Lazos de sangre

El mundo de la mafia ha sido fuente inagotable de inspiración para libros, películas y series de televisión. Los incidentes de la vida al margen de la ley explicarían en parte por qué estas historias resultan adictivas, pero es la tensión entre lealtad y traición su atractivo principal. En aquel contexto de alerta permanente, esta incondicionalidad quizás solo se halla al interior de la familia, donde subsiste ese resabio de solidaridad entre paisanos que tienen los inmigrantes que huyen de la miseria.

por Manuel Vicuña I 10 Febrero 2017

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La mafia y las grandes corporaciones son hermanas siamesas. Los escritores y lectores más finos de novelas policiales lo descubrieron hace rato. Los cónclaves de las grandes familias remedan las reuniones de directorio. El crimen organizado y el capitalismo en estado salvaje comparten la voracidad, el celo territorial y la afición por el soborno. Todo comenzó, en caso de que busquemos un comienzo, con la ley seca en Estados Unidos, en los años 20.

Supongo que el puritanismo de los legisladores los cegó, al grado de ignorar que el mercado negro para un bien indispensable como el alcohol abriría una mina de oro con sinuosas galerías subterráneas. El negocio resultó rentable para los gánsteres, los granjeros que improvisaron destilerías en la profundidad de los bosques y los policías untados en dólares. Las planillas de pago de la mafia también incluyeron a jueces, líderes sindicales y autoridades municipales. Una máquina bien aceitada. Pocas veces ha hecho más sentido la afirmación de Bernard de Mandeville: las sociedades prosperan por sus vicios.

Martin Scorsese grabó una serie de televisión, Boardwalk Empire, que arranca con la noche en que entra en vigencia la prohibición, mientras los avispados de Atlantic City descorchan champaña en una fiesta a todo trapo, anticipando los dinerales que apilarán en pocos años. El tiempo les dio la razón sin necesidad de impacientarse. Esa riqueza irrigó hasta Canadá: parte de sus fortunas se amasó produciendo whisky para el contrabando. Una escena típica de las películas sobre el período: un convoy de camiones escoltados por hombres armados atraviesa la noche por caminos secundarios. Al principio las ametralladoras eran para espantar a las bandas rivales más que a los federales.

No sé si alguien ha explicado por qué las películas de mafiosos resultan adictivas. Sobre todo las de mafiosos como Al Capone: trajes rayados, gatillo fácil, autos blindados, jazz y una precariedad de la ley que evoca la violencia de los forajidos del lejano oeste. En invierno, cuando la escarcha cubre y endurece la tierra hasta sellarla, las tumbas se cavan con dinamita. Los matones hacen papilla a sus rivales, los cuerpos cocidos a balazos se desangran en las calles, las astillas de vidrio saltan por los aires. En la historia del cine, el western y las películas de gánsteres mantienen una relación íntima: en ambos casos, el crimen aporta ímpetu a la narración.

Nunca he logrado sostener una relación de pareja con una mujer adherida a sus parientes. La moral de rebaño me produce asfixia, o algo todavía peor: una furia soterrada que estalla en abscesos de misantropía. Cualquier mortal sabe que abundan las familias que te pudren la vida.

Quizá la dualidad de traición y lealtad sea lo más atractivo de las películas de mafiosos. Cuando el crimen parece endémico a la ciudad, cuando se vive al margen de la ley y en estado de alerta, la lealtad es el valor supremo porque los costos de la traición son de vida o muerte. En el prólogo a Santuario, Malraux escribió: “Faulkner sabía muy bien que no hay detectives, que la policía no procede de la psicología ni de la perspicacia sino de la delación”. Los soplones le facilitan el trabajo a los policías y a los mafiosos cada vez que avisan del arribo de nuevos pistoleros, del escondite de un fugitivo o del secreto que facilita el asesinato de un enemigo. El clásico destino del hocicón: el tiro en la nuca después de un paseo en el maletero de un auto.

En este ámbito, la lealtad se funda en los lazos de sangre. Esa incondicionalidad responde a una cultura tribal que potencia el talento para evadirse por los boquetes del ordenamiento jurídico. Existe, en esas familias, un resabio de la solidaridad de los inmigrantes que huyen de la miseria preservando la fidelidad a los paisanos. Por eso las mafias que pesan en Estados Unidos siempre remiten a una nación de origen: italianos, polacos, rusos, irlandeses y judíos.

Es curioso, pero tal vez sea esto lo que más me atrae de las historias de gánsteres. Curioso porque soy reacio al culto a la familia. Nunca he logrado sostener una relación de pareja con una mujer adherida a sus parientes. La moral de rebaño me produce asfixia, o algo todavía peor: una furia soterrada que estalla en abscesos de misantropía. Cualquier mortal sabe que abundan las familias que te pudren la vida. No hace falta leer la Carta al padre de Kafka para enterarse del guiso de sentimiento de culpa y desprecio por sí mismos que deben tragarse los hijos vulnerables de padres tóxicos.

A veces la única salida es la fuga, el corte o el exilio interior. Algunos arrancan de la familia que les tocó. Otros, de la familia que formaron. Siempre me han intrigado las personas que desaparecen de la noche a la mañana, cambian de identidad e incluso de nombre, y viven como prófugos de su pasado. Yo no tengo motivos para hacer nada de eso. Y, aun así, la reproducción del orden de las familias me resulta una forma de atavismo cada vez más sospechosa. Pero no hay vuelta. Siendo niños, mis hijos ya empezaron a hablar de cuando sean padres. Para mí, la pregunta del millón es cómo transmitirles el valor de renunciar a la paternidad y al matrimonio, sin hacerles sentir indeseados.

Habría que consagrar constitucionalmente el derecho a contradecirse. Me gusta la ética mafiosa de la familia, sobre todo cuando es puesta a prueba y revela, por contraste, cuán fofos son los vínculos del hombre común, cuyo respeto a la ley y a la autoridad suele responder más al miedo que a la convicción.

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