Bruce Chatwin y Werner Herzog, arqueólogos del mundo visible

A pesar de que se vieron apenas cuatro o cinco veces a lo largo de los años 80, el cineasta alemán y el escritor inglés desarrollaron una amistad entrañable. La idea de la caminata como un acto sacramental, el rechazo a la introspección y la creación de obras donde se disuelven lo histórico y lo actual, eran cosas que los unían, como puede verse en el documental Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin. Lejos de la pretensión biográfica, Herzog ha creado una obra misteriosa y elusiva.

por Rodrigo Hasbún I 23 Septiembre 2020

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A Bruce Chatwin le costaba quedarse quieto. Tras uno o dos meses en un mismo lugar, invariablemente sentía la urgencia de partir. No entendía qué motivaba esa necesidad, ni qué deseaba encontrar al llegar a cada nuevo destino, pero sí sabía que la travesía misma a menudo terminaba siendo crucial. Era un viajero lento, de esos que conviven con la gente cuyas historias van recogiendo, de esos que escarban en las mitologías de los lugares por los que pasan, de esos que demoran lo más posible en llegar. Sus deambulaciones sin rumbo por Latinoamérica, África, Oceanía, Europa y Asia propiciaron los seis libros breves que publicó en una carrera fulgurante, que comenzó más bien tarde, en 1977, cuando Chatwin se acercaba a los 40. Once años después, ya consagrado como uno de los cronistas más audaces de la segunda mitad del siglo XX, murió de sida en Niza, lejos de casa para serle fiel a su costumbre.

Aunque solo habrían coincidido en cuatro o cinco ocasiones a lo largo de la década del 80, el cineasta Werner Herzog fue uno de los pocos amigos a los que convocó en su lecho de muerte. Por entonces, tras años luchando contra la enfermedad, tenía el cuerpo diezmado y la mente a la deriva. Aun así se las arregló para ver a su lado un documental que Herzog acababa de terminar, Woodabe, pastores del sol, dedicado a una tribu nómada subsahariana. También aprovechó ese último encuentro para regalarle la mochila de cuero con la que había recorrido a pie decenas de miles de kilómetros. El gesto es más que significativo: antes de morir, un caminante devoto le hereda a otro su mochila.

Treinta años después, en su documental más reciente, Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (“Nómada: tras los pasos de Bruce Chatwin”), Herzog homenajea ese obsequio y, como señala el título, con la mochila al hombro y viajando lento también, va tras los pasos de su amigo.

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“De entre aquellos a los que llamo mi lote –Ian McEwan, Martin Amis, Julian Barnes, Salman Rushdie–”, con­fesaría el legendario editor inglés Tom Maschler, “era Bruce el que me generaba una mayor ansiedad por saber hacia dónde iba. Pienso que de haber vivido, habría superado a los demás”.

Más allá del valor de su obra, la muerte tempra­na de Chatwin, su presunta bisexualidad y su aura aventurera ayudarían a que sus libros se volvieran grandes éxitos comerciales. Tres décadas más tarde, conserva el renombre pero es menos leído de lo que amerita su literatura.

Más allá del valor de su obra, la muerte tempra­na de Chatwin, su presunta bisexualidad y su aura aventurera ayudarían a que sus libros se volvieran grandes éxitos comerciales. Tres décadas más tarde, conserva el renombre pero es menos leído de lo que amerita su literatura. Lo que más impresiona es el nivel de detalle con el que está escrita: el ojo bien entrenado en los años de subastador de arte sale a relucir en cada frase y dota de convencimiento in­cluso a situaciones completamente desbocadas. Es un efecto de realidad que lo hermana con Herzog, cuyas ficciones más célebres –digamos Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios– parecen filmadas en tiempo real, mientras sus personajes se enfrentan a hazañas imposibles. Los personajes de Chatwin, coleccionistas obsesivos, reyes autoproclamados o músicos geniales pero sin audiencia, también parecerían estar siempre fuera de lugar y fuera de sí mismos.

