Vías respiratorias

A causa de la asfixia el coronavirus ha matado a cientos de miles de personas en el mundo entero. Asfixiado murió también George Floyd a manos de la policía. Sí, los dos hechos que han sacudido a Estados Unidos en el último tiempo tienen que ver con la asfixia. Y la falta de oxígeno se aprecia también en los cielos contaminados y en los incendios forestales cada vez más regulares. De todos modos, pulmones hinchados de aire han hecho su aparición en los gritos indignados de los manifestantes que piden terminar de una vez con la violencia racial.

por Mary Louise Pratt I 7 Septiembre 2020

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La rutina de Xigong que sigo todos los días en YouTube se basa en la respiración. “Si quieres más energía, el mejor lugar para comenzar es tu respiración”, dice mi adorable guía con los brazos flotando sobre la cabeza y luego bajando hasta agacharse. El Xigong volvió a mi mundo con el confinamiento del covid-19, un ritual para inaugurar un día más en el búnker. Todos hemos estado buscando pequeñas formas de afirmar la vida.

¿Es extraño o sobredeterminado que los dos even­tos épicos que han sacudido a los Estados Unidos y al mundo —la pandemia y el asesinato de George Floyd— tengan ambos que ver con la asfixia? De las 112.000 personas (una cifra reconocida como subestimada) que han fallecido por causa del coronavirus en Esta­dos Unidos, casi todas murieron asfixiadas al fallarles los pulmones, o murieron por los efectos devastadores de ser colocadas en máquinas de respiración. Al igual que Eric Garner y tantos otros, George Floyd también fue asfixiado cuando un policía le bloqueó la vía res­piratoria durante el tiempo suficiente para matarlo. Los linchamientos clásicos consistían en estrangular a las personas al colgarlas; la versión contemporánea es ahogarlas con los brazos alrededor del cuello. Son exactamente lo mismo: espectáculos públicos que usan el bloqueo de las vías respiratorias como instrumento de terror racial.

Como la mayoría de los mamíferos, los cuerpos humanos tienen dos pulmones, dos ojos, dos riñones, dos orejas, pero solo una vía respiratoria cerca de la superficie del cuerpo. Si se bloquea —con una uva, un brazo, o una horca— agonizas terriblemente y mueres. La estrangulación es una de las pocas maneras en que los humanos pueden matar a otros humanos sin usar un arma. En el caso del covid-19, son los pulmones que fallan, incapaces de absorber el oxígeno. Así también las personas agonizan terriblemente mientras mueren.

Hemos estado viviendo la política de la respira­ción —a quiénes agarran y estrangulan los policías, y a quiénes no; quiénes deben temer y quiénes no; quiénes reciben acceso a oxígeno, respiradores, ventiladores, y quiénes no; a quiénes se les dice que se queden en casa, y a quiénes se les obliga a exponerse; quiénes están atrapados en instituciones abarrotadas de gente; quié­nes pueden auto-aislarse; a quiénes se les provee pro­tección y a quiénes no; quiénes pueden hacerse la prue­ba y quiénes no. La gente guarda sus oxímetros al lado de sus cepillos de dientes. En este momento extraordi­nario, la pregunta “qué vidas son prescindibles” se res­ponde en la administración de las vías respiratorias. Se lleva en el aliento. El lenguaje se tuerce: ser “esencial” es estar en riesgo. En riesgo porque eres esencial para el virus también. Requiere un portador vivo.

