Literatura más allá de la literatura

por Javier Cercas I 15 Noviembre 2016

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Uno de los mejores textos literarios que he leído en mi vida no es un texto literario. De hecho, ni siquiera fue pensado para publicarse. Lo escribió el escritor israelí David Grossman y lo leyó en el funeral de su hijo Uri, muerto el veintiuno de agosto de 2006, cuando el carro de combate en el que avanzaba por el sur del Líbano fue alcanzado por un misil antitanque de Hezbolá; los periodistas presentes en las exequias reprodujeron con mayor o menor fidelidad pasajes del discurso fúnebre y al final, para evitar confusiones, Grossman lo corrigió y se lo entregó a los periódicos, varios de los cuales lo reprodujeron. Aunque días antes de la muerte de su hijo Grossman había firmado con otros escritores un llamamiento al gobierno israelí para que diera por terminadas sus operaciones militares en el Líbano, a lo largo del texto apenas se dice una sola palabra del conflicto, salvo en el título: “Nuestra familia ha perdido la guerra”. Grossman habla de las cosas que nunca volverá a hacer con su hijo, como ver Los Simpson, y de las cosas que aprendió de él. Describe su carácter, recuerda su sentido del humor, afirma que, contra la opinión de sus superiores, se empeñó en ser jefe de una compañía de carros de combate (y que lo consiguió), dice que era el izquierdista de su batallón, sostiene que era de esas raras personas que se hacen responsables de lo que ocurre a su alrededor, que siempre se podía contar con él, que siempre estaba en primera línea, que nunca se arrugaba. Escribe: “Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado en los últimos años; porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico no es cool tener valores”. Escribe que debemos defender nuestras vidas, pero también “empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la tentación del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo”. Concluye: “Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú”.

Es un texto brutal, de una serenidad y un coraje asombrosos, que resulta imposible leer sin sobrecogerse. Repito que no era, en principio, un texto literario, pero al final resulta un texto infinitamente más literario que infinidad de textos literarios. Esto no es extraño, por supuesto; al fin y al cabo, la gran literatura a menudo ha sido aquella que en principio no parece literatura, o que defrauda las expectativas literarias de su tiempo: para sus contemporáneos cultos, Cervantes nunca pasó de ser el autor de un best seller sin importancia, y lo que Shakespeare escribía no era ni siquiera literatura (de ahí que sus obras no se editaran con seriedad en vida, privilegio reservado a los autores relevantes). Pero, ¿de dónde extrae su fuerza un texto como el de Grossman? ¿Qué lo convierte no ya en literatura sino en gran literatura? La respuesta está en un texto escrito también por un padre a un hijo y publicado en español pocos meses antes de que se publicara el de Grossman. Se trata de una carta que el 22 de octubre de 1950 le escribió su progenitor a V. S. Naipaul, uno de los mayores escritores vivos. Por entonces Naipaul había llegado a Oxford con una beca, dispuesto no sólo a ser escritor sino a ser el mejor escritor posible, y su padre, deseoso de evitarle a su hijo su propio destino de escritor frustrado, le escribe desde su remoto y provinciano hogar en la isla de Trinidad unas palabras que, estoy seguro, Naipaul nunca olvidó: “¿A qué crees que se reduce la literatura? A escribir con las tripas, no con la cabeza. La mayoría escribe con la cabeza. Si el delincuente semianalfabeto escribe normalmente una larga carta a su novia, será como la mayoría de las cartas de semejantes personas. Si el delincuente escribe la carta justo antes de ser ejecutado, será literatura”.

Esa es la respuesta. La literatura es lo que se escribe como si uno estuviera a punto de ser ejecutado; o, mejor aún, como si ya hubiese sido ejecutado, que es como escribe su texto Grossman. La gran literatura es precisamente eso: lo que está justo en el borde de la literatura. O un poco más allá.

El País, 21/07/2013

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