicos se puede observar también cuando se refiere a Platón. Fermandois señala que Platón es “un exponente de una teoría socialista del Estado, a base de la educación del ciudadano y de la comunidad de los mismos” (254). Y cita un pasaje de la República para justificar esa afirmación. Tiene a la mano una antigua traducción, nada menos que de 1805, de un eminente helenista español, José Tomás y García. El pasaje del libro III que cita Fermandois dice así: “Yo quiero primeramente que ninguno de los hombres tenga cosa que le sea propia, a menos que esto sea absolutamente necesario” (254; Rep 416d).

El problema con esta cita es que Fermandois ha modificado arbitrariamente la traducción que originalmente se lee así: “Yo quiero primeramente que ninguno de ellos tenga cosa que le sea propia, a menos que esto sea absolutamente necesario”. Platón no dice “ninguno de los hombres” sino “ninguno de ellos”. Los “ellos” en cuestión se refiere solo a una parte de la humanidad, a los comunistas aristocráticos de su perfecta Kallipolis. No están incluidos los demás miembros de ella, los subordinados a esa clase dominante.

¿Quiénes son estos otros habitantes de la Kallipolis, que no son comunistas y a quienes sí les está permitido ser propietarios? Se trata de un estrato social inferior que tiene prohibición de participar en la política. No deja de sorprender que este estrato esté formado por los dueños de “tierras y heredades” en las que pueden construir “casas grandes, hermosas… bien amuebladas” (Rep 419a). Platón despliega, en el libro II, un magnífico escenario por el que hace desfilar a una masa de consumidores que no buscan una vida sana y sencilla, sino “camas, mesas, muebles de toda especie, guisados, olores, perfumes, rameras y toda variedad de golosinas y regalos” (Rep 373a). Aspiran a vivir en una ciudad henchida de “multitud de gentes, que el luxo y no la necesidad han introducido en los estados… como los poetas con toda su comparsa, romanceros, actores, baylarines, empresarios, los artífices de todo género, en especial los que se ocupan del adorno en las mujeres” (Rep 373b). Estos opulentos capitalistas traspasan “los límites de lo necesario, [y] se entregan como nosotros al deseo insaciable de enriquecerse” (Rep 373d).

Para Aristóteles el ser humano es un animal político. Concibe al Estado como prioritario con respecto al individuo y la familia. Defiende la propiedad privada pero, en ningún caso, un sistema privatista sin cualificaciones. Razones pragmáticas lo hacen preferir la propiedad privada: evita disputas y conflictos, cuidamos mejor las cosas que son nuestras, incentiva la amistad y hace posible virtudes como la generosidad.

Esta apropiación infinita no les está permitida a los comunistas de la alta élite política y militar. No tienen domicilios particulares sino que habitan colectivamente en austeros campamentos donde viven una vida de devoción por la polis. Persiguen el bien común, en lugar del bien individual. Su felicidad se reduce al goce de honores cívicos y militares, y en la dedicación de su tiempo libre a la contemplación filosófica. Vale la pena citar más extensamente la traducción de Tomás y García en su pintoresco castellano decimonónico. Los miembros de la élite gobernante no deben tener “casa, ni despensa donde todo el mundo no pueda entrar. En quanto a comestibles, estarán encargados los otros ciudadanos de suministrarles lo conveniente a guerreros sobrios y esforzados… A las horas de comer que se vayan juntos al rancho, y que hagan vida común qual conviene a guerreros acampados” (Rep 416d-e).

Platón no permite que los miembros de esta élite comunista acumulen dinero (o viajen en primera clase). Por ello, no deben “ni siquiera tocar el oro ni la plata, ni aun introducirlos donde habitan, ni ponerlos sobre sus vestidos, ni beber en copas de oro o de plata” (Rep 417a). La prohibición es estricta porque “en el momento que ellos tengan tierras, casas y caudales propios, en vez de defensores se convertirán en mayordomos y labradores; y en vez de auxiliares del Estado, en enemigos y tiranos de sus compatriotas” (Rep 417a-b).

