Celebridades de ayer y hoy

¿Tienen algo en común Kim Kardashian, Robert De Niro, Rousseau, Oscar Wilde y Lady Gaga? Todos, en distintas épocas y por distintos motivos, han logrado el estatuto de “celebridad”, con su presencia en la esfera pública y las tensiones por el interés en su intimidad. Una serie de libros explora desde la historia hasta la economía de estas figuras y analiza un concepto que para algunos refuerza valores individualistas en vez de colectivos, mientras que para otros es fruto de un proceso igualitario, del que puede ser objeto lo mismo un actor que un escritor, un emperador o un deportista.

por Patricio Tapia I 10 Septiembre 2019

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Infaltables en peluquerías, consultas de dentistas, terminales de buses y otras variantes de la sala de espera, las revistas del corazón suelen informar en detalle sobre la vida de los “famosos” o, en versiones menos refinadas, sobre los “chismes de la farándula”. Basta echar una mirada, pasado no mucho tiempo, a algunas de esas publicaciones, para comprobar que solo se reconoce a unas cuantas de las personalidades que las pueblan, aunque es probable que ocurra lo mismo si se examina un álbum de fotos de grandes estrellas de cine del siglo XX. La mayoría de aquellos rostros se han difuminado en la oscuridad del tiempo, demostración de que no hay nada nuevo en la fugacidad de la fama.

En las diferentes modulaciones de la “celebridad” se conjugan distintas clases sociales (más o menos aristocráticas, más o menos plebeyas) y distintos talentos (desde la exhibición de uno o varios hasta la carencia del más mínimo), y en ella se incluyen: actores, cantantes, miembros de las casas reales, deportistas, animadores, algunas modelos y, más recientemente, influenciadores de las redes sociales o concursantes de realities.

Estrellas y famosos

Al rango inferior de esta tropa, al menos en cuanto a aptitudes, ha dedicado su obra más reciente la crítica argentina Beatriz Sarlo: en La intimidad pública observa el fenómeno de exposición extrema a través de los medios (en particular la televisión) y las redes sociales de figuras para quienes el escándalo no es motivo de vergüenza sino la forma de alcanzar notoriedad. Pionera en su país en analizar la cultura popular con el rigor que requiere un texto de la alta cultura, Sarlo despliega aquí su artillería en el examen de una variante actual del género de las vidas “privadas” convertidas en “públicas”.

Sarlo distingue entre “estrellas” y “mediáticos”, estos últimos verdaderos “proletarios” del escándalo: lo necesitan para comer (la distinción, precisa la autora, no corre en casos como el de Maradona, quien vive en un estado de escándalo permanente). Antes lo escandaloso era protagonizado por una celebridad; ahora, se llega a ser celebridad mediante los escándalos. Sarlo identifica el momento en que cambian las cosas, en Argentina al menos, en los años 70, con el noviazgo entre la actriz y vedette Susana Giménez y el boxeador Carlos Monzón. Hacia atrás, el modelo de famoso sería Mirtha Legrand, cuya vida privada no estaba expuesta al consumo público: ella respondería a la noción de estrella de las décadas de 1940 y 1950, en que si bien existía el chisme, era discreto y no desafiaba los límites de la moral de sus lectores. Había un recato para el hambre de intimidad. Ahora, en cambio, se desea mostrar todo y se quiere ver todo.

Con ironía a veces sutil, a veces demoledora, Sarlo disecciona la proliferación de famosos sin cualidades, la reiteración del contenido de sus trifulcas (amores, traiciones, peleas, reconciliaciones), la trivialidad de sus atrevimientos: “Una dama de la nobleza (hace tres siglos) o una bailarina de TV (hoy) acusan o son acusadas de una transgresión. Se incorpora el público como juez y cómplice; periodistas especializados lo difunden y convierten lo intrascendente en causa moral, personal o familiar; las redes sociales comentan e intervienen. Sigue siendo periodismo de pacotilla, pero sus funciones han cambiado”.

Para algunos historiadores, el espacio teatral es un lugar clave en que se forja la cultura de la celebridad, pero otros estudiosos lo consideran como uno más dentro de los diferentes espacios públicos involucrados en el proceso de exhibición de lo privado.

Ahora el escándalo es un pasatiempo y no obliga a condenar a nadie; no ataca tampoco a los privilegiados. Con particular mordacidad, señala la erotización de la maternidad como método para revertir escándalos. Habla de una “oda a la maternidad mediática”, en que el embarazo y la lactancia también son espectáculos, producto, quizá, de una estética que mezcla la delgadez extrema con las redondeces (normalmente quirúrgicas) de un modelo de belleza en el que es sentador el embarazo, pues la panza combina bien con otras protuberancias artificiales.

