El año del populismo paranoico

por Marcelo Somarriva

por Marcelo Somarriva I 22 Diciembre 2016

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El 2016 será recordado como un año revolucionario para la derecha radical, que hizo importantes avances en Francia, Holanda, Hungría, Grecia, Polonia, Italia y EE.UU. Y lo ha hecho oponiéndose a la globalización y prometiendo traer de regreso cosas que existían en un pasado imaginario, con mercados protegidos, sin inmigrantes ni minorías. Nick Cohen bautizó el espíritu de esta época como “populismo paranoico”, un tipo de demagogia que promueve la idea de que todos los males son producto de la conspiración de las élites y de que todas las soluciones están en manos de un líder que sí representa genuinamente los intereses del pueblo.

por marcelo somarriva

El 2016 ha sido de colección. El triunfo del Brexit (la opción por la salida de la Unión Europea) en el Reino Unido y la elección presidencial de Donald Trump en Estados Unidos son algunos de los cataclismos políticos que trajo este año en el que también la extrema derecha, y una nueva variante conocida ahora como “alt-right”, tuvo un notorio avance en países como Francia, Holanda, Grecia, Polonia, Italia y Estados Unidos. Tal como dijo alguien por ahí, este ha sido un año revolucionario, como 1968, pero al revés.

Hace casi 200 años, el ensayista británico William Hazlitt escribió una colección de retratos de políticos, críticos y artistas titulado El espíritu de la época, donde propuso que su era se caracterizaba por la hipocresía y la apostasía de quienes habían renunciado al ideal republicano y liberal de las revoluciones de fines del siglo XVIII y abrazaron a las fuerzas reaccionarias y de la monarquía. Hace algunos meses el periodista británico Nick Cohen bautizó al espíritu de nuestra época como el de “populismo paranoico”, un tipo de demagogia con la que los líderes políticos manipulan los temores, ansiedades y frustraciones de los votantes, promoviendo la idea de que existe una conspiración generalizada de las élites para aprovecharse y engañar a la gente común haciéndoles creer que ellos son su única alternativa.

Nick Cohen lleva años escribiendo una columna dominical en el diario The Observer y es una figura polémica en el periodismo británico. En 2015, desde las páginas de la revista The Spectator, Cohen anunció que renunciaba a las filas de la izquierda tradicional en las que se crió, tras el surgimiento del liderazgo laborista de Jeremy Corbyn, quien a su juicio encarna el regreso del fantasma estalinista y confirma que su sector ha perdido el rumbo. Desde entonces Cohen hostiga regularmente al líder laborista, por lo que considera su homofobia, racismo, machismo y antisemitismo, pero también a figuras de la vereda opuesta, especialmente a los rostros de la campaña del Brexit, Boris Johnson (“el mellizo de Trump”), Daniel Gove y Nigel Farage, por sus mentiras. Cohen dejó la izquierda pero no corrió hacia la derecha, donde por supuesto nadie salió a darle la bienvenida.

Su desencanto con la izquierda se venía sintiendo al menos desde el 2007, cuando publicó su libro What’s Left?, un juego de palabras cuyo doble sentido se pierde al traducirlo al castellano, porque en inglés ¿Qué queda?, implica también preguntarse ¿Qué es la izquierda? En este libro Cohen denunció la hipocresía de la izquierda liberal y sus líderes, que condenan el racismo y otras violaciones a las libertades fundamentales puertas adentro, al mismo tiempo que toleran que los musulmanes aplasten a las minorías de sus países. Pero sobre todo le saca en cara a la izquierda su repugnancia por la clase popular británica, a la que dicen representar al mismo tiempo que rechaza sus valores y desprecia su forma de vida tan distinta a la suya. Desde entonces, sus críticas solo se han ido agudizando y el año pasado se preguntó hasta cuándo las universidades, la prensa de izquierda y el mundo del arte seguirán considerando a la clase media de su país sexista, racista, homofóbica y miserable lectora del diario sensacionalista Daily Mail, mientras que a los miembros de la clase popular los encuentran grasientos lectores del todavía más sensacionalista The Sun, e igualmente sexistas, racistas y homofóbicos. Gente tan retorcida y poco confiable, que es necesario decirles qué hacer y cómo comportarse.

