Sam Shepard, el observador observado

El dramaturgo, actor y emblema de la masculinidad a partir del célebre vaquero espacial que encarnaba en la película Elegidos para la gloria, escribió dos libros cuando ya se le había declarado la ELA que ocasionaría su muerte, en julio de 2017. Son novelas permeadas por los recuerdos de su propia vida: aparecen sus amantes e hijos, el fantasma de su violento y alcohólico padre, la incomodidad que le provocaba la fama y el deterioro del cuerpo, pero a diferencia de lo que mostró en sus mejores obras de teatro, estos textos trascienden su experiencia para hablarnos de cómo encajar los golpes del pasado y acercarse a una vida donde impere la clemencia.

por Felipe Edwards del Río I 11 Abril 2019

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Pese a ser un hombre reservado, en sus últimas obras –y únicas novelas–, Sam Shepard (1943-2017) dejó testimonios íntimos de su vida personal: mezcla las voces de narradores anónimos con la propia, para relatar su versión de la realidad. Expone, por ejemplo, su vacilante relación con la fama y su incapacidad para borrar los recuerdos de su padre, un tipo abusador que había sido piloto de bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial. Deja su rabia y huidas en el pasado; lo que queda es el asombro y la compasión.

The One Inside (2017) abre con un epígrafe de David Foster Wallace: “Por qué será que nadie te saca a un lado y te cuenta lo que viene”. El significado último de la cita se revelaría cinco meses después del lanzamiento del libro, cuando Shepard muere a causa de esclerosis lateral amiotrófica.

Por primera vez sabía lo que le vendría. Tenía los meses contados, y los dedicó a describir escenas con su padre, sus amantes y del comienzo del deterioro de su cuerpo, a la vez que mantenía su memoria y capacidad cognitiva intactas. El resultado es más verosímil que las obras de teatro experimentales que escribió al comienzo de su carrera, en los 60, inspiradas por su admiración a Samuel Beckett. Aun así, el estado mental del narrador de The One Inside no es estable. Desde la primera página sufre alucinaciones que remiten a seres de tamaño reducido: pequeños demonios, caballos enanos con cabezas humanas y cadáveres minúsculos envueltos en plástico. Tal vez son miniaturas porque así se vuelven más abordables.

Tampoco vuelve a la furia de su ciclo en los 70 y 80 en torno a la disfuncionalidad de la familia estadounidense, nacido de su entusiasmo por el trabajo de Eugene O’Neill, especialmente Largo viaje hacia la noche (1941), y del carácter de su padre. O’Neill se aseguró de que esa obra no fuera publicada ni producida durante su vida, y se estrenó, de hecho, en 1956. Según afirma en la dedicatoria, dirigida a su mujer, el retrato de la familia Tyrone -fuertemente ligado a sus padres, hermano y a sí mismo- trataba de “una tristeza antigua, escrita con lágrimas y sangre”. O’Neill explica que fue el amor que recibió de su esposa el que le permitió enfrentar a “mis muertos” y escribir de ellos “con profunda pena y comprensión e indulto hacia todos los cuatro Tyrones” (el énfasis es de O’Neill).

El propio narrador se encarga de detallar sus problemas de salud. Informa que algo dentro de su cuerpo le impide levantarse de la cama: “Los apéndices parecen no estar conectados al motor -o lo que sea- que está manejando esta cosa”. Otras señales son más enigmáticas.

Tras la frase de Foster Wallace, The One Inside arranca con una breve introducción de Patti Smith, amiga incondicional de Shepard desde los 60. La cantante y escritora alaba el manuscrito del libro sin revelar la dolencia de su autor ni pronunciarse sobre la similitud entre Shepard y su narrador. “Es él, una especie de él, no es él en absoluto. Es una entidad que intenta salir, darles sentido a las cosas”, resume Smith.