Chatwin viajaba hasta donde hiciera falta para encontrar a esos seres alucinados que pueblan sus libros. En la Patagonia y Los trazos de la canción están llenos de gente de la que no hubiéramos tenido noticia de no haber sido por el caminante que recorrió tre­chos extensos de la Patagonia y Australia. Los textos recopilados en ¿Qué hago yo aquí?, donde se incluyen perfiles de personalidades como André Malraux o Indira Gandhi, no hubieran sido posibles sin decenas de encuentros lejanos. El Virrey de Ouidah, Colina negra y Utz difícilmente hubieran sido imaginadas con tanta precisión sin sus estadías en África Occidental, Gales y Praga. Pero no es solo eso: las experiencias más singulares y excesivas son narradas con una prosa de una justeza admirable, que contrasta y potencia la rebeldía formal desde la cual Chatwin encaró el oficio. Sus libros son en sí mismos largas deambu­laciones que obedecen a las conexiones fortuitas y a las revelaciones inesperadas de una buena caminata. Terminan confluyendo en ellos historias inauditas y datos curiosos, entradas de diarios y cartas ajenas, descubrimientos arqueológicos y reflexiones literarias o lingüísticas, los murmullos del presente y el pasado.

Otro viajero contumaz, W. G. Sebald, es quien describe mejor los senderos de Chatwin, a quien siguió en más de un modo en su propia literatura. Poco antes de que se le detuviera el corazón mientras conducía su auto, en el último ensayo que escribió resume de esta manera el legado de uno de sus precursores: “Así como Chatwin representa a fin de cuentas un enigma, uno nunca sabe cómo clasificar sus libros. Lo único que resulta obvio es que por estructura e intención no se sitúan dentro de ningún género conocido. Inspirados por cierta avidez en lo no descubierto, se mueven por una línea en que los puntos de demarcación los fijan esas mismas manifestaciones y objetos extraños, pero uno no puede estar seguro si es que acaso son reales, o si son parte de los fantasmas generados en nuestras mentes desde tiempos inmemoriales. Estudios antro­pológicos y mitológicos en la tradición de los Tristes Trópicos de Lévy–Strauss, historias de aventuras que enfocan la mirada sobre nuestras primeras lecturas infantiles, colecciones de hechos, libros de sueños, novelas regionales, ejemplos de exotismo exuberante, penitencia puritana, amplia visión barroca, abnegación y confesión personal: sus libros son todas estas cosas a la vez. Probablemente se les hace máxima justicia al reparar en su promiscuidad, la cual quiebra el molde del concepto modernista, como una oleada tardía de esos relatos de viajeros, volviendo atrás hasta Marco Polo, en donde la realidad está constantemente pe­netrando en el reino de lo metafísico y lo milagroso”.

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Durante años Chatwin trabajó en un libro sobre el nomadismo. Ahí postulaba que no era una etapa previa a la civilización sedentaria sino una alternativa a ella, una vía paralela que traía consigo un vínculo más hondo entre los humanos y la naturaleza, y entre los humanos y los animales. Traía además un entendimiento diferente de la propiedad y la renuncia.

 

Bruce Chatwin (1940-1989) revolucionó la literatura de viajes.

 

Ese manuscrito, el primero que escribió, fue re­chazado y aún permanece inédito. Sus lineamientos, sin embargo, rigieron su vida y atraviesan sus libros posteriores. “Mi dios es el dios de los caminantes. Si caminas mucho, es probable que no necesites ningún otro dios”, dice en algún momento el narrador de En la Patagonia, y esa es una de las pocas cosas que lle­gamos a saber de él en esa radiografía espléndida de un lugar y del legado sombrío de las viejas tensiones coloniales y poscoloniales que lo atraviesan y que condicionan las vidas de los indios y los exiliados europeos que residen ahí. Chatwin no es un aventurero ingenuo. Entiende que lo antecede la herencia de su continente y que antes de los suyos hubo viajes de expolio, dominación y muerte. En sus libros se van filtrando sigilosamente esas sombras, así como el resquebrajamiento de un eurocentrismo que termina siendo cuestionado a fondo.

Algo similar sucede en las películas de Herzog, que le sirvieron de modelo para El Virrey de Ouidah, la novela en la que Chatwin lleva al límite esa preocu­pación, narrando la historia del esclavista Francisco Manuel da Silva. No podría haber una figura más problemática y condenable que la del esclavista: en ella, obscenamente, se articula el desencuentro étnico de Europa con el resto del mundo. En ese sentido no resulta tan sorprendente que fuera el proyecto que llevaría a Chatwin y Herzog a trabajar juntos por primera y única vez. El viaje había sido de ida y vuelta, aun antes de que se conocieran. “Puesto que me era imposible desentrañar la extraña mentali­dad de mis personajes”, cuenta Chatwin, “mi única esperanza estaba en concebir el relato como una secuencia de imágenes cinematográficas, y aquí me vi fuertemente influido por las películas de Werner Herzog. Recuerdo haber dicho: ‘Si alguna vez se hace una película sobre esto, solo Herzog podría hacerla’. Pero era solo un sueño vano”. Un sueño que se realizó ocho años después de la publicación de la novela, cuando el alemán decidió adaptarla bajo el título de Cobra Verde.