El virus mata por vía respiratoria pero también se propaga por vía respiratoria. La fuerza del aliento vivo lo transporta de portador en portador. Con la pande­mia, el contrato social muta y se convierte en un asunto de cómo la gente administra su propia respiración. La responsabilidad cívica se reduce a no respirar cerca de los demás. Respirar a propósito sobre otra persona se vuelve un arma y un crimen. La socialidad se tuerce: la separación física se convierte en la expresión primaria de la solidaridad cívica y de la amistad y el amor. Los gobiernos aprueban leyes que la requieren —hay respi­ración legal y respiración ilegal. Los opositores del go­bierno, por supuesto, rechazan estos términos. Insisten en el contrato social pre-viral —el derecho a reunirse, el derecho a infectar y ser infectado, a respirar sobre alguien y a que le respiren encima a uno, sin normas del Estado. Las iglesias exigen estatus especial, y pier­den en la Corte Suprema por un único voto. Pero solo la intervención divina podría conseguir que un servi­cio religioso sea seguro. Como aprendió un grupo en Washington, el ensayo del coro te puede matar.

Los linchamientos clásicos consistían en estrangular a las personas al colgarlas; la versión contemporánea es ahogarlas con los brazos alrededor del cuello. Son exactamente lo mismo: espectáculos públicos que usan el bloqueo de las vías respiratorias como instrumento de terror racial.

Cuando el virus llegó al norte de California en mar­zo de 2020, mucha gente ya tenía mascarillas N95. Las usaron durante los incendios de noviembre de 2018 que llenaron sus vecindarios de humo, y que incendia­ron todo a su paso a temperaturas nunca antes vistas en incendios forestales. Aunque los virus están vivos y el fuego no, ambos se propagan y ambos requieren oxígeno para hacerlo. Cuando los fuegos forestales ma­tan a las personas, lo hacen también por asfixia, y de igual forma, la única manera de extinguir un incendio forestal es sofocarlo. De lo contrario, como el virus, hay que dejarlo quemar hasta que se quede sin combusti­ble. Como el covid-19, como el gas lacrimógeno, como el aire contaminado, el humo ataca los pulmones. Hace daño al montarse en el aire y entrar en el cuerpo que lo respira. Las mascarillas te ayudan pero no te salvan. Ochenta y dos personas murieron en los incendios forestales de Camp en 2018, además de un sinnúme­ro de animales salvajes. Aquí la política de la vida y la respiración generó dos preguntas análogas a las que genera el virus: ¿Deben los gobiernos intentar sofocar los incendios o dejarlos quemar? ¿Se les debe prohibir a las personas vivir en lugares propensos a incendios, o es su derecho cívico hacerlo, sin importar el riesgo para sí mismas y para los demás?

La contaminación del aire es, sin duda, el gran pro­blema tácito de la política de la respiración. Es una de las razones por las que las personas negras, no-blancas y pobres tienen más probabilidad de morir de covid-19, ya que es más probable que sufran de afecciones pul­monares relacionadas con la contaminación. Existe una geografía política de la respiración, y esta también puede torcerse. En muchas ciudades, los cierres por el covid-19 redujeron la contaminación en el aire lo sufi­ciente para volver a hacer visibles algunos puntos de referencia en el paisaje —se podían ver las estrellas en Mumbai, los Andes en Santiago, el Monte Everest en Katmandú. Se podía respirar mejor, incluso con la mas­carilla puesta. Los paisajes sonoros también cambia­ron. Se podían oír los pájaros en Brooklyn, y el silencio también. Para muchas personas, el confinamiento, ade­más de traer tensiones, trajo también placeres, algunos nuevos, algunos perdidos hacía tiempo.

Alrededor del mundo, en ciudades cerradas, la gente conservaba un poco de colectividad a través de ovaciones de dos minutos a una hora específica cada noche. Los ciudadanos no esenciales, y por ende pro­tegidos, les rendían tributo a los ciudadanos esenciales, y por ende en peligro, que brindaban su cuidado y su mantenimiento. La gente llenaba sus paisajes urbanos no con cuerpos sino con aliento —alaridos, gritos y sil­bidos, acompañados de cacerolazos, sirenas, aplausos. Aquellos que aún respiraban solos representaban a los que no podían.