El propio narrador se encarga de detallar sus problemas de salud. Informa que algo dentro de su cuerpo le impide levantarse de la cama: “Los apéndices parecen no estar conectados al motor -o lo que sea- que está manejando esta cosa”. Otras señales son más enigmáticas. Cuando se encuentra en la sala de urgencia de un hospital y debe llenar formularios sobre cuidados paliativos en caso de muerte cerebral, el narrador se pregunta por el caso opuesto: ¿Qué pasaría si estuviese vivo pero pareciera muerto? ¿Si lo rodearan personas que lo presumen muerto pero con quienes no puede comunicarse? “Muy parecido a la vida, tal como es en este momento”, comenta. En el libro la frase es irónica, aunque pareciera ser lo que se siente en las últimas etapas de ELA.

Cuando se editó The One Inside, Shepard llevaba varias décadas como figura pública del mundo cultural y popular, dentro y fuera de Estados Unidos. Actuó en 56 películas, escribió 44 obras de teatro e inspiró a dos generaciones de dramaturgos y actores teatrales. También tuvo dos hijos y vivió casi 30 años con la igualmente célebre actriz Jessica Lange.

Junto a su fama en el teatro y cine, Shepard vino a representar una figura masculina idealizada. La percepción se creó tanto por su atractivo físico como por su rol como piloto de pruebas en The Right Stuff (Elegidos para la gloria), que le mereció una nominación al Oscar para el mejor actor de reparto en 1983. Al interpretar a Chuck Yeager (a quien conoció), Shepard creó su propia versión de un cowboy de la era espacial, para quien una carrera a caballo en medio del desértico oeste americano era tan natural como volar –con las costillas fracturadas– la aeronave experimental Bell X-1 y superar la barrera del sonido por primera vez en la historia. Su similitud con el paradigma de los cowboys de los 50, Gary Cooper, ahora vestido de jeans y chaqueta de cuero de aviador, definió al norteamericano cool de los años 80 y 90. Fue un estereotipo con el que Shepard nunca se sintió cómodo, pero con el que continuó frente a las cámaras el resto de su vida. La actuación, dijo, le ayudaba a escribir para el teatro, porque así aprendía de los dilemas que los actores deben resolver sobre el escenario.

Su ambivalencia hacia la fama es una de las paradojas que marcaron la vida de Shepard. Fue criado en los espacios abiertos de California, Texas y Nuevo México, y se escapó primero a Nueva York, a los 18 años, y una década después a Londres. Sin embargo, empleó el mismo ambiente rural de su niñez en la mayoría de las obras maduras y construyó el mito del nuevo cowboy supersónico. Rehuía la atención del público, pero escogió escribir obras de teatro y convertirse en una estrella de cine.

De una forma similar pero aún más extrema que la de O’Neill, Shepard denostó el mito de la familia ideal norteamericana, en gran parte debido a la rabia etílica de su padre, aunque disfrutó una profunda devoción recíproca con su madre (a quien llamaba “mi roca”). Asimismo, tuvo largas relaciones con dos mujeres y compartió el amor de sus hermanas e hijos. A diferencia de su propia familia nuclear, las mujeres de sus obras tienden a ser víctimas de sus maridos y padres, o frenéticamente vengativas con ellos.

The One Inside examina su incomodidad con la figuración que le entregó su carrera en Hollywood. Al inicio del rodaje de una película cerca de Osage (con una trama idéntica a la de August: Osage County, de 2013, en la que actuó Shepard), el narrador, un actor mayor de edad, se haya en un ambiente que conoce bien. Le asignan un tráiler con su nombre y se mueve entre técnicos y asistentes extremadamente atentos a quienes nunca ha visto, pero que parecen conocerlo de un filme de hace 40 años. El narrador/Shepard se pregunta, simplemente: “¿Cómo puedes comenzar a explicarles que no eres esa persona?”.

Spy of the First Person narra la experiencia de sufrir ELA. Shepard ya no podía usar su vieja máquina de escribir y cuando perdió la capacidad de escribir a mano, dictó el resto. Patti Smith ayudó en la edición y el autor hizo cambios hasta pocos días antes de morir.

Fuera de las pantallas, Shepard tenía gran afinidad con los caballos. Como adolescente trabajó en un criadero, donde la cercanía con los animales le ofrecía un refugio de las tormentas en su casa. Antes de lograr éxito como dramaturgo en Nueva York, consideró volver a California y ser veterinario. Pero el escritor y actor dentro de Shepard no era, ni nunca fue, el piloto cowboy.