Respecto de Aristóteles, Fermandois señala que él reconoce “en la persona humana un principio de naturaleza y de sustancia, acepta la individualidad y con ella lógicamente la propiedad individual o privada” (255). Me parece que Fermandois le atribuye a Aristóteles una concepción de la propiedad que es propiamente romana. En Roma, la propiedad se piensa como un derecho abstracto que se constituye en la relación inmediata entre una persona y una cosa, sin mediación de terceros. La idea aquí es que el Estado se constituye con posterioridad a la propiedad como un instrumento para su defensa. No sucede lo mismo en la concepción griega,  que tiende a ver a la comunidad como el sujeto poseedor último de todos los bienes y a cargo de su distribución.

Para Aristóteles el ser humano es un animal político. Concibe al Estado como prioritario con respecto al individuo y la familia. Defiende la propiedad privada pero, en ningún caso, un sistema privatista sin cualificaciones. Razones pragmáticas lo hacen preferir la propiedad privada: evita disputas y conflictos, cuidamos mejor las cosas que son nuestras, incentiva la amistad y hace posible virtudes como la generosidad. Son razones que más tarde reitera Santo Tomás y que cita Fermandois en su libro (261). Asimismo, Aristóteles ve difícil la comunidad de bienes: las cosas poseídas en común tienden a ser abusadas y descuidadas. Propone que parte de la tierra debe pertenecer a la comunidad para contribuir al sustento alimenticio de los ciudadanos más pobres. Considera también que los excedentes fiscales deben ser distribuidos entre los pobres para que con ello puedan acceder a la propiedad de la tierra. Aristóteles no es socialista, pero tampoco favorece una economía privatista.

El edificio político que proyectan Platón, Aristóteles y el republicanismo clásico descansa sobre un pilar fundamental. Cicerón lo enuncia así: salus populi, suprema lex esto, el bien del pueblo debe ser la ley suprema. La doctrina social de la Iglesia adhiere a este principio republicano. En Rerum novarum León XIII escribe: “Porque la naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la custodia de la salud pública no es solo la suprema ley, sino la razón total del poder”.

Otra manera de decir lo mismo es hablar de la primacía del bien común por sobre el bien de cada individuo. Platón escribe: “No nos hemos propuesto nosotros por objeto la felicidad de un cierto orden de ciudadanos, sino de la república entera” (Rep 420b). Este es el principio que guía el comunismo aristocrático que propone. Piensa que se fortalece la república si la fiebre insaciable por adquirir propiedades infecta solo a la clase subordinada y no a los intelectuales y militares que gobiernan la polis. La ruina de la república ocurre cuando intelectuales y militares se conviertan en “adoradores groseros del oro y de la plata [que] sepultarán en las tinieblas, teniéndoles encerrados como en tesorerías en sus dispensas y en sus cofres; y encastillados en el recinto de sus casas, como en otros tantos nidos, gastaran allí pródigamente con las mugeres, y con todos aquellos que admitirán a sus placeres secretos” (Rep 548a).

Aristóteles coincide con el principio republicano de Platón, pero se opone a su comunismo aristocrático. En el libro IV de su Politica recomienda una sociedad de clases medias, ninguno de cuyos miembros carezcan de propiedad, pero que a la vez ninguno la posea en exceso. Esto los hará razonablemente dispuestos a regirse por el bien común y reconocer que la propiedad tiene una función social: “Toda sociedad se divide en tres clases: los ricos, los pobres, y la clase media. Si el término medio es lo perfecto, una moderada riqueza es lo más deseable. Este grado de fortuna es el más dispuesto a obedecer a la razón. No están así dispuestos quienes son muy superiores en atracción física, fuerza, estirpe o riqueza, o alternativamente quienes son muy pobres, débiles y desgraciados. Los primeros son violentos y depravados, y los segundos cacos y rateros” (Politica 1295b).

La propuesta de que los gobernantes de la Kallipolis no puedan ocultar nada en sus despensas ni puedan tener contacto con el oro y la plata, corresponde al ideal contemporáneo de la transparencia, del acceso a la información pública, de las declaraciones notariales de patrimonio e interés por parte de los funcionarios del Estado, etc.

En su tratado, Fermandois considera que el propósito de la Constitución del 80 fue fortalecer el derecho de propiedad mediante la neutralización de su función social y la reducción de su ámbito. Fermandois sospecha que se estimó no “eliminarla del todo”, debido a la “activa participación” que tuvo en la Comisión Constituyente el representante de la Democracia Cristiana, Pedro Jesús Rodríguez (312). Según Fermandois, la carta de 1980 cambia “en dos sentidos revolucionarios el sustrato constitucional en el que se concibió el concepto de ‘función social’” (314). Primero, impone un nuevo marco axiológico bajo el cual “el legislador deberá ser extraordinariamente respetuoso del dominio privado, por así exigirlo el principio de subsidiariedad y la primacía de la persona humana” (314).