Las llamadas “guerras culturales”, donde se debatieron asuntos como la religión, la educación, el aborto, el control de armas o definiciones en torno al género, hicieron que todo se volviera un asunto de clase. Todo, menos la discusión de asuntos como la distribución de la riqueza y la regulación del mercado (donde la clase sí que era crucial).

La crítica de Cohen a la izquierda británica es muy similar a la que le hizo en 2004 el periodista estadounidense Thomas Frank al partido demócrata de su país en What’s the matter with Kansas? En ese libro Frank explica por qué la izquierda ha perdido una de sus bases de poder más emblemáticas ante los republicanos: durante décadas los conservadores nunca hablaron de clases sociales si se trataba de discutir asuntos económicos donde nada podía entrometerse con el predominio del mercado. Sin embargo, si la política se definía como cultura, para los republicanos la clase se convertía al instante en el corazón mismo del discurso público. Las llamadas “guerras culturales”, donde se debatieron asuntos como la religión, la educación, el aborto, el control de armas o definiciones en torno al género, hicieron que todo se volviera un asunto de clase. Todo, menos la discusión de asuntos como la distribución de la riqueza y la regulación del mercado (donde la clase sí que era crucial). Por una especie de descomunal distorsión óptica, la tradicional guerra entre izquierda y derecha se volvió entonces una especie de lucha de clases al revés y el ciudadano humilde, trabajador y temeroso de Dios se alineó con el partido republicano.

A comienzos de los 60 los republicanos se presentaron como el partido de la gente común, o lo que Nixon (y más tarde Trump) llamaron la “mayoría silenciosa”, y al mismo tiempo que elogiaban a los trabajadores por su patriotismo y su respeto a los valores, destruyeron los sindicatos y redujeron los impuestos de los más ricos. Los republicanos tenían poco y nada que ofrecer a su base electoral en estas guerras culturales y la élite liberal por su parte ariscaba la nariz, menospreciando estos debates que ofendían su educación y cultura superior. El problema es que mientras los liberales reaccionaban con lo que Frank llama un esnobismo insultante, los republicanos fueron afilando un racismo soterrado y una crítica constante a una élite liberal que parecía estar siempre conspirando contra los valores de la gente común y corriente.

Este año Frank publicó Listen Liberal, un libro indispensable para entender el fracaso de Hillary Clinton y de un círculo liberal que tomó la decisión de enfrentar los problemas económicos de lo que alguna vez se llamó la clase trabajadora, mediante un discurso que enarbolaba los lemas de la globalización y la “innovación”, y promoviendo el financiamiento de “start ups” y otros  emprendimientos similares a medio camino entre Wall Street y Silicon Valley. Frank habló entonces de la “complacencia meritocrática” de los liberales que según él gobiernan para una clase profesional y educada, ignorando a la mayoría de la población que no tiene título universitario, en un país donde un 70% de las personas en edad de trabajar no tienen título universitario y, por lo mismo, atribuyó la victoria de Trump a una reacción popular en contra de la presumida arrogancia liberal.

Según Cohen, la resaca tras el fin de la larga era de la globalización y el período neoliberal, vigente desde los 80 con la llegada al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher hasta la crisis del 2008, impidió evaluar correctamente la fuerza del regreso del nacionalismo, demagógico y engañoso que está detrás del Brexit, de la victoria de Trump, y de los movimientos liderados por Marine Le Pen, Vladimir Putin, entre otros.

Mientras tanto, la mezcla de populismo cultural y ortodoxia libremercadista, que hace favores a los ricos mientras estimula las afrentas a la clase trabajadora, según Frank era sumamente inestable y solo podía mantenerse si la economía andaba razonablemente bien. La crisis de 2008 y la recesión terminaron con eso, y ocho años después los sueldos de los trabajadores siguieron estancados y la inequidad había crecido. En ese contexto apareció en escena Trump, con sus ademanes exagerados y su estrafalario peinado al viento, anunciando que él (que por supuesto no es político) iba por fin a hacer algo por los trabajadores, haciendo promesas a destajo y con el descaro de presentarse como un obrero, millonario.