Si para Sarlo las verdaderas estrellas han sido reacias a la exhibición, el libro de Lorraine York titulado Reluctant Celebrity presenta a la celebridad “renuente” o “reluctante” –el término lo toma de la física–, examinando a tres figuras que se apartan persistentemente de las expectativas comunes. Son tres actores: John Cusack, Robert De Niro y Daniel Craig. Según la autora, no es casualidad que sean hombres, blancos y heterosexuales, ya que su privilegio de género les permite moldear su renuencia y presentarla al público. El concepto mismo de celebridad, afirma York, supone una pasividad que tiende a ser “femenina”. Siendo literalmente perseguidos por los medios, ser reacio a la celebridad puede entenderse como un restablecimiento de una masculinidad amenazada. Esto sería evidente en el caso de Daniel Craig y su presencia pública de macho, denunciando las redes sociales, pero también en el caso de John Cusack y su compromiso con la política anticapitalista global, en contraste con la opción puramente personal de Robert De Niro, como una extensión de su personaje silencioso. En su teorización, el poder para mostrar renuencia es un privilegio.

John Cusack, quien se ha preocupado de cuestiones políticas, como la vigilancia gubernamental, la privatización de la guerra y la pérdida de la independencia periodística, también ha escrito sobre su lucha con la condición de “estrella” de cine, pues piensa que la atención debe estar en la labor cinematográfica. Sin embargo, York señala que hizo concesiones al comportamiento convencional de una estrella después de 2009, en su cuenta de Twitter, incluyendo contenido personal, probablemente para potenciar dos “películas pequeñas” realizadas por su propia compañía cinematográfica. En el caso de Robert De Niro, famoso por sus entrevistas vacilantes e inarticuladas, la reticencia opera a través de un habla obstruida. En una entrevista se negó a responder qué lo motivó a convertirse en actor, porque era algo demasiado privado. Una teoría es que en realidad no hay nada que mostrar: está vacío.

En el análisis de la reticencia de Cusack o De Niro, argumenta que la energía acumulada por la renuencia se despliega en otros lugares: en la política, el cine independiente o la promoción de las artes. Pero en el caso de Daniel Craig, las energías se acumulan como fondos en una cuenta de ahorros. En las redes sociales, Craig justifica su absoluta necesidad de la privacidad, sobre todo después de su matrimonio con la actriz Rachel Weisz, como forma de demostrar que no es un buscador de fama sin decoro. Si su participación en la saga de James Bond podría empañar o rebajar sus credenciales de actor “serio”, él creyó aportar algo nuevo al personaje como un hombre más complejo y atormentado, que puede ser herido o enamorarse o incluso llorar. La reticencia sería una forma de acumular “capital cultural” por un actor que teme las consecuencias del compromiso con una franquicia popular.

Sea como fuere, la cultura de la celebridad no sería una novedad contemporánea vinculada a la omnipresencia de los medios de comunicación. Ciertos precursores pueden remontarse al siglo XVIII, cuando una confluencia de nuevas instituciones y la prensa aceleraron la “esfera pública burguesa”. Junto con la expansión del mercado de impresión y una democratización y profesionalización del discurso público, también habría un giro hacia la intimidad: la celebridad nace en el momento en que la vida privada se convirtió en mercancía.

Luminarias en el siglo de las luces

¿Hubo realmente celebridades a principios del siglo XVIII? El libro Intimacy and Celebrity in Eighteenth-Century Literary Culture, editado por Emrys Jones y Victoria Joule, parte de la base de que sí, pero intenta comprender las dificultades que podrían hacerlo discutible. La celebridad es “el punto de encuentro de la apariencia pública y el deseo privado que reconocemos como una marca de la modernidad”; los editores también sostienen que con el aumento de ellas, los interiores se hacen públicos y lo público adquiere un nuevo valor privado.

Varios de los colaboradores del libro usan el término “intimidad pública” (que, con ingenuidad académica, nos informan que fue acuñado por Joseph Roach en 2005), para referirse al fenómeno. Para algunos historiadores, el espacio teatral es un lugar clave en que se forja la cultura de la celebridad, pero en el libro se considera como uno más dentro de los diferentes espacios públicos involucrados en el proceso de exhibición de lo supuestamente privado. En el teatro se cuentan los casos, por ejemplo, de Nell Gwyn, la actriz más famosa de la etapa de la Restauración, conocida en el escenario como comediante y en la historia como la ingeniosa y agraciada amante de Carlos II; la niña de orígenes comunes que triunfó sobre sus aristocráticas rivales, capturando los corazones del rey y de la nación; o el de David Garrick y sus dramáticas actuaciones de la muerte, incluyendo la propia.

