La amenaza de los “deplorables”

Tras las pasadas elecciones en Estados Unidos, resulta evidente que Donald Trump advirtió algo que otros no fueron capaces de identificar: donde los demócratas y el establishment en general veían un grupo en extinción, condenado a ser superado por la historia y el progreso, él detectó una cultura invisibilizada y resentida por décadas de postergación y olvido. La mezcla de conservadurismo social con populismo económico no le permitió salir reelecto, pero sí sacar más votos que cualquier republicano en la historia (y 10 millones más que en 2016). Así, el “trumpismo” se constituye en una fuerza electoral nada despreciable en un país fisurado económica y culturalmente.

por Juan Ignacio Brito I 31 Diciembre 2020

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El 9 de septiembre de 2016, en medio de la campaña presidencial, una imprudente y crudamente honesta Hillary Clinton dijo en público lo que muchos de sus partidarios expresaban en privado: “La mitad de los votantes de Trump son una cesta de deplorables”. Los acusó de “racistas, sexistas, homofóbicos y xenófobos”. La frase le costó cara, porque los aludidos se cobraron revancha el 8 de noviembre de ese año, cuando Donald Trump sorprendió al derrotar a la candidata demócrata y se convirtió en el 45° Presidente de Estados Unidos.

Cuatro años después, el “deplorable” Trump ha sido vencido en unos comicios que más parecieron un referéndum sobre él y su carácter, que la típica competencia a dos bandas entre candidatos rivales. El triunfo de Joe Biden les permitirá a los demócratas retomar el control de la Casa Blanca. Sin embargo, se trata de una victoria agridulce, lejos de la revancha demoledora que esperaban. No solo porque Trump consiguió 73 millones de votos, más que ningún otro candidato presidencial republicano en la historia y 10 millones por encima de lo que obtuvo en 2016, sino también porque el resultado dejó establecido que el “trumpismo” no fue un accidente ni flor de una sola elección. Por el contrario, el respaldo obtenido en las urnas y la posibilidad de que el presidente compita de nuevo en 2024, dejan en claro que el movimiento encarnado por Trump encuentra su raíz en corrientes profundas que agitan a la sociedad norteamericana.

Trump presentó dura batalla a Biden, pese a que las encuestas y los medios proyectaban un triunfo fá­cil para quien fuera vicepresidente en el gobierno de Barack Obama. Aunque las victorias en algunos “es­tados pendulares” le permitieron ganar al candidato demócrata, todas ellas fueron estrechísimas, algunas milimétricas: 20 mil votos en Wisconsin, 30 mil en Nevada, 11 mil en Arizona, 14 mil en Georgia. Gra­cias a la masiva participación, los republicanos están en condiciones de retener su mayoría en el Senado y han reducido la diferencia que los separaba de los demócratas en la Cámara de Representantes, que po­dría llegar a ser la menor desde 1919. También avan­zaron en las legislaturas y gobernaciones estatales. La prometida “ola azul” no tuvo lugar.

Lo que sí se verificó fue una ratificación del po­derío electoral de los republicanos bajo el liderazgo de Trump. Pese a contar con muchos menos fondos que Biden, la campaña republicana logró enfervo­rizar a sus partidarios. En ello jugó un rol clave el propio candidato, que recorrió de manera frenética los estados clave para motivar la participación de sus seguidores. De hecho, en 2018, para los comicios de mitad de período, los republicanos sufrieron derrotas desastrosas en todos los niveles; este año, en cambio, contuvieron a los demócratas en casi todas partes. ¿La diferencia? Donald Trump estuvo en campaña en 2020, no en 2018.

Trump controla el Partido Republicano, porque es dueño de sus votos. Sin duda que ello enerva a la élite tradicional de ese partido, muchos de cuyos integran­tes llamaron a votar por Biden en esta ocasión. Para desgracia de este grupo, Trump ha impuesto un nuevo paradigma electoral en un país fisurado económica y culturalmente. Ha identificado una tendencia de largo aliento y la ha convertido en un movimiento político de enorme arrastre popular y poderío electoral. Los “deplorables” constituyen una fuerza que no puede ser descartada.

‘La evolución de la sociedad americana ha conducido a la formación de clases que son distintas en tipo y grado de separación de cualquier cosa que esta nación haya conocido. Si la divergencia entre estas clases separadas continúa, pondrá fin a lo que ha hecho que Estados Unidos sea Estados Unidos’, escribió el sociólogo Charles Murray.