Frank ha tenido este año el incómodo privilegio de decirle al público norteamericano un rotundo “se los dije”, y tras las elecciones su argumento se ha repetido continuamente como una de las explicaciones más comunes del éxito de Trump. Incluso Hillary Clinton de alguna manera asumió este diagnóstico, aunque no supiera exactamente cómo solucionarlo: “Los demócratas, somos el partido de la clase trabajadora, pero no hemos hecho un buen trabajo mostrándoles que sabemos lo que les pasa”, dijo en una entrevista a pocas semanas de las elecciones.

Al otro lado del Atlántico, Nick Cohen ha vivido una situación parecida a la de Frank y sus críticas a la élite liberal de izquierda adquirieron una connotación más urgente con el resurgimiento del nacionalismo como fuerza política dominante tras el triunfo del Brexit. Según Cohen, la resaca tras el fin de la larga era de la globalización y el período neoliberal, vigente desde los 80 con la llegada al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher hasta la crisis del 2008, impidió evaluar correctamente la fuerza del regreso del nacionalismo, demagógico y engañoso que está detrás del Brexit, de la victoria de Trump, y de los movimientos liderados por Marine Le Pen, Vladimir Putin, entre otros. Cohen agrega que hay un relativo consenso respecto de cómo el orden neoliberal dejó atrás a clases completas, promoviendo desigualdades e ignorando las preocupaciones de quienes se sintieron amenazados por la inmigración y que por un momento creyeron más importante privilegiar lo local ante lo global. Pero recalcó que es un error muy grande suponer que cualquier propuesta, por el simple hecho de simpatizar con los abandonados, es mejor que el fallecido orden neoliberal.

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Paranoia y conspiración

El diccionario Oxford determinó que la palabra del año en el mundo anglosajón fue el neologismo “post-verdad”, adjetivo que alude a “circunstancias en las cuales los hechos objetivos son menos influyentes para la opinión pública que las emociones o las creencias personales”. No es casualidad que entre las otras palabras que se disputaban este primer lugar estuvieran “Brexit” y “Alt-right”, con las cuales la “post-verdad” estaba muy relacionada. Otra palabra, que también está conectada y que apareció en la lista que hizo el diccionario Merrian-Webster, es “rigged-system”, que describe un sistema arreglado, amañado o manipulado por la clase dirigente para obtener provechos en su beneficio. Trump convirtió a esta fórmula en un estribillo de su campaña, asegurando que haría que Estados Unidos volviera a ser grande otra vez (limpiando, de paso, el pantano de Washington). Como dice Cohen, con esto Trump le dijo al público que algo malo estaba pasando, sembró dudas y avivó sus temores. A pesar de que nunca explicó bien qué era eso tan malo, la culpable de todos los problemas siempre fue identificada como la clase dirigente y sus maquinaciones oscuras para impedir que alguien como él llegara a solucionar los problemas. Con los movimientos de extrema derecha europeos el problema fue la propia Unión Europea, que obliga otra vez a “la gente” a recibir y tolerar “inmigrantes invasores”.

Según Cohen, el “populismo paranoico” se manifiesta en las acusaciones generalizadas contra políticos y expertos que son descritos como ladrones, sesgados y corruptos, y contra los medios de comunicación tradicionales. Es lo que se destila a diario en las redes sociales, donde estos comentarios se propagan como veneno.

Una característica común de los movimientos políticos de este año ha sido atribuirle una ilimitada malicia y un poder casi sobrenatural a sus oponentes, acusando en sus campañas la existencia de una gran conspiración para engañar a un público, al que atemorizan y luego prometen proteger. Según Cohen, el “populismo paranoico” se manifiesta en las acusaciones generalizadas contra políticos y expertos que son descritos como ladrones, sesgados y corruptos, y contra los medios de comunicación tradicionales. Es lo que se destila a diario en las redes sociales, donde estos comentarios se propagan como veneno. Internet ha permitido que vivamos en enclaves cerrados, impenetrables a los puntos de vista y las opiniones divergentes. El año pasado el comentarista Tim Burrows habló de unos lugares virtuales a los que llamó Faceburbs (una mezcla de Facebook y suburbios), pequeñas fortalezas donde podemos encerrarnos y cualquier información puede ser cierta.