 

La serie de imágenes domésticas que pintó Jean Huber causó la molestia de Voltaire. Este cuadro se llama Voltaire por la mañana.

 

Pero también se teoriza sobre la celebridad política y hay un apartado dedicado a las diversas formas en que la palabra escrita facilitó la circulación y el cultivo de la celebridad; así está el caso de la reticencia de Mary Wortley Montagu a ser conocida, una aversión que fue parte del logro de la celebridad (y quizá primer ejemplo de lo que York llama celebridad “renuente”).

En la última parte del libro, George Rousseau estudia la figura del excéntrico y polifacético Sir John Hill y la Rotonda en Ranelagh, el interior público más grande de Europa, erigida en 1741, para reunir a personas de fama y que ellas se encontraran con las masas pagando la entrada: un sitio para el encuentro (o caza) de celebridades. Hill, escritor prolífico en historia natural, animador de la vida londinense y armador de escándalos, fue atacado por una turba dentro de la Rotonda una noche de 1753, creando así un espectáculo público. El motivo del ataque estaba en sus columnas burlonas.

Si el libro de Jones y Joule se limita a Inglaterra, en Figures publiques: l’invention de la célébrité, el historiador Antoine Lilti considera un espacio geográfico más amplio e investiga un momento particular en que una combinación de circunstancias resultaron en una muy específica forma de la fama, así como en el nacimiento y desarrollo de un fenómeno igualmente preciso: el generalizado interés en la vida privada de las figuras públicas. El autor habla de una “primera edad de la celebridad” (desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del XIX) y ve allí nuevas maneras de existencia pública y reconocimiento popular, como la reputación (relacionada con el honor), la gloria (generalmente póstuma) o la popularidad (asociada generalmente con la política). Describe el proceso en que los grupos conformados por colegas, admiradores o vecinos de alguien que goza de una reputación son reemplazados por un público que no tiene conocimiento previo del famoso. La ilusión de intimidad mediante la atención minuciosa a los detalles privados de la vida de esa persona, y la curiosidad como característica definitoria de esta relación que corre en una sola dirección y que, según Lilti, sirvió además para crear comunidades de interés que se definan por quienes admiraban.

Avanza así en una serie de “estudios de casos”: Voltaire, Rousseau, David Garrick, Mozart, Mirabeau, María Antonieta, Lord Byron o Napoleón. Al analizar estas figuras destaca lo que, para Lilti, es una de las características clave de su versión de celebridad: es un proceso igualitario, del que puede ser objeto lo mismo un actor que un escritor, un emperador o un músico. Las diferentes figuras también permiten abordar las distintas facetas de este desarrollo: los medios de comunicación que crean celebridades o las ambivalencias que acompañan la celebridad, pues no es solo la admiración o el entusiasmo, sino también los inconvenientes, como ocurre con quienes no disfrutan que sus imágenes domésticas circulen ampliamente (allí está la serie de retratos de Voltaire que pintó Jean Huber).

Economía y conferencias

El sociólogo Chris Rojek, autor de un libro tan célebre como su objeto de estudio, Celebrity (Reaktion, 2001), ha señalado que las celebridades “humanizan el proceso de consumo”, ligadas como están a las culturas de la mercantilización y nuevos modos de producción. Una reconsideración de la situación de las estrellas y celebridades a la luz de la economía política es lo que plantea Milly Williamson en Celebrity: Capitalism and the Making of Fame. Según ella, toda investigación sobre el surgimiento del estrellato o la curiosidad del público acerca de la vida privada de los artistas debe tener en cuenta este aspecto. Su libro cuestiona algunas suposiciones comunes. Para ella la celebridad no sería un producto inevitable de nuestro sistema social y económico, ni tampoco estaba presente en formas tempranas de los medios y entretención capitalistas: las industrias culturales, incluido el negocio de la celebridad en los siglos XIX y XX, no fueron una respuesta a las demandas de las audiencias, sino más bien un alejamiento calculado de los gustos y políticas de la “clase obrera”. La cultura de las celebridades enseña valores individualistas en lugar de colectivos, con un enfoque en el consumo y las ganancias.

Según Lorraine York, si se tuviera que hacer una lista de las celebridades que han sido identificadas como hambrientas de fama en el siglo XXI, la mayoría serían mujeres: Paris Hilton, Miley Cyrus, Kim Kardashian, agregando que tienen escaso o nulo talento.

