Bienvenido a lo real

Aunque estemos llenos de aplicaciones en nuestros teléfonos móviles, la economía del intercambio, la del sudor y el bicicleteo y la inseguridad absoluta en términos de derechos sociales toma cada vez más fuerza. Es volver a la economía medieval porque, parafraseando a T. S. Eliot, los humanos tampoco soportamos demasiada irrealidad (o virtualidad). Como si fuera poco, a medida que la concentración del dinero aumenta, el poder pareciera diluirse: todos se declaran impotentes cuando algo en el sistema falla, y la sensación de que no hay futuro se incrementa. Ergo, tampoco hay inversión.

por Rafael Gumucio I 17 Marzo 2020

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Lucas Espinoza y Rodrigo Vázquez (alias Altoyoyo) son dos de los comediantes más famosos de su generación, la de quienes nacieron en los años 90. Son chicos de hoy: graban sus podcast, series por YouTube, chistes en Instagram. Usan todas las plataformas virtuales que pueden y tienen éxito en todas, pero solo ganan dinero, dinero real, contante y sonante, haciendo shows en vivo en teatros y cafés de todo Chile. Instagram es, entonces, una forma de promocionar los shows, mientras que YouTube y la radio, una radio de podcast autogestionados, son un escape creativo que les permite inventar partes que alimentan sus espectáculos en vivo. Pero lo que “deja” es el escenario, el escenario con sus borrachos odiosos, sus micrófonos que chirrían, las mesas, las sillas y las bebidas que consumen los clientes.

Lucas Espinoza y Rodrigo Vázquez, que han hecho sin entusiasmo cine y televisión durante su joven aunque nutrida carrera, viven de sus rutinas en vivo. No les va mal, les va bien, cada vez mejor, pero si se resfrían una semana, si pierden la voz, pierden el salario. Sus cuerpos son sus empresas, como es la empresa del ciclista que suda entre los taxistas y los uber que se pelean las sobrepobladas calles de Santiago, salvajemente. Debe pedalear rápido, más rápido todavía mientras lo persiguen los bocinazos y usa las veredas donde casi choca con los scooter eléctricos y los coches de las guaguas y otra curva y otro terror hasta llegar justo a tiempo para que el usuario, que puede rastrear su camino en el teléfono, reciba su sándwich aún tibio. El ciclista casi dio la vida tres veces, sin que a nadie le importe demasiado.

Hay un tercero en este intercambio medieval con un hombre que entrega su sudor a cambio de dinero. Vive en San Francisco o en Berlín, o con más seguridad vive en un avión entre San Francisco y Berlín. Ese tercero creó la aplicación que permite este intercambio de sudor por dinero, pero ante todo, creó un sistema para saltarse a muchos otros intermediarios entre el sudor del ciclista y el dinero del cliente. Esos intermediarios se pueden llamar, en el caso del mercado editorial, por ejemplo, las librerías, sus distribuidores, pero también los críticos literarios, las revistas, los diarios, las reseñas. En el caso de los taxis, es el Estado o la alcaldía, y sus reglas para evitar y controlar la cantidad de licencias. En el caso del ciclista –o de muchos otros trabajadores– son los sindicatos y los seguros médicos y de cesantía, el pago de previsión.

Así, la aplicación es presentada como una rebelión necesaria contra esos intermediarios. Desde la virtualidad más perfecta de un computador que se comunica con otros millones de computadores (con forma de teléfono), la aplicación propone un retorno al intercambio real, respirable, visible, entre un señor que compra por ti los productos del supermercado y que tiene la ventaja de saber distinguir un aceite de oliva de uno de maravilla. Pero ese sujeto no es otro, sino una forma ligeramente distinta de ti mismo. Ese intermediario le da a todo el intercambio actual la apariencia de trueque: una comunidad de clase media–baja pauperizada. Unos hacen de taxistas. Otros, de periodistas que seleccionan para ti libros o películas. Lo importante es que, además de conseguirnos productos más baratos, los servicios nos hagan sentir parte de una comunidad.

Las aplicaciones y las redes sociales no han acabado con el intermediario, sino que se han convertido ellas mismas en el intermediario, el único que gana física y simbólicamente con los intercambios entre las personas. Son un intermediario más liviano que el anterior, porque han renunciado a muchas responsabilidades sociales.

Pero no es una comunidad y no es trueque lo que aquí sucede, sino un negocio que gana millones y millones de dólares y cotiza en la bolsa de Nueva York o de Shanghái.