Segundo, “se profundizó y sofisticó la técnica en la defensa del derecho de propiedad”. Se protege la esencia del derecho, su carácter absoluto y eterno, y se salvaguardan sus facultades y atributos esenciales (314). Fermandois concluye: “La función social no se aviene en armonía con el resto de los principios de la Carta de 1980” (316). No se aviene tampoco con el principio de subsidiariedad, porque este principio, tal como lo define Guzmán en la sesión 388ª de la Comisión Constituyente, “exige que el Estado no incursione en campos susceptibles de ser desarrollados por los particulares en forma eficaz y conveniente”.

Sin reconocimiento efectivo de la función social de la propiedad, y con un Estado atado de manos, la Constitución erosiona el pilar fundamental que sostiene al edificio republicano de Platón, Aristóteles y Santo Tomás. La fiebre insaciable por adquirir propiedades puede avanzar sin límites, generando, como teme Aristóteles, una clase de ricos violentos y depravados, y una clase de pobres convertidos en cacos y rateros.

¿Adónde va a parar a todo esto?

Si le preguntamos a Platón, el pronóstico es desolador. Platón define el régimen oligárquico de la siguiente manera: es la “forma de gobierno donde las rentas deciden de la condición de cada ciudadano, donde los ricos por consiguiente tienen el mando, en el cual los pobres no tienen parte ninguna” (Rep 550c). Este régimen es prontamente sobrepasado cuando los pobres derrotan a los ricos y fundan la democracia. “Los pobres, conseguida la victoria sobre los ricos, matan a unos y arrojan [exilian] a otros, y se parten por igual con los que quedan, los empleos y los negocios de la administración de la república” (Rep 557a). Platón describe la democracia como una multitudinaria y festiva anarquía. “Todo el mundo es libre en este estado, y no se respira otra cosa que libertad e independencia, siendo dueño cada uno de hacer lo que le parece” (Rep 557b).

Eventualmente, esa libertad universal genera la misma disposición que derribó a la oligarquía, a saber “el deseo insaciable de enriquecerse” (Rep 562b). La libertad anda desbocada y genera una igualdad universal. Los esclavos ahora son iguales a sus amos, “y por poco se me olvidó decir, que las mugeres tienen allí tanto poder, y son tan independientes como los hombres” (Rep 563b). Esta anarquía desbordada conduce al último peldaño de este vertiginoso descenso, a la onerosa dictadura donde las más bajas pasiones toman posesión de la república.

No hay esclavos en la república platónica y las mujeres no tienen un estatus subordinado. Pero la “avidez insaciable de enriquecerse” es una tentación irresistible para la élite comunista, a la vez aristócrata y pobre, que conduce en último término a la dictadura. La república aristotélica, donde impera la clase media, puede defenderse mejor de la pandemia consumista. Pero ella incluye esclavos y mujeres subordinadas. La república tomista guarda afinidad con Aristóteles, excepto en que no admite esclavos. Pero puede ser más radical que el ideal platónico, puesto que le exige a su élite clerical no solo pobreza sino también castidad, y sabemos dónde acaba eso.

¿Qué hacer, entonces? Me parece que hay que seguir explorando la senda republicana hasta dar con la mejor realización de una política del bien común. ¿Cómo no estar de acuerdo con el comunismo aristocrático de Platón cuando consideramos el desprestigio de la política actual? La propuesta de que los gobernantes de la Kallipolis no puedan ocultar nada en sus despensas ni puedan tener contacto con el oro y la plata, corresponde al ideal contemporáneo de la transparencia, del acceso a la información pública, de las declaraciones notariales de patrimonio e interés por parte de los funcionarios del Estado, etc.

En todo caso, después de leer a Fermandois me queda en claro que la Constitución del 80, al fortalecer revolucionariamente el derecho de propiedad, y acorazarlo en detrimento de su función social, abrió las compuertas para que se desencadenara una “avidez insaciable de enriquecerse” que nos condujo a la difícil encrucijada actual. Para ayudarnos a salir de este embrollo reitero mi invitación de leer a Fermandois, pero equipados con las lecciones que nos brindan (bien traducidos) nuestros republicanos clásicos.

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