La autora analiza períodos históricos que van desde el teatro inglés del siglo XVIII hasta la introducción de la televisión por satélite. Es convincente su análisis de los cambios que se produjeron en el contenido y el tono de la prensa de masas, alejándose de la política y enfocándose en las “celebridades” o historias de contenido “humano”. Y eso no se debería a la falta de interés de los lectores, sino más bien al cambio en la propiedad de los periódicos, que produjo el surgimiento de los conglomerados y la creciente dependencia de los ingresos publicitarios. Williamson presenta argumentos similares con respecto al cine y el teatro, pero su análisis económico es menos persuasivo, en parte porque la información no es tan fácilmente rastreable. En todo caso, si bien el artista hollywoodense no trabaja de la misma manera que la estrella de un reality, ella establece que unos y otros se han convertido en “mecanismos de venta”.

Pero los mercados comerciales modernos, sea desde sus inicios o no, habrían ayudado a crear la condición de “celebridad”, así como su remuneración. Medios cada vez más sofisticados y mejor distribuidos proporcionaron la publicidad que promovió a individuos de una amplia gama de actividades. A lo largo del siglo XIX el territorio de las “estrellas” se presentó, al menos en Estados Unidos, en el sistema de conferencias populares, como ejemplo del cambio de una cultura cívica pública a una comercial. En Star Course. Nineteenth-Century Lecture Tours and the Consolidation of Modern Celebrity, Peter Cherches estudia el sistema de conferencias y a la gente que podía darlas, pues era una de las actividades mejor remuneradas de la época. En ese sentido al menos, la celebridad se había “mercantilizado”: lo que era consumido por las audiencias solía no ser una demostración de la competencia por la cual esa persona se había ganado el reconocimiento, sino más bien un despliegue de su personalidad o la proyección de su imagen.

El sistema de conferencias alguna vez fue una forma de liceo, pero llegó a convertirse en un entretenimiento que atraía a famosos (o los convertía en tales) para presentarse ante un público que los adoraba. El rápido desarrollo de las tecnologías de transporte hizo posible la distribución de actuaciones en vivo a una audiencia masiva en un amplio territorio. A principios de la década de 1850, y durante un cuarto de siglo, las conferencias públicas fueron una de las formas más populares de entretenimiento para la clase media estadounidense y uno de los medios de comunicación más influyentes. Se orientó hacia las celebridades a principios de la década de 1870 y varias series se denominaron “cursos estrella”, influyendo en la modificación de la noción de “fama”: el estrellato ya no se aplicaba únicamente a los actores; cualquier persona que diera una conferencia en uno de estos cursos, no importa cómo se hubiera ganado su fama antes, podría ser una estrella.

Así fue la exitosa gira estadounidense de Charles Dickens, en 1867-1868 (dio 74 conferencias), con sus presentaciones repletas siempre. Algunos fanáticos esperaban toda la noche, con temperaturas bajo cero, para comprar boletos. Los mejores puestos fueron adquiridos por especuladores, que después revendieron.

En el invierno de 1873-1874, los asistentes a las conferencias pudieron presenciar charlas y lecturas de escritores como Bret Harte, Harriet Beecher Stowe y Wilkie Collins; humoristas como Josh Billings y Petroleum V. Nasby, quienes lograron versiones tempranas de lo que hoy se llama stand-up comedy. Varios de los personajes más famosos de la época hicieron lecturas dramáticas en todo el país. El caricaturista Thomas Nast relató su carrera mientras hacía demostraciones prácticas del arte del dibujo. Exploradores hablaron de lugares lejanos, científicos explicaron descubrimientos recientes, hombres de Estado analizaron el ambiente político y predicadores, el moral. Una de las esposas renegadas del harén del “Moisés estadounidense”, el mormón Brigham Young, denunció los males de la poligamia.

 

Muchas veces los estudios académicos sobre celebridades (los “Madonna Studies”, en la década de 1990) son presentados como ejemplos de la decadencia de la educación superior.

 

Giras

Según Lorraine York, si se tuviera que hacer una lista de las celebridades que han sido identificadas como hambrientas de fama en el siglo XXI, la mayoría serían mujeres: Paris Hilton, Miley Cyrus, Kim Kardashian, agregando que tienen escaso o nulo talento. Sin embargo, una de las mayores estrellas recientes de la cultura popular es también mujer, y talentosa, fruto de una metamorfosis: en 2006 Stefani Germanotta dejó de ser una artista musical de rock independiente para convertirse en una artista del performance tecno-pop. Nace una estrella: Lady Gaga.

En Lady Gaga and the Sociology of Fame, Mathieu Deflem teoriza sobre la fama y sobre la artista. Cuando Deflem comenzó a dar un curso sobre ella, captó la atención de los medios y el libro tiene un “epílogo” en que cuenta su experiencia de convertirse en una celebridad por enseñar un curso sobre una celebridad.