En la década del 60, el crítico norteamericano Richard Hofstadter publicó el ensayo Paranoid Style in American Politics, reeditado hace poco, donde señala que la política en Estados Unidos muchas veces ha sido el campo de batalla de mentes enfurecidas, inflamadas por un estilo paranoico, que no era exclusivo de algún partido. Esta paranoia no se entendía en un sentido clínico, sino como una “exageración acalorada”, un exceso de “suspicacia” y la proliferación de “fantasías conspirativas”, lo que no implicaba que las demandas planteadas bajo esa forma no fueran a veces razonables o ligadas a un descontento legítimo. Hofstadter analizó algunos casos de este fenómeno en la historia y observó que en los 60 el estilo paranoico dio un giro y se asoció con la derecha moderna, que desde entonces empezó a sentir que el país y sus virtudes tradicionales les habían sido “arrebatadas” por fuerzas cosmopolitas e intelectuales progresistas.

Hoy, en los comienzos del siglo XXI, las teorías conspirativas vuelven a dominar la escena política y han sido un ingrediente fundamental en los argumentos expuestos por las campañas políticas que según Nick Cohen nos tienen sumergidos de cabeza en “el pantano de la historia vudú”, como un recurso extremo de candidatos que no tienen dónde recurrir. El problema de estas teorías vudú, observó la periodista Masha Gessen en The New York Review of Books, es que se alojan en la mente, mostrando apenas que algo podría ser cierto, sin nunca probarlo. Y también son imposibles de desacreditar completamente.

Uno de los pilares de la visión conspirativa del mundo que construyó Trump fue la idea de lo “políticamente correcto”. Moira Weigel, en una revisión de la historia de este concepto, advierte que en manos de este candidato esta idea tomó toda clase de formas, muchas veces contradictorias, que Trump uso siempre a su favor. Los críticos originales de lo políticamente correcto, según Weigel, fueron académicos que reclamaban por el restablecimiento de un canon intelectual e ideológico amenazado por visiones liberales. A Trump, en cambio, importándole un comino la alta cultura y sus supuestos valores inmanentes, habló hasta las náuseas de lo políticamente correcto y estableció el mito de que las fuerzas deshonestas y poderosas de la corrección política le impedían defender a una nación en decadencia. Esto le ayudó a aparecer como un sujeto perseguido y heroico, aumentando su atractivo emocional gracias a una victimización ficticia. En su campaña, Trump hizo toda clase de cosas ultrajantes, y en su afán por destruir el statu quo jugó a su antojo con lo que era o no correcto políticamente, sin tomarse la molestia de definirlo nunca, desacreditando despectivamente cualquier cosa que le parecía de sentido común y que no merecía la pena probarse.

De acuerdo a este investigador de la Universidad de Princeton, un populista no solo es el que critica a las élites, ya que esas críticas muchas veces son justificadas, ni el que invoca conspiraciones; la señal delatora del populista es su pretensión de ser él y solo él quien representa genuinamente al pueblo, aspiración que siempre tiene una marca moral, y que significa que sus competidores y críticos son parte de una élite amoral y corrupta.

La periodista Anne Applebaum llamó en el Washington Post al grupo de partidos de extrema derecha formado por el “Freedom Party” de Austria y su homónimo en Holanda, al Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), al Fidersz en Hungría, a Ley y Justicia en Polonia y al propio Trump, como la “Internacional Populista”. Una pandilla que comparte su oposición a la globalización, sus contactos con Putin y tienen poco y nada que ver con la derecha occidental moderna, conservadora pero respetuosa de las instituciones y de los valores democráticos. Esta nueva derecha extrema, según Applebaum, no quiere preservar o conservar el orden existente, sino que derrocar las instituciones del presente para traer de vuelta las cosas que existían en un pasado imaginario, con mercados protegidos y sin inmigrantes ni minorías.