Las aplicaciones y las redes sociales no han acabado con el intermediario, sino que se han convertido ellas mismas en el intermediario, el único que gana física y simbólicamente con los intercambios entre las personas. Son un intermediario más liviano que el anterior, porque han renunciado a muchas responsabilidades sociales. Ahora el trabajador paga sus gastos médicos, sus gastos de pensión, su educación, y no tiene quién lo defienda contra una ley o un código –el laboral– que parece responder a las necesidades de la aplicación y no a la de los trabajadores. Pero, ¿quién es la aplicación? A la hora de las ganancias hay un par de jóvenes millonarios, en el momento de las responsabilidades no hay nadie, o si lo hay, es para confesar, como lo hace Mark Zuckerberg, que no puede controlar su aplicación ni evitar el uso político que hizo de ella Cambridge Analytica.

El hombre que posee casi todo el avisaje del mundo y que tiene trabajando gratis a millones y millones de personas que alimentamos de contenido su sitio, confiesa su impotencia total a la hora de controlar su invención, Facebook. Es quizás una de las paradojas más interesantes de la nueva economía virtual, al acabar con el intermediario, los Estados, las religiones, las universidades, las editoriales y los diarios han perdido la capacidad de controlarse a sí mismos. El poder está en cada vez menos manos, pero estas manos carecen de equipos e instituciones que las ayuden a controlar las filtraciones. Son dueños de una sartén sin mango, que se calienta a gran velocidad pero que no pueden tomar porque ellos mismos se quemarían las manos.

Trump y Putin juegan a representar una fantasía de poder a la antigua, pero los dueños de Twitter y Wikipedia, dos plataformas indudablemente exitosas, están siempre al borde de la quiebra porque no pueden “monetizar” su éxito. Es decir, no pueden cobrar por la mercancía –información, avisaje– que ofrecen. Una mercancía que al no tener precio es doblemente virtual, virtual porque ocurre en un computador y virtual porque ocurre fuera del mercado, cuando se supone que ocupa el centro de este.

La economía neoliberal, con su obsesión por la tecnología, ha creado una herramienta que no puede controlar. La tecnología ha terminado por matar la economía para la que trabajaba, igual que el doctor Frankenstein con su muñeco. Mary Shelley, que llamó a esta fábula “el Prometeo moderno”, entendió antes que nadie que el hombre no resistiría el juicio final al que sería sometido por sus propias criaturas. El computador que multiplica los contactos y los intercambios permite que un usuario tenga tantas identidades que, al final, ya no es posible el contrato entre dos personas iguales que confíen el uno del otro.

El desconcierto no se traduce en mayor libertad y prosperidad para los ciudadanos que pierden sus trabajos estables a una vertiginosa velocidad, para ser parte de un mercado cada vez más grande de trabajos inestables, mal pagados, pero ilusoriamente libres.

Así, la crisis del 2008 se desató el día en que demasiados expertos en fondos de inversión e hipotecas no pudieron comprender los complejos mecanismos con que sus computadores multiplicaron un dinero que tampoco sabían de dónde venía. Los entes reguladores, la burocracia estatal, había desaparecido para hacer más flexibles los mercados. La idea de que pudieran autorregularse no resistió la entrada de ese nuevo actor, los computadores, que permitían estar en línea en Shanghái, París, Londres y en tu casa, en los suburbios de Santiago. Las hipotecas y los préstamos, los fondos de inversiones, todos operaron sobre escenarios cada vez más irreales que nadie supo ya descifrar.

El poder ya no tiene poder. En Davos se reúnen los representantes de las mayores economías del mundo, para compartir todos juntos su impotencia. Lo mismo pasa con los dueños de los diarios, de los canales de televisión y cada vez más, de las radios. Los dueños del poder solo transpiran desesperación, al no manejar ya la forma de convertir en dinero su influencia.

No se sabe, no se entiende, qué está pasando. Los “expertos” y los “especialistas” son igualmente impotentes a la hora de explicar el estado de las cosas. “No future”, el grito de los punk en los 70, es una constatación absolutamente banal cuando el futuro sucede justamente en cada segundo, a una velocidad que transforma en tibias crónicas del presente aquellas series que intentan explorar el futuro: Black Mirror, The Handmaid´s Tale, Years and Years.

Es el sueño dorado del anarquista: un mundo en que el poder es impotente y donde el futuro ya no existe. Pero ese escenario de desconcierto no se traduce en mayor libertad y prosperidad para los ciudadanos que pierden sus trabajos estables a una vertiginosa velocidad, para ser parte de un mercado cada vez más grande de trabajos inestables, mal pagados, pero ilusoriamente libres. Están solos ante una economía cada vez más concentrada en quienes, a su vez, prefieren no invertir, no arriesgarse, porque ya no pueden vislumbrar siquiera algo parecido a eso que antes llamábamos futuro.

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