Suele ocurrir que los estudios académicos sobre celebridades (los “Madonna Studies”, en la década de 1990) son presentados como ejemplos de la decadencia de la educación superior. Pero Deflem defiende la necesidad de investigar lo popular de una manera que vaya más allá de lo económico y de los críticos que reducen la cultura popular a una mercancía vendida para distraer a los consumidores. En todo caso, él plantea que el suyo es un análisis académico, enfocado en las condiciones sociales de la fama de Lady Gaga: no en su música ni en su personaje. Usa a la artista como un caso de estudio de esas condiciones: desde el negocio y los aspectos legales a la interacción entre diferentes medios, o el rol del sexo o el género y su activismo (especialmente respecto de la comunidad homosexual y temas relativos a la juventud, como el bullying), aunque desatiende un poco el estudio de las audiencias (más allá de una descripción de la diversidad de consumidores de Lady Gaga, fuera de sus devotos fanáticos llamados “Pequeños Monstruos”).

Un punto que anota Deflem en cuanto a la economía del estrellato es que gran parte de la condición de multimillonaria de Lady Gaga se debe al dinero ganado en un momento que coincide con la decadencia de la industria discográfica, en sus giras de conciertos, como la llamada “Monster Ball”, que implicaría 203 espectáculos entre noviembre de 2009 y mayo de 2011, así como la “The Born This Way Ball”, que se llevó a cabo desde abril de 2012 hasta febrero de 2013, interrumpida porque la artista debía someterse a una cirugía en la cadera, dañada por sus exigentes actuaciones.

Y las giras no consideran únicamente a los músicos. Actualmente existen aglomeraciones tan multitudinarias como las de un concierto, pero para escuchar a filósofos como Slavoj Žižek o Michael Sandel. Existe un circuito de conferencias y festivales culturales que se ha profesionalizado al punto de contar con su sistema tarifario y sus propias agencias (Harry Walker, Thinking Heads), que contemplan a expresidentes, deportistas, actores, economistas, escritores y científicos, que funcionan como oradores motivacionales o simplemente celebridades que cuentan su historia de vida o sus opiniones. Algunos de los mejor pagados son políticos como Al Gore, el matrimonio Clinton o Barack Obama y, entre los hispanohablantes, el chef Ferran Adrià o el nobel de literatura Mario Vargas Llosa.

Tal como ocurría hace más de un siglo. Según refiere Peter Cherches en su libro sobre los ciclos de conferencias públicas en los Estados Unidos del siglo XIX, las giras de celebridades de alto perfil (Mark Twain, Conan Doyle, Matthew Arnold) eran muy rentables y hacia 1880 llegaron a ser objeto de especuladores, que las manejaban como un espectáculo orquestado y publicitado por un gestionador. El más exitoso fue James Burton Pond, aunque no fue él el responsable de la famosa gira de Oscar Wilde en 1882, a la que la gente acudía en tropel para ver al autor, más para observar esta rareza humana que para escuchar sus ideas.

Entre las celebridades de Pond se contaban viajeros como Robert Peary, el explorador ártico, quien apareció en el escenario con un traje de pieles, perros, trineos y carpas. Su aventura más extravagante fue la gira de conferencias del explorador de África Sir Henry Morton Stanley, quien años antes había encontrado a David Livingstone y acababa de regresar de otro rescate. Fue de gran interés tanto la presencia de su atractiva esposa como el lujoso carro que transportaba a la comitiva. Stanley dio 110 conferencias entre noviembre de 1890 y abril de 1891, y recorrió un territorio más extenso que toda su exploración africana.

 

La intimidad pública, Beatriz Sarlo, Seix Barral, 2018, 182 páginas, $12.900.

 

Reluctant Celebrity, Lorraine York, Palgrave Macmillan, 2018, 154 páginas, US $99.99.

 

Intimacy and Celebrity in Eighteenth-Century Literary Culture,  Emrys D. Jones y Victoria Joule (eds.), Palgrave Macmillan, 2018, 304 páginas, €135,80.

 

Lady Gaga and the Sociology of Fame, Mathieu Deflem, Palgrave Macmillan, 2017, 245 páginas, £67.99.

 

Celebrity: Capitalism and the Making of Fame, Milly Williamson, Polity Press, 2016, 216 páginas, £17.99.

 

Figures Publiques, Antoine Lilti, Fayard, 2014, 430 páginas, €24.

 

Star Course, Peter Cherches, Sense Publishers, 2017, 134 páginas, €99.

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