Su prestigio como escritor le trae otros problemas. En The One Inside, una “joven chantajista”, de 19 años, advierte al narrador/Shepard que ha grabado un año de sus conversaciones íntimas. Las transcribió y quiere publicar un libro con ellas, presentándose como la autora, o al menos su coautora. Shepard especula que ella estaría motivada por la ambición, al verse asociada con él, pero piensa que está equivocada. Sostiene que el mundo literario está totalmente fuera de su alcance. “Mailer, Capote, Nabokov. ¿Cómo podría uno siquiera comenzar una conversación con uno de esos locos?”.

Es revelador que los escritores con quienes el narrador/Shepard se compara tan desfavorablemente sean todos novelistas. También publicó poemas y cuentos, pero Shepard logró su renombre literario sobre todo por sus obras de teatro entre los 60 y 80. Tal era el desapego con su reputación, que desconoce los homenajes más prestigiosos que recibió: ocho premios Obie por sus obras de Off Broadway, un Pulitzer por Buried Child (1979) y un Olivier por A Lie of the Mind (1987). Sería poco creíble que se descalificara de la misma forma ante O’Neill, Arthur Miller o Edward Albee. Muchos lo consideraron el O’Neill de su generación.

La chantajista, piensa el narrador/Shepard, quiere evitar el duro trabajo de la escritura y llegar directamente a la fama: luces, premios, limusinas con choferes rusos que no hablan inglés. Sería más eficaz si la celebridad cayera sobre uno con solo desearla. “Miren, ¡soy famosa!”, diría ella, “no me lo merezco, pero ¿quién sí?”.

Sin tapujos

El libro póstumo de Shepard, Spy of the First Person, publicado en diciembre de 2017, narra en forma directa la experiencia de sufrir ELA. Sus hijos dedican el libro a su memoria, a la vez que celebran sus obras, su vida y el tremendo esfuerzo que le significó terminarlo. Ya no podía usar su vieja máquina de escribir Olympia. Debió hacerlo a mano y cuando incluso perdió esa capacidad, dictó el resto a miembros de su familia que luego lo transcribieron. Patti Smith asistió en la edición del texto, y Shepard lo revisó y cambió hasta pocos días antes de su muerte.

Spy alterna las voces de dos narradores anónimos. Uno de ellos claramente es Shepard, ahora inmóvil, sentado en una mecedora en la terraza de su casa. Desde la residencia del frente lo espía otro narrador, más difícil de identificar, una voz que se revela eventualmente como la de su padre. Se observan mutuamente, pero intercalan comentarios sin jamás conversar directamente entre ellos. Aunque ambos quieren conocerse, explicarse y entender al otro, no encuentran cómo dialogar.

Después que Shepard escapó del hogar familiar, vio a su padre pocas veces en el próximo medio siglo, pero personajes alcohólicos y violentos como él figuran en muchas de sus obras. Igual que los integrantes de la familia Tyrone de O’Neill, Shepard no consigue evadir su pasado. “Sé que personas muy sabias me han recomendado permanecer en el presente lo más posible, pero a veces el pasado simplemente se presenta. El pasado no viene como algo íntegro. Siempre viene a pedazos… como si se hubiese vivido en fragmentos”, comenta. Los restos de su existencia -su familia, amigas y amantes- forman el mosaico de su memoria y definen cómo vive el presente, al margen de su estado físico.

Tal vez la incapacidad de Shepard de separarse de su pasado se debe a su afición por indagar en sí mismo y por estudiar a las personas que se cruzaban en su camino. En “Cuatro días”, un cuento que publicó en Paris Review, el narrador vuelve a su pueblo natalicio tras 45 años de ausencia y se sienta en el mismo rincón de la tienda de donuts donde se instalaba en su juventud.

Opuesto a lo que hizo O’Neill, Shepard transformó las antiguas tristezas de su familia en obras de teatro exhibidas mientras él, y ellos, estaban vivos, con una de las consecuencias que quizás O’Neill intentó evitar. En una entrevista al Paris Review, cuenta que su padre, ebrio, asistió a una producción de Buried Child en Nuevo México. Se identificó con uno de los personajes y en el segundo acto protestó a gritos contra los actores. No lo expulsaron solo por ser el padre del dramaturgo.

