“Los tiempos son otros”

La marcha Radetzky, ambientada en el período de decadencia del imperio austrohúngaro, narra magistralmente la vida de tres generaciones, para desplegar una reflexión sobre el fin de una época y de un tipo de hombre. Frente a un presente convulso, donde los nacionalismos retornan vigorizados y un modelo de masculinidad es puesto en jaque, el libro muestra resonancias profundamente contemporáneas.

por Alia Trabucco Zerán I 29 Agosto 2019

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La marcha Radetzky, de Joseph Roth, se impuso entre mis lecturas recientes como parte de una ya larga obsesión por la literatura austriaca. Lo abrí, debo admitirlo, con una pregunta tramposa en mente: qué hizo de este libro, publicado originalmente en 1932, un clásico, y qué cualidades renuevan o cuestionan ese estatus.

Ingresé a su universo, el del imperio austrohúngaro y su decadencia, admirando desde el inicio sus múltiples puntos de entrada: una novela histórica sobre el violento pasaje del viejo imperio al nuevo orden, sobre la guerra como destino trágico, sobre la futilidad de la nostalgia, el peso de la herencia y los caminos que traza una genealogía. Un libro que narra magistralmente la vida de tres generaciones: el abuelo Trotta, que salva la vida al joven emperador, transformándose en noble y en leyenda; su hijo, un burócrata que sirve como funcionario al mismo monarca; y el nieto, soldado a contrapelo, en cuyo cuerpo incómodo, más tarde alcoholizado, se alojarán los grandes conflictos de una era.

Como si cada página fuese un ladrillo que se desmorona, en esta novela cae lentamente el gran imperio. Hoja a hoja se derrumba un modelo, una moral, una concepción de la amistad y la familia, y en el sitio exacto del derrumbe se alza una pregunta: ¿qué más cae cuando un mundo se desploma? En La marcha Radetzky cae un hombre.

Como si cada página fuese un ladrillo que se desmorona, en esta novela cae lentamente el gran imperio. Hoja a hoja se derrumba un modelo, una moral, una concepción de la amistad y la familia, y en el sitio exacto del derrumbe se alza una pregunta: ¿qué más cae cuando un mundo se desploma? En La marcha Radetzky cae un hombre. No Joseph Trotta, héroe involuntario de Solferino, ni el jefe de Distrito, que vicariamente vive del recuerdo de su padre, y ni siquiera Carl Joseph, que carga su herencia como un pesado costal. Cuando cae un mundo, cae un modo de ver la vida y la muerte, una idea del honor y la verdad, una definición de la patria que letra a letra se vacía de sentido, tal como se vacía, trazo a trazo, la tela que alberga el único retrato del abuelo. “De un año a otro parecía que el cuadro iba palideciendo, que se convertía en algo propio del más allá”, leemos, “como si muriera una vez más el héroe de Solferino, como si se llevara lentamente consigo su recuerdo, hasta que llegaría el día en que solo una tela vacía entre el marco negro, aún más mudo que el cuadro, contemplaría a sus descendientes”.

Ser observados por un espectro, por ese retrato desvanecido. O, tal vez, no verse reflejados en los ojos de ese padre, de ese abuelo. Entre el no ver y el no verse, en esa doble desaparición, encontré la pista que buscaba. La marcha Radetzky es un libro profundamente contemporáneo en su implacable narración de un final. Y es que en este presente convulso, donde los nacionalismos retornan vigorizados y la nostalgia imperial de los Trotta encuentra sus ecos en las actuales nostalgias fascistas, también asistimos a un desenlace, aunque aún no sepamos exactamente de qué. En la novela se trata del fin de una época y de un tipo de hombre. Una masculinidad fundada en el silencio y en los duelos a bala, en emociones indecibles y en palabras que se tornan insignificantes: héroe, noble, pater, patria. Una herencia incómoda, tan difícil de aceptar, que Carl Joseph, el nieto, querría desertar de su vida, de su cuerpo, de sus tiempos. “A veces le parecía que estaba viviendo una segunda vida, más pálida, y que la primera y auténtica se le había terminado mucho tiempo antes”. Una incomodidad decidora, destructiva, que renueva su vigencia en estos días que, con otras emociones proscritas, otras palabras vaciadas y otras violencias en jaque, también ven a un modelo de hombre en entredicho. “Conmigo muere todo”, piensa el protagonista, entre el alivio y el dolor, “Yo soy el último Trotta”. Un linaje que con él se extingue pero que, en la escritura precisa y sobria de Joseph Roth, reaparece hoy como un extraño espejo de este presente, el nuestro, que parece anunciar su propio final.

“Los tiempos son otros”, leemos en boca de un teniente nostálgico de una vida que no tuvo ni tendrá. Y en esa frase tan engañosamente clara, asoma una salida a ese momento de aparente clausura. El militar describe, con desolación, un tiempo presente que se ha transformado y que lo deja a la intemperie, perplejo. Pero también, y aquí está la belleza y la sorpresa, su frase apunta a que en algún espacio, en otra dimensión, mucho más cerca que lejos, ya hay otro presente: otros tiempos, tiempos otros, que ya son.

 

La marcha Radetzky, Joseph Roth, Edhasa, 2000, 352 páginas, $8.800.

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