De la mesa del pellejo a la mesa común: el ritual comunitario de una Constitución por venir

El desborde social es múltiple y en su interior hay diversos desmadres y estallidos, lo que torna aún más complejo pensar en la casa común que deseamos construir. ¿Cómo eliminar el desacople o descalce que existe entre las expectativas de los sujetos y la inercia institucional? Responder esa pregunta sería, en buena medida, aspirar a “solucionar” los problemas de una vez, en circunstancias de que lo más sensato –dada la magnitud de la crisis– sería abrirse a la posibilidad de atenuar los daños y reconstruir una mesa que promueva los sentimientos de igualdad, es decir, que reconozca las diferencias sin eclipsarlas en la unicidad.

por Sonia Montecino I 28 Septiembre 2020

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“Lo útil para el debate es la aspiración de vivir bien unos con otros ahora”.

Dora Haraway

¿Cómo nombrar?

La dificultad de definir el proceso histórico que vive Chile es quizás una de las causas del impedimento para encararlo. Revuelta, estallido social, desborde, vandalismo, terremoto social. Tal vez el obstáculo para encontrar una forma de decirlo y, por lo tanto, reflexionarlo y elaborarlo intelectualmente, radica en que todos los contenidos de esas palabras confluyen: la revuelta significa “alteración, alboroto, sedición”, pero también “punto en que algo empieza a torcer su dirección”, mudanza de un estado a otro (RAE). Si pensamos en el sentido de estallido como “dicho de una cosa que se rompe con estrépito o causa un ruido extraordinario” (según la misma RAE) o en tanto explosión, irrupción y surgimiento, podríamos entender el proceso social que vivimos en Chile desde el 18 de octubre pasado como una alteración y un nuevo rumbo, como revuelta que altera para proponer un cambio.

Otra alternativa es comprender este momento como un desborde social[i] y como un desmadre. En el primer caso, porque “rebasa el límite de lo fijado o previsto”: nadie vaticinó lo que sucedería; asimismo, porque “sobrepasa la capacidad intelectual o emocional”: es muy difícil realizar un análisis completo y certero de lo ocurrido, a la vez que las subjetividades y sentimientos están removidos; también, por “salirse de los bordes, derramarse”: las diversas demandas y sujetos que las encarnan escapan de lo habitual y se derraman como afluentes insospechados; y en su variante de pasión, “exaltarse, desmandarse”: las distintas violencias y desacatos se precipitan denunciándose y al mismo tiempo enfrentándose en una espiral agresiva y pulsional. El desmadre por su lado, en su acepción de “sacudida violenta de la corteza y manto terrestres, ocasionada por fuerzas que actúan en el interior de la Tierra”, parece una muy buena metáfora para producir una imagen donde nuestro sustrato cultural de lo telúrico se aposa y actúa. Pero, también, porque esa palabra nos retrotrae a la noción de exceso, de conmoción por lo inesperado y de actuar sin respeto ni medida. Salirse de (la) madre es también dejar el cobijo de un vientre para arrojarse al vacío, y asimismo a la construcción del sujeto social.

De igual manera, la dificultad de nombrar puede anidarse en que el mensaje más prístino, entre el múltiple fluir de las identidades sociales es el de la denuncia de la desigualdad, pero lo más abisal y que produce inquietud en muchos(as) son las propuestas para lograr su superación. Quienes promueven y luchan por la igualdad no plantean públicamente un programa que reivindique los temidos imaginarios de un Estado socialista o comunista (¡y cómo! si la realidad demuestra que estos ya están sumidos en el mercado y el neoliberalismo, con el paroxismo que representa China en ese sentido). Más bien, escuchamos en algunas conversaciones cotidianas la búsqueda de una sociedad más igualitaria dentro de condiciones de un capitalismo menos salvaje y un Estado regulador de los excesos, benefactor y respetuoso del medio ambiente y de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres. En el plano de lo político, el concepto de “democracia radical” no se enarbola en las instituciones partidarias ni en su accionar, aunque creemos que se modula el de democracia en la propuesta de una nueva Constitución, entendida su elaboración como escena de la soberanía del pueblo como partícipe de las decisiones colectivas.

De manera provisoria, como todo lo que podemos pensar hoy día, creemos que el desborde y sus desmadres podría tener un cauce en la formulación colectiva de una nueva Constitución, por todas las razones simbólicas de ruptura con el pasado dictatorial (superar ese fantasma), pero sobre todo porque reuniría en un poderoso ritual democrático y plural a la sociedad chilena huérfana, huacha de comunidad(es) –está claro que el mercado no ha logrado producir cohesión social sino más bien reproducir una ilusión de integración en la plaza del mall.

Tal vez el problema de hacer legible la “utopía” del desborde radique en que, como sostuvo Julieta Kirkwood en 1983, aún “no se logra traducir el ruido de ‘cacerolas’ en voz humana”.