Este año la palabra populismo ha sonado como nunca. Habitualmente se la usa con bastante ligereza, como un garrote peyorativo para golpear a un rival político y descalificarlo ideológicamente. El mismo Nick Cohen en sus columnas usó el término de manera confusa, llegando incluso a acusar de populista a Corbyn de manera risible, como un caso especial de populista que ignoraba por completo a la gente. Sin embargo, hace poco Cohen apareció una mañana de domingo citando una definición muy precisa propuesta por Jan-Werner Müller en su libro What is populism? De acuerdo a este investigador de la Universidad de Princeton, un populista no solo es el que critica a las élites, ya que esas críticas muchas veces son justificadas, ni el que invoca conspiraciones; la señal delatora del populista es su pretensión de ser él y solo él quien representa genuinamente al pueblo, aspiración que siempre tiene una marca moral, y que significa que sus competidores y críticos son parte de una élite amoral y corrupta. El populista anula a sus competidores porque estos siempre son ilegítimos y no saben lo que es el “verdadero pueblo”, ni pertenecen a él.

En ese sentido, por ejemplo, cuando Trump dijo en mayo que lo único importante era unir al pueblo o a sus adherentes, ya que el resto de la gente no significaba nada, aparece como el populista perfecto. El pueblo y lo que demanda son algo único, porque provienen de su imaginación. Lo que el populista considera como “la” voluntad popular, es lo que él pone en boca de un pueblo que es su propia creación, la ficción de un pueblo homogéneo y siempre justo, algo que según Müller es una ficción porque en las democracias actuales, modernas, complejas y pluralistas, no hay una voluntad política única. Este es precisamente uno de los principales peligros de este tipo de personajes: negar o hacer desaparecer el pluralismo de las sociedades contemporáneas. Hay algo troglodita en esa pulsión populista por pensar en bloque, en asumir que el pueblo, y también la élite, la cultura, la economía o los medios, son estructuras monolíticas.

Trump podrá ser un populista perfecto, pero según Müller el populismo no basta para explicar por sí solo su “fenómeno”. La elección de Estados Unidos fue extraordinaria en muchos aspectos, pero en otros fue simplemente otra elección más. Los intentos de la prensa por explicarse el triunfo de este candidato, que se presentan como inmersiones a un abismo del que los cronistas vuelven corriendo a desinfectarse, corroboran la distancia que existe entre una élite liberal y los votantes de este candidato. Como señala Müller, es cierto que en Europa y EE.UU. la base de los movimientos populistas son hombres blancos menos educados, y también es cierto que en las encuestas muchos de ellos expresan su sensación de que el país está en declive. Sin embargo, esta afirmación no depende necesariamente de su propia situación económica y es falso sostener que cada adherente de un partido populista es un “perdedor de la globalización”.  No todo se reduce a la envidia hacia los más ricos. Tampoco significa que los votantes de Trump sean todos unos racistas sin remedio. Es un gesto de condescendencia complaciente reducir todo lo que piensan y dicen estos votantes a su resentimiento, y explicar sus elecciones como una expresión no articulada de un proletariado descontento. Müller advierte que no es necesariamente cierto que la votación de Trump haya revelado la verdad sobre la sociedad estadounidense y haya desenmascarado a un pueblo esencialmente nacionalista y extremo. La representación política, dice, es un proceso dinámico de dos dimensiones y no reproduce de manera exacta la realidad social y cultural. La versión de una clase trabajadora racista norteamericana es algo que debe tomarse con extraordinaria cautela, considerando que los votantes blancos con menos ingresos (menos de 50 mil dólares al año) votaron por Clinton. Peter Hessler analizó en un artículo de la revista New Yorker la votación de Trump y observó que sus electores eligieron a un candidato que supuestamente no le debía nada al establishment político y eligieron propuestas específicas o cualidades suyas que les interesaban, sin necesariamente dar cuenta de la totalidad de su propuesta (esto era imposible por su absoluta falta de disciplina). El punto es que Trump llevó el discurso de la extrema derecha actual o lo que se llama la “alt-right” hacia el corazón de su campaña, logrando que muchos blancos (que todavía son la mayoría en Estados Unidos) se percibieran a sí mismos como una minoría oprimida. Aquí, como dijo Nick Cohen, queda claro como quienes presumen luchar en contra de las élites a nombre de las masas, son los más manipuladores de todos.

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