Ya muy afectado por la enfermedad, a menos de un año de su muerte, Chatwin viajaría a Ghana para atestiguar la filmación durante un par de semanas. En el texto que escribió sobre la experiencia, una especie de diario de rodaje, la descripción que hace de su amigo es entrañable: “Era un compendio de contradicciones: inmensamente testarudo y sin embargo vulnerable, afectuoso y distante, austero y sensual, no muy bien adaptado a las presiones de la vida cotidiana pero muy eficiente en las condiciones más extremas. Era también la única persona con la que podía mantener una conversación sobre lo que podríamos llamar el aspecto sacramental de la cami­nata. Ambos compartíamos la idea de que caminar no solo es terapéutico en sí, sino que es una actividad poética que puede curar al mundo de sus males”.

Por entonces Chatwin casi no podía caminar, así que debieron mantenerse quietos mientras hablaban durante horas, como lo habían hecho las veces que coincidieron antes. Al menos así me gusta imaginarlos tras las extenuantes jornadas de rodaje, contándose historias en medio de la noche y de ese sueño mutuo que escena tras escena se hacía cada vez más real.

Internet y el turismo masivo han enterrado en alguna medida la idea del viajero explorador y la del escritor nómada, especies en peligro de las que Chatwin parece ser uno de sus últimos representantes. Se viaja más que nunca y se sabe más que nunca de los viajes de los otros, pero la lógica que predomina es la del simulacro o la del zapping.

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Aun cuando fuera comisionado por la BBC para su transmisión televisiva, Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin no es un documental biográfico convencional. Incluye poco material de archivo, no sigue una cronología evidente y le da la espalda a cualquier voluntad de reconstrucción de la vida del escritor. Como resultado, su presencia resulta elusiva y misteriosa.

Internet y el turismo masivo han enterrado en alguna medida la idea del viajero explorador y la del escritor nómada, especies en peligro de las que Chatwin parece ser uno de sus últimos representantes. Se viaja más que nunca y se sabe más que nunca de los viajes de los otros, pero la lógica que predomina es la del simulacro o la del zapping. En su documental, Herzog se empeña en visitar algunos de los lugares donde Chatwin estuvo en serio, conociéndolos a profundidad y frecuentando a la gente que vivía en ellos. Así, Nomad nos lleva desde Punta Arenas y la Patagonia hasta Australia y Gales, mientras se atraviesan en el camino distintas miradas y voces: la de su esposa, Elizabeth (que estaba al tanto de los amoríos homosexuales de su marido y que mantuvo con él una relación bastante más difícil de lo que evi­dencia el documental), la de su exhaustivo biógrafo Nicolas Shakespeare, la de aborígenes australianos sobre los que escribió en su último libro y, en un lugar preeminente, la del mismo Herzog.

El retrato que hace este de Chatwin es al mismo tiempo un retrato que hace de sí mismo. Más allá del espíritu itinerante y de la tendencia a la fabulación, más allá de las exageraciones a las que ambos son proclives y a las coincidencias vitales de que nacieran a principios de la Segunda Guerra Mundial y de que en lugar de cursar estudios universitarios optaran por educarse viajando por el mundo, más allá de que dominaran varias lenguas y coquetearan a momentos con lo etnográfico, más allá incluso de su rechazo por la introspección, lo que más los une quizá es la errancia que sucede en sus obras respectivas, donde se disuelven la ficción y la crónica, lo histórico y lo actual, la imaginación desbordada y un acercamiento documentado a todas las formas posibles de la realidad.

“Lo más difícil de ver es lo que está ahí”, escribe J. A. Baker en El peregrino, un libro que Herzog no deja de recomendar y que sin duda hubiera entusias­mado a Chatwin. Esa especie de mantra condensa en alguna medida el ímpetu de los dos, que además de viajeros lentos son formidables arqueólogos del mundo visible. Un mundo a menudo crepuscular. Un mundo en vías de extinción.

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