A la hora de los balances, podemos concluir que este año el biopoder se impuso como el principal dispositivo para interpretar la irrupción del coronavirus y sus efectos sociales, económicos y morales. Es imposible tratar de entender el 2020 sin los aportes de Giorgio Agamben, Judith Butler y Byung-Chul Han, entre otros. Y es irresponsable desatender las preguntas que desde la biopolítica surgieron en estos meses aciagos.
por Álvaro Matus I 29 Diciembre 2020
Desde que Michel Foucault publicara en 1976 el primer tomo de su Historia de la sexualidad, el concepto de biopoder se ha infiltrado en las ciencias sociales y enriquecido el trabajo de historiadores, filósofos, sociólogos y críticos culturales. La aparición del sida, la inmersión en los archivos de la ex Unión Soviética, la política demográfica en China o el estudio de los flujos de información que corren a través de las redes sociales han sido interpretados a la luz de esta idea original y seductora, que plantea que el poder no tiene tanto que ver con la represión como con un conjunto de prácticas de control y gestión de los cuerpos. El biopoder, tal como escribe Foucault, “tenía la tarea de administrar la vida”.
Lo que ocurrió este año, sin embargo, fue distinto: el biopoder se impuso como el principal dispositivo para interpretar la irrupción del coronavirus y sus efectos sociales, económicos y morales. Es imposible tratar de entender este año sin los aportes de Giorgio Agamben, Judith Butler y Byung-Chul Han, entre otros. Y es irresponsable desatender las preguntas que desde la biopolítica surgieron en estos meses aciagos.
El primero en abrir los fuegos fue Giorgio Agamben (1942). No podía ser de otra manera: el filósofo italiano, al unir biopolítica con totalitarismo en Homo sacer (1995), realizó toda una cartografía del campo de concentración como territorio de disciplinamiento y analizó el concepto de estado de excepción como ejercicio del poder sin mediaciones. “El campo –escribe en Homo sacer– es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a volverse regla”.
En otras palabras, el “campo” para Agamben no es una figura acotada a los regímenes totalitarios, sino que puede desplegarse en las democracias. De ahí a encender las alarmas hubo solo un paso. En febrero de este año, de hecho, publicó un texto sobre la relación entre el miedo al coronavirus y la aceptación sumisa de las medidas que limitaban la libertad personal. Lo hizo cuando la información acerca de la enfermedad aún era confusa, pero también le bajó demasiado el perfil (la comparó con una simple gripe). El texto desató polémicas, pero Agamben siguió publicando columnas cada vez más punzantes, donde cuestionaba la forma en que los italianos (y luego todo Occidente) comenzaban a vivir: reduciendo al máximo los contactos humanos y maximizando todo lo que fuera virtual/digital. Ante el peligro, la bioseguridad. Así, por sobre la vida humana (el trabajo, la política, los afectos, la religión) se impone la supervivencia o la “vida desnuda”, como la llama él.
“¿Qué llegan a ser las relaciones humanas en un país si se acostumbra a vivir de esta manera por no se sabe cuánto tiempo? (…) Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetuo no puede ser una sociedad libre. En realidad, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad por las llamadas razones de seguridad y que se ha condenado por esto a vivir en un estado perpetuo de miedo e inseguridad”.
Ahora que Europa sufre la segunda ola y aparecen las primeras mutaciones del virus, las preguntas lanzadas por Agamben continúan resonando. Porque, ¿se puede fundar comunidad a partir del distanciamiento? ¿Cómo pudimos aceptar que las personas queridas murieran solas, algunos sin siquiera un funeral? ¿El prójimo es solo una fuente de contagio?
A pesar de ser amigo de Agamben, Jean-Luc Nancy (1940) lo criticó tempranamente al afirmar que en un mundo interconectado las excepciones se convierten en reglas y que “los gobiernos no son más que tristes ejecutores de la misma [la excepción] y desquitarse con ellos es más una maniobra de distracción que una reflexión política”.
Para el filósofo francés, lo que hace el “comunovirus”, como lo bautizó, es comunizarnos: nos iguala en la amenaza y une en la protección. “Que esto tiene que pasar por el aislamiento de cada uno”, escribió, “no es sino una forma paradójica de entregarnos la experiencia de nuestra comunidad”.
Judith Butler coincide en ese poder de igualamiento de la pandemia, pero no olvida que somos humanos: el virus no discrimina, pero nosotros sí.
La prueba más clara está en los sistemas de salud, que con su división entre público y privado hacen más notoria la voluntad de no tratar a todas las vidas como si tuvieran el mismo valor.
¿Qué vidas estaremos dispuestos a salvar y cuáles serán sacrificadas? ¿Qué consecuencias tendrá esta pandemia para pensar sobre la igualdad, la interdependencia global y nuestras obligaciones mutuas?, se preguntaba la autora en “El capitalismo tiene sus límites”, un ensayo que advierte que la trama de poderes configurada a partir del nacionalismo, la xenofobia y esa visión que iguala la salud del país a la salud del mercado, podría redundar en un incremento de la desigualdad, al punto de asumir que está bien que mueran (o no sean vacunados, si los recursos escasean) los más vulnerables: los ancianos, los con enfermedades preexistentes, los sin hogar ni país.
Sobre estos últimos resultó pertinente la reflexión del español Paul B. Preciado, quien subrayó que Europa aspiraba desde hace unos buenos años a convertirse en una “comunidad totalmente inmune”, cerrando sus fronteras y estableciendo en el Mediterráneo grandes centros de detención de inmigrantes. Pero el coronavirus dio vueltas la noción de frontera, que dejó de ser territorial y hoy es corporal; sobre él se aplican las medidas de control, disciplinamiento e higiene. Preciado es elocuente: “La nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio privado”.
Byung-Chul Han, el filósofo más popular de lo que va de este siglo, aportó a la discusión uniendo su conocimiento y su propia experiencia: nacido en Corea del Sur en 1959 y formado en Alemania, analizó la ciberbiopolítica implementada en países como Japón, China, Taiwán y Singapur, y la contrastó con las medidas tomadas en Europa
¿Se puede decir que en Asia actuaron mejor, porque lograron controlar más rápido la propagación del virus?
Byung-Chul Han duda, porque en Asia el colectivismo es mayor que el individualismo, hay países donde casi no existe la noción de “esfera privada” y la confianza en el Estado para organizar la vida de los ciudadanos es muy superior a Occidente. “Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macro datos”, escribió en marzo.
En Asia prácticamente no existe la información confidencial, y en países como China hay todo un sistema de evaluación de los ciudadanos impensable en Europa. Si alguien critica al gobierno en redes sociales, tiene menos puntos que el que compra diarios que respaldan al PC, y eso hará que le cueste más obtener un crédito o mantener su trabajo. Tecnologías similares de biopolítica digital se aplicaron para controlar el coronavirus, publicando a través de mensajes de textos y otras Apps los movimientos de los infectados.
¿Está dispuesto Occidente a utilizar esos dispositivos de vigilancia? ¿Importa más la seguridad que la libertad? ¿La rápida reactivación económica está por sobre ciertos derechos que ya parecen inmanentes a nuestras sociedades?
“Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino”, concluye Byung-Chul Han. “Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo”. Y de paso, refuta la romántica idea de comunidad que tiene Nancy: “Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia”.