La habilidad de Trump consistió en darles voz y causa a quienes no contaban con lo uno ni lo otro. Por mucho tiempo, la dirigencia republicana había venido desarmando el exitoso pacto que creó Ronald Reagan con sus votantes a fines de la década de 1970. Reagan fue el gran “fusionista” de una derecha frag­mentada: para unirla, postuló una eficiente mezcla de anticomunismo, conservadurismo social y liberalis­mo económico, y le agregó carisma personal. Como señala Robert P. George, profesor de la Universidad de Princeton, terminada la Guerra Fría y muerto Reagan, el liderazgo republicano se fue convenciendo progresivamente de que el conservadurismo social era una causa perdedora y de que era necesario reem­plazarla por el liberalismo, manteniendo la adhesión al libre mercado. Trump, en cambio, se dio cuenta de que con este diagnóstico, a los republicanos les resul­taría imposible ganar, algo en lo que coincidían los demócratas, que se fueron autoconvenciendo de que su imbatibilidad electoral sería consecuencia ineludi­ble de una demografía favorable y del apoyo que eran capaces de recabar entre distintas tribus identitarias. Incómodo en un tablero perdedor, Trump decidió pa­tearlo y jugar en otro. “Lo que él descubrió fue que el camino a la victoria consistía en combinar conser­vadurismo social con populismo económico”, afirma George. La consecuencia duradera y significativa de la genialidad electoral de Trump, sostiene, “es que el Partido Republicano ve ahora que sus élites estaban equivocadas, que este es hoy un partido de la clase trabajadora y que comparte los valores socialmen­te conservadores y económicamente populistas de esta”. Y reafirma la durabilidad de este nuevo arreglo: “Trump puede irse, pero esa filosofía quedará”.

Resulta evidente que Trump advirtió algo que otros no fueron ca­paces de identificar. Donde Hillary Clinton, los demócratas y el establishment en gene­ral veían un grupo en extinción, condenado a ser superado por la historia y el progreso, Trump detectó una cul­tura invisibilizada y re­sentida por décadas de postergación y olvido.

En 2012, el soció­logo Charles Murray publicó Coming Apart, un libro que, cifras en mano, exponía la cre­ciente brecha entre grupos sociales de raza blanca en Estados Uni­dos. Por un lado, los globalizados, bien ins­truidos, profesionales, estables y felices resi­dentes de los seguros suburbios acomodados; por otro, los desarraigados, económica y laboralmen­te vulnerables, desencantados y no especializados habitantes de los barrios urbanos peligrosos. Murray analizó toda clase de indicadores sociales entre 1960 y 2010. Lo que descubrió fue preocupante: “La evo­lución de la sociedad americana ha conducido a la formación de clases que son distintas en tipo y gra­do de separación de cualquier cosa que esta nación haya conocido. Si la divergencia entre estas clases separadas continúa, pondrá fin a lo que ha hecho que Estados Unidos sea Estados Unidos”. Las tasas de di­vorcio, la posibilidad de ir a la cárcel, la dependencia de drogas, los niveles de infelicidad y la precariedad laboral, entre otros, eran radicalmente mayores en los sectores donde habitaban los “deplorables”. Peor aún: la diferencia continuaba ensanchándose. En Estados Unidos convivían dos realidades que se estaban dis­tanciando cada vez más.

La realidad en cifras que describió Murray fue retratada con crudeza y acierto en primera persona por J. D. Vance, en su relato autobiográfico Hillbilly Elegy (2016). Allí narra su existencia como un miem­bro de esa clase blanca postergada, pero inflamada de patriotismo, que veía con indignación cómo el Esta­do ayudaba a minorías beneficiadas por programas de acción afirmativa, pero pasaba de largo ante las urgencias sociales y carencias familiares y afectivas de él y sus amigos. Debido a la inestabilidad de su madre adicta a las drogas, Vance fue acogido por una abuela exigente y ruda que logró sacarlo adelan­te y enviarlo a universi­dades de prestigio. Pero sus amigos no tuvieron igual suerte: muchos de ellos sucumbieron a la postración, el resen­timiento y el abuso de las drogas. Fue este seg­mento relevante de una población desgastada el que apoyó masivamente a Trump en 2016 y que volvió a votar por él en 2020. Trump les prome­tió que los iba a proteger y que reviviría las in­dustrias poniendo a “Es­tados Unidos primero”. Vance escribió: “‘Hacer a América Grande de Nue­vo’ puede sonar trillado para algunos, pero para gente desorientada por la pérdida de la vida cívica y que dejó de creer en el sueño americano, es música para sus oídos”.