También hay otros escollos a la hora de “traducir” el desmadre. Desde otras riberas, se defienden los logros alcanzados por el modelo de desarrollo instalado en y por la dictadura (con las reformas hechas desde la recuperación de la democracia), incluyendo la Constitución que emanó de una determinada concepción de la sociedad y de los actores que la promulgaron. Como protección de esas estructuras económicas y políticas invocan los imaginarios del miedo y, como en las mesas espiritistas, llaman y resucitan fantasmas petrificados en la Guerra Fría, que podrían asolar desde sus terroríficos nichos o desde sus encarnaciones latinoamericanas contemporáneas. A veces, como contra respuesta, se oyen otros espectros crujir en las viejas casonas mentales: se define al Chile actual como una dictadura, ya sea como contestación binaria o como eco inverso de los fantasmas enarbolados por quienes se oponen a los cambios. En todo caso, el juego discursivo que copa el tinglado público es el de la metonimia, la estrategia de confundir la parte con el todo –especialmente en lo que se refiere a las violencias–[ii] para que de ese modo los fantasmas operen con sus rostros aterrradores e impidan desbrozar, aún más, las alternativas de futuro que queremos construir para emprender un proceso hacia la igualdad.

El desborde social es múltiple y en su interior hay diversos desmadres y estallidos, lo que torna aún más complejo el nombrar y pensar en la casa común que deseamos construir-constituir. Las identidades sociales o los(as) actores(as) que les dan existencia, en la gran mayoría de los casos han cambiado la percepción de sus posiciones en las estructuras, pero las organizaciones no han mutado en ese sentido y prima un desacople, un descalce entre las expectativas de los sujetos y la inercia institucional. Un ejemplo claro lo constituyen las manifestaciones de los feminismos y las críticas a las relaciones sociales de género que proponen una lectura amplia sobre los modos en que se ejerce el poder y el prestigio social; pero ello no es entendido ni atendido, más aún es obliterado y muchas veces fagocitado por las jerarquías en el poder –y muchas veces por el mismo mercado– para vaciar sus contenidos críticos y renovadores. No hay institución que se salve de la crisis, ya sea por corrupción, por abuso, por desidia, por avaricia, o porque sus representantes, simplemente, se aferran como lapas al goce de sus  prerrogativas. Luego del desmadre es como si el posmodernismo, con sus teorías y deseos de liquidez, nomadismo, rizomas y fluidos, se haya aposentado, parafraseando a Gabriela Mistral, en el “largo remo de Chile”.

La propia cacerola es una representación densa de reclamos, y su traslado desde la cocina a la calle puede leerse en clave de esa vieja sabiduría feminista de que lo personal es político y sus sonidos como expresión de un mensaje de ruptura de un orden que se exorciza y denuncia al mismo tiempo.

Las mesas como soportes de una comunidad rota

De manera provisoria, como todo lo que podemos pensar hoy día, creemos que el desborde y sus desmadres podría tener un cauce en la formulación colectiva de una nueva Constitución, por todas las razones simbólicas de ruptura con el pasado dictatorial (superar ese fantasma), pero sobre todo porque reuniría en un poderoso ritual democrático y plural a la sociedad chilena huérfana, huacha de comunidad(es) –está claro que el mercado no ha logrado producir cohesión social sino más bien reproducir una ilusión de integración en la plaza del mall.

Hablamos de cauce al desmadre, y no de solución a las cuestiones que lo originan, en la dirección reflexiva de Dona Haraway, que señaló en una entrevista al diario El País que “si miramos los problemas urgentes en los que estamos metidos, pensar que podemos solucionarlos da una imagen equivocada. Unos con otros tenemos que buscar formas de sanar en parte, inventar cosas nuevas, arreglar los daños, construir y reconstruir para seguir adelante, no para solucionarlo”.

Si algo es audible, “humano”, en el sonido de las cacerolas es el déficit y necesidad de comunidad, de sentirse parte de algo, de formar un cuerpo tribal y unido, que aunque armándose y desarmándose encuentra en la emoción de lo colectivo una identidad de sentido y destino. La propia cacerola es una representación densa de reclamos, y su traslado desde la cocina a la calle puede leerse en clave de esa vieja sabiduría feminista de que lo personal es político y sus sonidos como expresión de un mensaje de ruptura de un orden que se exorciza y denuncia al mismo tiempo.[iii]

Así podríamos leer, figurativamente, la elaboración de una nueva Constitución[iv] como la instalación del comensalismo –en el sentido sociológico y crítico con que Claude Fischler aborda este concepto en El (h)omnívoro– en una gran mesa colectiva. El comensalismo es el alimento que se ingiere en compañía y es opuesto a la comida solitaria, individual, que no se comparte con otros(as) y muchas veces ni siquiera se come en una mesa. Tras el comensalismo está la larga historia social que recorre las mesas sin mantel –las de los albores de la humanidad–, los banquetes sacrificiales, las fiestas, hasta las mesas donde se consume la comida familiar. Los comensales, los que se sientan juntos a la mesa, son por definición hermanos(as), parientes, miembros de un linaje, de una comunidad que se verifica en la repartición y goce de los dones, así como en sus significados productivos y reproductivos.