Y sin embargo, hubo otros sonidos impulsados por el amor que no zarparon en esas ondas sonoras comunales: los alaridos y gemidos del duelo. En otro giro cruel, el virus tornó peligroso que los vivos llora­ran a los muertos, o que les susurraran o que les can­taran mientras morían. De todos los daños y destrozos que la pandemia ha causado en el mundo, este dolor truncado podría ser el más profundo y el más duradero. Los moribun­dos usando su último aliento para decir adiós por un celular que algún empleado les sujetaba al oído, antes de pasar a la próxima muerte sin aliento. Los familia­res que no tuvieron la oportunidad de decir lo que nunca dijeron y ver fallecer a un ser querido. Los empleados abruma­dos por el peso de estas despedidas frustradas. Los sobrevivientes que no pudieron reunirse en rituales imposibles de sustituir. Como el virus mismo, el duelo se desprende por la respiración, en palabras y canciones, suspiros, gemidos, llantos, rugidos de rabia. No ha sur­gido un ritual de las siete de la noche para esto.

El dolor y la rabia, creo yo, le dieron a la muerte de George Floyd la potencia para sacar a las calles a tantos millones alrededor del mundo. Ya estábamos de duelo, acosados y rodeados por la muerte durante meses. A partir del asesinato, y del video del asesinato, surgió una imperativa que superó las imperativas del virus. No había forma de quedarse en casa. La política de la respiración: la necesidad de vivir en un mundo libre del virus se vio superada por la necesidad de vivir en una sociedad libre del terror racial. Los sacrificios re­queridos para extinguir el virus no se compensarían por un mero regreso a un mundo social en el que las muertes como la de Floyd siguieran siendo rutinarias. Las medidas extremas para responder al virus hicieron posibles los reclamos extremos en la calle, por dos se­manas enteras. Cortarle el financiamiento a la policía, abolir la policía, acabar con el racismo sistémico, ya estamos hartos, la verdadera pandemia es el racismo, no podemos respirar. El gas lacrimógeno fue otro juga­dor en la lucha (convertida en arma) por la respiración; las mascarillas fueron otro —los policías se negaron a usarlas, aun cuando te enfrentaban cara a cara.

El levantamiento de George Floyd fue el resultado de años de episodios de brutalidad policial grabados en video, años de activismo en su contra, años de intentos de reforma policial, años de coordinación, especialmen­te por parte del movimiento Black Lives Matter (Las Vidas Negras Importan). Fue una respuesta a los mo­vimientos de supremacía blanca apoyados activamen­te por un presidente racista y sus secuaces. Reflejó un cambio en la conciencia de muchas personas blancas, casi todas menores de 50 años, que han aprendido a reflexio­nar sobre su blancura como instrumento de injusticia. Hubo una transformación importante: las mar­chas no eran de gen­te blanca saliendo “a apoyar a la comu­nidad negra”. No se trataba de coalicio­nes. Se trataba de una enorme porción de la ciudadanía exigiendo no vivir en una socie­dad fundamentada en el terror racial. Toda esta gente tuvo que elegir: seguir quedán­dose en casa para evi­tar la propagación del virus, o lanzarse a las calles para marchar y gritar, sabiendo que se propagará el virus. No gastar el aliento o ponerlo a trabajar. Los virus no tienen intenciones, pero las personas sí. Para la mayo­ría, la decisión no parece haber sido difícil de tomar, y casi todo el país y el mundo estuvo a favor. Fue una decisión significativa: habrá que pagar el precio. No sa­bemos qué tan grande será, pero sabremos su propó­sito y ojalá lo aceptemos. La libertad requiere riesgos. Claro que es precisamente eso lo que los conservado­res blancos dijeron cuando salieron a las playas y a sus manifestaciones en coche. Pero a ellos nadie los está asfixiando hasta morir.

 

Este texto apareció en la revista estadounidense Con­tacto, el 8 de junio de 2020. Se publica con la autoriza­ción de su autora; agradecemos también la traducción de Marlène Ramírez-Cancio.

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