Pese a la distancia que los separa, tanto liberales como conservadores parecen partir de una referencia común: la nostalgia por la grandeza perdida. Ambos echan de menos al Estados Unidos de la posguerra, una época de cohesión y prosperidad que todos recuerdan con cariño y que ambos bloques quieren recuperar.

La diferencia entre el país azul (demócrata) y el país rojo (republicano) se ha ido haciendo cada vez más pronunciada: los demócratas ganan con facilidad en los centros urbanos y suburbanos, en los estados del noreste y costeros, gracias al voto de ciudadanos cosmopolitas, sin afiliación religiosa, multirraciales, profesionales y educados. El respaldo a los republi­canos, en cambio, proviene mayoritariamente de resi­dentes blancos (aunque en las elecciones de este año creció también entre ciudadanos afroamericanos y de origen latino) y religiosos de los estados del sur y del interior, que viven en ciudades y pueblos peque­ños o en el campo, y cuya referencia es local. La dife­rencia, sin embargo, no se limita a aspectos raciales, demográficos o geográficos; también es cultural. Los demócratas tienden a ser liberales, mientras que los republicanos son conservadores.

El periodista Christopher Caldwell sostiene, en The Age of Entitlement (2020), que la grieta cultural en Estados Unidos resulta insalvable, porque cada bloque es leal a su propia Constitución. Los conser­vadores, afirma, apuntan como referencia al docu­mento redactado en 1787 por los Padres Fundadores, que pone especial énfasis en la libertad entendida como ausencia de tiranía y establece para ello la existencia de un Estado pequeño, poblado de pesos y contrapesos, y la vigencia de una Carta de Derechos que garantiza la libertad individual frente al poder potencialmente opresor del Estado. Caldwell indica que, a partir de la déca­da de 1960, sin embargo, se ha ido creando una “Constitución rival que a menudo es incompa­tible con la original”. La denomina la “Constitu­ción de 1964”, porque ese año se dictó el Acta de Derechos Civiles, la que marcaría esa época efer­vescente. También pone en el centro la libertad, pero entendida como liberación personal de los “tabúes” de la tradición y el dogma, vistos como limitantes ilegítimos de la autonomía personal en asuntos como la mo­ral sexual, la religión o la necesidad de un Estado de bienestar que garan­tice y financie derechos sociales. Según Caldwell, “mucho de lo que en los años recientes hemos llamado ‘polarización’ o ‘inci­vilidad’ es algo más grave. Es el desacuerdo acerca de cuál de las dos Constituciones debe prevalecer: la de iure de 1787 o la de facto de 1964”.

Pese a la distancia que los separa, tanto liberales como conservadores parecen partir de una referen­cia común: la nostalgia por la grandeza perdida. Am­bos echan de menos al Estados Unidos de la posgue­rra, una época de cohesión y prosperidad que todos recuerdan con cariño y que ambos bloques quieren recuperar. En sus memorias La audacia de la esperan­za (2006), Barack Obama anota que “una de las pocas cosas en la que coinciden los comentaristas liberales y conservadores es en esta idea de un tiempo an­tes de la caída, una era dorada en Washington cuan­do, sin importar qué partido estaba en el gobierno, reinaba la civilidad y el Estado funcionaba”. En la elección de 2020, tanto Trump como Biden constru­yeron sus campañas en torno a mensajes que pro­metían un retorno a ese pasado glorioso: el prime­ro, insistiendo en hacer grande de nuevo a Estados Unidos; el segundo, afirmando que Estados Unidos debe volver a liderar y “estar de nuevo en la cabecera de la mesa”.

El problema, obviamente, radica en que se trata de nostalgias que ponen los énfasis en aspectos di­ferentes y contradictorios. El diagnóstico es común, pero la receta para superarlo es muy distinta.

A partir de los 90, como consecuencia de su triunfo en las llamadas “guerras culturales”, los liberales creyeron que, por fin, habían venci­do definitivamente a los conservadores. Sin embargo, no supieron darse cuenta de que la victoria dejó heridos en el camino. Hoy, los caídos y postergados han vuelto a levantar­se, impulsados por el liderazgo de un presi­dente al cual los liberales detestan con to­das sus fuerzas. Estos parecían seguros de que las elecciones de 2020 representaban la oportunidad para des­hacerse de una vez por todas de Trump y el movimiento de “deplo­rables” que encabeza. Aunque recuperaron la Casa Blanca, se han visto obligados a aceptar que la batalla recién comienza y que el “trumpismo” es mucho más que una pesadilla pasajera. Como titu­ló The New York Times a mediados de noviembre, “no hubo knockout, así que demócratas y republicanos se reagrupan para el siguiente round”.

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