Tal vez la incapacidad de Shepard de separarse de su pasado se debe a su afición por indagar en sí mismo y por estudiar a las personas que se cruzaban en su camino. En “Cuatro días”, un cuento que publicó en Paris Review, el narrador vuelve a su pueblo natalicio tras 45 años de ausencia y se sienta en el mismo rincón de la tienda de donuts donde se instalaba en su juventud, con su espalda contra el muro, como un jugador de póker mirando el escenario que se le presenta. “No voy a ocultar mi obsesión por la observación”, confiesa. Le agrada contemplar a otros, desconocidos, siempre que ellos no se den cuenta que están siendo sometidos a su escrutinio. “Estos son los momentos cuando uno aprovecha la oportunidad para mirar profundamente dentro de la esencia de un hombre”, declara.

El afán de sondear a los demás requiere, irremediablemente, que las personas no noten que están bajo microscopio. Se aplica el mismo principio que la física cuántica denomina el efecto observador, que sostiene que al solo medir un fenómeno, este cambia. El narrador de “Cuatro cuentos” asegura que con la más mínima señal de tener un testigo, la persona observada comienza a alterar sutilmente su comportamiento, engañado por la ilusión de que tiene un control total sobre su personalidad. Los seres humanos, dice, detestan sentirse espiados, “que los vean por lo que son y no por lo que se imaginan ser”. El efecto, por supuesto, es recíproco: el narrador (nuevamente, muy similar a Shepard) confiesa que prefiere no ser encarado mientras observa a otros solapadamente; en cuanto es sorprendido, su primer impulso es el de escapar.

En estos libros, la versión de lo que vio y sintió es más benevolente que trágica. Presenta sus diálogos con la chantajista sin remordimiento, con humor incluso, y reflexiones sobre la originalidad en la literatura. Referencias a su propia adicción al trago se incluyen como parte del paisaje interior. En vez de servir como el combustible que detona un cataclismo familiar, explica por qué una amiga lo debe llevar en su auto. La mujer que abandonó a Shepard tras casi tres décadas juntos se aloja con él en medio de un viaje largo. Conversan de libros (a ella no le gustan los cuentos de Bolaño que Shepard le recomendó) y de la amabilidad de sus hijos. No viven bajo el mismo techo, pero es evidente el cariño y respeto mutuo.

No fue así con su padre. Comprendía lo que debió sufrir en la guerra, un joven que poco después de salir del campo de su familia estaba dejando caer bombas y matando a personas a quienes ni veía en el Pacífico y Rumania. Para explicar, si bien no justificar, su violencia contra su madre, dijo al Paris Review que “estos hombres volvieron de este triunfo heroico… y quedaron devastados… Su medicina era beber”. Aunque sentía lástima por el daño que le hizo esa experiencia, nunca pudo estar con su padre sin entrar en conflicto.

La disociación se refleja en Spy a través de la incapacidad de comunicación entre los protagonistas, algo que impide tanto al observador como al observado modificar su comportamiento. Todo parece inconducente y el final queda abierto, algo muy propio de Shepard, a quien le incomodaban los cierres contundentes. “Los detesto”, declaró en su entrevista. Desconfiaba de la tentación de avanzar hacia una resolución -de la idea de un progreso-, lo que consideraba una trampa terrible. “Los finales más auténticos”, dijo, “son los que ya están circulando hacia otro comienzo. Eso es genio”.

Si bien la relación con su padre no se resuelve, el final de Spy apunta a un renacer. Renuncia a la destrucción y rabia del alcoholismo. Ignora la falacia del sueño americano del Oeste. En su lugar, relata su discapacidad, restringido a una silla de ruedas, indefenso, impresionado de la fuerza de sus dos hijos que lo impulsan a un restaurante mexicano. Es una taberna ruidosa, llena de clientes, donde se escuchan conversaciones sobre otras conversaciones, tintineo de copas y risas estridentes. No recuerda los temas que hablaron, pero sí la importancia de integrar esa multitud, junto a sus hijos, hermanas, amigos y familiares. Está viviendo en el presente, no es perseguido por su pasado.

 

Imagen de portada: Sam Sheppard en No vienen a golpear, de 2005.

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