Los comensales, los que se sientan juntos a la mesa, son por definición hermanos(as), parientes, miembros de un linaje, de una comunidad que se verifica en la repartición y goce de los dones, así como en sus significados productivos y reproductivos.

Una de las grietas que se ha dejado ver en el desborde y sus desmadres es la existencia de una mesa del pellejo, que coexiste con otras exclusivas que solo algunos comparten. La tradición chilena de la mesa del pellejo, que según el Nuevo Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del Español de Chile, de Morales Pettorino, es la “mesa de comedor, por lo común más pequeña y tosca que la principal en la que se suele dar lugar a los niños o a personas de confianza”. Se trata de una mesa separada de la principal, que establece un orden jerárquico por un lado, y una distinción por el otro. En el primer caso construye un arriba/abajo y en el segundo el prestigio y poder de cada cual en la casa común. La perversidad de la mesa del pellejo es que quienes comen en ella pueden observar e incluso oler los dones alimenticios de los “mayores”, no pudiendo gozar de ellos, debiéndose conformar con una comida diferente en una mesa diferente, pero contigua.

Siguiendo con esta imagen, si entendemos la elaboración de la nueva Constitución a la manera de un comensalismo practicado en una mesa colectiva, donde se eliminan las del pellejo y se promueven los sentimientos de igualdad, podría fluir un curso que valore y reconozca las diferencias sin eclipsarlas en la unicidad y sin excluirlas (por razones de género, etnicidades, clase u otras distinciones).

Desde luego, las mesas están asociadas al debate, a las asambleas, al diálogo y, por ello, su significado es profundo.

Ese ejercicio resulta, desde mi punto de vista, fundamental para que la propuesta de futuro compartido se torne legible, clara, y se defina el proyecto y la casa común hoy cuestionada y resquebrajada en sus cimientos, fachadas y en las posiciones y legitimidad de quienes la habitan. La misma Haraway sostiene: “El pensamiento ocurre cuando las cosas que funcionaban dejan de funcionar. En momentos de descomposición, la posibilidad de otra cosa se vuelve más urgente y fácil de imaginar”.

Quizás así podríamos por fin nombrar, sin perder la polifonía, aquello que hoy nos altera, explota, estalla, rebasa, sacude y que nos llama a la urgente necesidad de producir y co-crear los cambios que claman los desmadres y sus cacerolas tintineantes. Obliterarlos sería pura y simple estulticia.

 

Notas

[i] Es interesante citar a José Matos Mar, quien en la década del 80 decía: “Uno de los procesos fundamentales que configuran la situación actual del Perú es la creciente aceleración de una dinámica insólita que afecta toda su estructura social, política, económica y cultural. Se trata de un desborde, en toda dimensión, de las pautas institucionales que encauzaron la sociedad nacional y sobre las cuales giró desde su constitución como República. Esta dinámica procede de la movilización espontánea de los sectores populares que, cuestionando la autoridad del Estado y recurriendo a múltiples estrategias y mecanismos paralelos, están alterando las reglas de juego establecidas y cambiando el rostro del Perú. El desborde en marcha altera la sociedad, la cultura y la política del país creando incesante y sutilmente nuevas pautas de conducta, valores, actitudes, normas, creencias y estilos de vida, que se traducen en múltiples y variadas formas de organización social, económica y educativa, lo cual significa uno de los mayores cambios de toda nuestra historia. Estamos frente a un conjunto de situaciones novedosas, aceleradas en los dos o tres últimos años, que afectan todo el espacio nacional donde quiera que lo observemos, analicemos y estudiemos. Como consecuencia de esto, el Perú está sufriendo serias alteraciones estructurales, que conducirán en la presente década a una profunda transformación de la sociedad” (José Matos Mar en Desborde popular y crisis del Estado (IEP, Lima, 1986, tercera edición).

[ii] Percibimos no una sola violencia sino varias en un espectro que toca la institucionalmente ejercida y sus excesos que violan los derechos humanos, también la de grupos anarcos, narcos, capuchas, lumpen, barras bravas, cada una actuando y haciendo gala de su performance en una suerte de reality show transmitido por las televisión y las redes sociales.

[iii] Más allá de las discusiones bizarras de la “hoja en blanco”, cuando utilizamos acá la palabra nueva es para señalar el cambio respecto a la del 80, en el entendido antropológico de que nada en las sociedades es “borrón y cuenta nueva” sino más bien encadenamientos y traspasos que dan lugar a las transformaciones.

[iv] El origen de los caceroleos se remonta a la tradición de las cencerradas practicadas en el medioevo español para denunciar rupturas al orden en las comunidades y pueblos, generalmente referidas a la realización de uniones conyugales desiguales.

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