Trazar la luz

Leonardo Sbaraglia maneja por una carretera escuchando música clásica en un Audi negro. La cabina parece aislada del exterior: un paisaje seco y montañoso donde la ruta se pierde sinuosa en una interminable doble línea continua. Tras una curva, la inesperada aparición de un Fiat desvencijado le recuerda que no está solo en el mundo. […]

por Matías Celedón I 29 Julio 2016

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Leonardo Sbaraglia maneja por una carretera escuchando música clásica en un Audi negro. La cabina parece aislada del exterior: un paisaje seco y montañoso donde la ruta se pierde sinuosa en una interminable doble línea continua. Tras una curva, la inesperada aparición de un Fiat desvencijado le recuerda que no está solo en el mundo. Sbaraglia intenta adelantar, pero el auto viejo se lo impide. El tercer cortometraje de la película argentina Relatos salvajes termina con los dos conductores muertos junto a un puente en medio de la nada. Un poco más allá, pasando ese puente, yendo desde Cafayate a Salta por la Ruta Nacional 68, se encuentra el desvío a la finca Altura Máxima, donde está el llamado “Museo de la Luz”.

Situada en la finca, a 2.700 msnm en el noroeste argentino, la bodega Colomé es considerada la viña más alta del mundo. Allí, su propietario Donald Hess, un empresario visionario y coleccionista de arte suizo, montó el James Turrell Museum, un espacio de 1.700 metros cuadrados dedicado exclusivamente a la obra del gran artista norteamericano, con piezas que reúnen 50 años de trayectoria montadas en nueve impresionantes salas.

“La luz tiene una gran importancia y forma parte del arte desde hace mucho, mucho tiempo”, cuenta Turrell en un documental realizado por la Deutsche Welle. “Pero yo no quería hacer algo donde la luz solo se reflejara, como en un cuadro o una fotografía. Yo quería trabajar con la propia luz”.

James Turrell descubrió su fascinación por la luz cuando niño, agujereando las cortinas de su pieza con un alfiler para dibujar las constelaciones que no podía ver cuando lo dejaban encerrado a oscuras. Nació en Los Angeles, Estados Unidos, en 1943. A los 16 años obtuvo licencia de piloto y a los 22 se graduó en Psicología Perceptual. Cuáquero practicante, estudió geología, astronomía y matemáticas. Desde hace 40 años trabaja en el desierto de Arizona, transformando el cráter de un volcán extinto en un monumento espacial de dimensiones planetarias, para poder observar la luz del cielo y los movimientos de las estrellas.

En el libro Cataratas, John Berger sugiere que el secreto de la visibilidad es que la luz y aquello que ilumina llega en el mismo instante. “Un espacio está lleno de luz”, escribe, “igual que un vaso puede estar lleno de agua”. Es difícil explicar lo que provocan las obras de Turrell que vemos en el museo. Al trabajar con la luz, al mismo tiempo trabajan con la percepción. En City of Arhirit (1976), un largo pasillo atravesado por iluminadas salas de colores sin márgenes, o en Spread (2003), una instalación de 400 metros cuadrados en la que el espectador atraviesa una pared aparentemente plana para entrar a una vasta dimensión paralela, Turrell consigue articular un vínculo omnisciente, creando intimidades sobrecogedoras y concibiendo inusuales espacios místicos que nos enfrentan, más que a una obra, a una zona dentro de nosotros mismos.

“Trato de buscar la manera en que podamos sentir la luz en un aspecto espiritual. Si pensamos en las experiencias cercanas a la muerte, vemos que siempre, al describirlas, se usa vocabulario vinculado a la luz”, ha dicho el artista.

De las nueve obras adquiridas por Hess en 20 años, cuatro toman luz del exterior y se transforman durante el día. Una obra en particular, titulada Unseen Blue, se beneficia de las condiciones de la atmósfera, el color del cielo y el bajo nivel de humedad que hay en la zona.

“¿No habéis jamás experimentado, al ingresar en una de estas salas, el sentimiento de que la claridad que flota, difusa, en la pieza, no es una claridad ordinaria, sino que posee una cualidad rara, un peso particular?”, escribe Junichiro Tanizaki en su famoso ensayo Elogio de la sombra. Ahí, el autor japonés dice creer “que la belleza no es una sustancia en sí, sino nada más que un dibujo de sombras, un juego de claroscuro producido por la yuxtaposición de sustancias diversas”. Para Turrell, esas sustancias son los colores del espectro visible.

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